Este es un fragmento de la novela Camposanto de la escritora colombiana Marcela Villegas. Esta obra recibió el Premio Nacional de Novela Corta otorgado por la Universidad Javeriana en el año 2016. Reproducimos un fragmento: páginas 51 a 58, y te invitamos a leer también una entrevista con la autora.
Camposanto
[Fragmento]
No somos iguales ante la muerte. La vida nunca se borra por completo; deja claves sutiles en el esqueleto. Los huesos son bitácoras que hablan de los ancestros, del hambre y de los golpes. De la enfermedad o de la dicha y la riqueza. Reescribimos ese registro para quienes no pueden leer el relato de los huesos pero conocen la otra historia: la del sexo, el fenotipo, la edad y la estatura. La de la salud, la sonrisa, los accidentes o la profesión. Cuando el relato del esqueleto y el de los sobrevivientes se encuentran, los huesos vuelven a tener un nombre, un hogar cierto en una tumba marcada.
Para algunas familias esa certeza es suficiente. Otras no se resignan a despedirse de quien amaron como quien finaliza un trámite. Quieren darle el abrazo quedo de un velorio, con café y lágrimas de los vecinos en torno al ataúd. Llevar a su muerto en procesión hasta el cementerio, cargado por los hombres que más lo quisieron. Emborracharse en su nombre y resarcirlo de años de silencio.
***
Reynel, el guarda de vigilancia de turno, me saluda contento. Es sábado temprano en la mañana y no le gusta quedarse solo en el edificio. Del cajón de su escritorio saca una bolsa plástica con palitos de colombina que su hija Valentina recolectó para mí en la escuela.
Reynel me muestra una foto. Valentina enseña orgullosa su sonrisa. Está mudando dientes. Ya casi es su cumpleaños; debo acordarme de comprarle un “libro con fotos de gatos y una muñeca vampiro”.
El laboratorio queda en un edificio centenario de techos altos con vigas de madera visibles. Hoy está desierto. La única presencia humana son las cajas blancas con restos colocadas en orden contra las paredes. Me gusta el silencio.
Esta caja contiene tres envoltorios con huesos desarticulados, un cráneo con orificios de proyectil de arma de fuego y múltiples roturas lineales, torso y extremidades superiores parcialmente articulados, una camiseta de material sintético verde, unos pantalones cortos de dril, dos fémures y un par de botas de caucho negras cada una con tibia, peroné, astrágalo y huesos del pie. Todo está cubierto de un barro cobrizo.
Por fortuna, estos restos huelen pero no apestan. O al menos eso creo; hace tiempo aprendí a engañar la repugnancia al olor a cadáver, la reacción instintiva que protege a los humanos del envenenamiento por comer carne descompuesta.
Lavo los huesos con un cepillo y agua tibia. Uso un palito de colombina para raspar los fragmentos de tejido que se quedan adheridos, esa telaraña amarillenta y hedionda que hay que desprender del hueso hebra a hebra. Cada hueso limpio es una pequeña victoria, una pieza perfecta que coloco en su lugar en el esqueleto que armo sobre hojas de periódicos viejos.
Tomo la bota izquierda y la invierto con cuidado sobre la bandeja de lavado. Los huesos arrastran un reguero de cucarachas. Algunas de ellas suben por mi brazo y yo arrojo la bandeja lejos, gritando y maldiciendo. Intento quitármelas de encima con manotazos espasmódicos. La piel me hormiguea mientras me arranco la bata de laboratorio y la tiro contra la mesa.
Me invade la urgencia de salir de allí, de sentir el sol en la cara y las manos. En el pasillo me encuentro a Reynel, que viene hacia el laboratorio, alarmado por mi grito y el estruendo de la bandeja contra el piso. Le explico lo que pasó y sonríe. Me dice que no entiende cómo alguien que puede quedarse a solas con cientos de muertos siente tanto miedo de unas cucarachas.
–No es miedo, Reynel. Es asco.
–Ay, doctora… lo mismo. Fúmese un cigarrillo para que se le pase la impresión –me dice alargándome el paquete.
Salgo al parque en frente del edificio. Es una explanada enorme y sin gracia, polígonos de césped moribundo rodeados de concreto y adoquín. Camino un rato y me siento al lado de un árbol escuálido a esperar que me vuelva el dominio del cuerpo. El sonido de mi teléfono me trae de este lado, en donde las personas se llaman unas a otras un sábado por la mañana. Me pone tan feliz recibir una llamada que no me importaría que fuera alguien que quiere venderme un plan de televisión por cable. Es Diego, y por un momento pierdo la compostura que acabo de ganar. Hace meses que no hablamos y los primeros minutos de la conversación son de una tensa cordialidad. Cuando se nos acaban los lugares comunes, hay un silencio largo que interrumpo exasperada.
–Bueno, ¿y a qué me llamaste?
Diego titubea un poco, desarmado por tanta brusquedad.
–A invitarte a almorzar mañana.
–No puedo, Diego. Mañana es el día libre de Ligia. Si quieres puedes venir a almorzar con mi mamá y conmigo –le digo a sabiendas de que no va a aceptar.
–Amalia, lo que quiero es hablar contigo.
–No sé, Diego. Déjame pensarlo –y cuelgo sin más.
Busco un cigarrillo entre los bolsillos de la chaqueta y me doy cuenta de que se quedaron en la bata de laboratorio. Puteo más fuerte de lo que debiera y un par de niñas que pasan me miran entre divertidas y asustadas. El sol se asoma entre las nubes y quisiera quedarme en el parque, con las niñas y un vendedor de lotería que pregona la buena fortuna. No hay caso; tengo que limpiar el desastre y terminar el trabajo del día. En la puerta del edificio está Reynel, animándome a entrar sin decir nada.
Recojo los huesos dispersos por el suelo y los llevo a la mesa de trabajo para revisar que no falte ninguno. En silencio le pido perdón al muerto. Intento no tratar los huesos ajenos como no quisiera que trataran los míos.
“Trabajo de mujeres”, decía el profesor Brogan con respeto. “Solo ellas lo entienden”, decía, y nos hablaba de que a lo largo de la historia casi siempre han sido las mujeres las encargadas de lavar y amortajar a los muertos. “Nos traen al mundo y nos despiden… o les damos tantos problemas vivos que quieren asegurarse de que en verdad nos marchamos”, remataba siempre, ahogado por su risa asmática.
Fue él quien me recomendó para la práctica en el Departamento de Antropología en el Smithsonian y la primera persona a quien le conté que me ofrecían un trabajo permanente allí. Un año después, cuando decidí volver a Colombia y todos los que me querían emprendieron una campaña sin cuartel para que no lo hiciera, el profesor Brogan solo me dijo: “Está bien, Escobar. Vaya a cuidar a sus muertos”.
Termino de lavar el esqueleto y me detengo a contemplar por un momento el resultado de mi trabajo. Este fue un hombre joven, bien nutrido, alto y fuerte. Lo enterraron en una tumba a la medida de su cuerpo intacto a no ser por la rotura de una bala. La suya debió haber sido una sonrisa hermosa, de dientes blancos y parejos. No sé por qué me lo imagino optimista hasta el momento mismo de su muerte. Desearía poder usar una superficie diferente para secar sus huesos y no este reguero de noticias tristes.
Para seguir leyendo Camposanto puedes:
- Buscar esta novela en tu biblioteca más cercana. Si no está disponible, consulta por el servicio de préstamo interbibliotecario.
- Adquirirla en las principales librerías del país.
- Para comprarla directamente a la editorial, puedes ponerte en contacto con Sílaba Editores.
Saludo vuestro esfuerzo por visibilizar la complejidad de la violencia en Colombia y por lo ofrecernos elementos que nos ayudan a profundizar la certeza de que la construccion de la Paz es el camino. Gracias
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Gracias Lucía por tus palabras. Hemos ido viendo que en Colombia hay mucha gente trabajando por la construcción de paz desde mucho antes de la firma del último Acuerdo de Paz. Creemos que esas experiencias hay que difundirlas, y al mismo tiempo, difundir relatos, libros y lecturas que nos ayuden a comprender el por qué de tantos conflictos. Tus palabras nos animan a seguir en esta búsqueda. Gracias 🙂
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