Lee aquí las primeras páginas de «En diciembre llegaban las brisas»


Con este contenido animamos la lectura de la séptima obra del reto 10 libros en 2021 e invitamos a Colombia a adentrarse en la literatura de una admirable escritora barranquillera: Marvel Moreno (1939-1995). Aquí puedes conocer el plan de lectura del mes de agosto. Este libro está disponible para lectura en línea, siguiendo este enlace.


En diciembre llegaban las brisas

Marvel Moreno

I

«Yo soy el señor Dios tuyo, el fuerte, el celoso, que castiga la maldad de los padres en los hijos hasta la tercera y cuarta generación».

Porque la Biblia, libro que a ojos de su abuela encerraba todos los prejuicios capaces de hacer avergonzar al hombre de su origen, y no sólo de su origen, sino además, de las pulsiones, deseos, instintos o como se llame, inherentes a su naturaleza, convirtiendo el instante que dura su vida en un infierno de culpabilidad y remordimiento, de frustración y agresividad, contenía también la sabiduría propia al mundo que había ayudado a crear desde los tiempos en que fue escrito, razón por la cual había que leerlo cuidadosamente y reflexionar en sus afirmaciones por arbitrarias que pareciesen hasta comprender a fondo el cómo y el porqué de la miseria personal y de la ajena. Así que cuando un acontecimiento cualquiera agitaba la empañada, aunque a primera vista serena superficie de existencias iguales que hacía más de ciento cincuenta años formaba la élite de la ciudad, su abuela, sentada en una mecedora de mimbre, entre la algarabía de las chicharras y el aire denso, amodorrado de las dos de la tarde, le recordaba la maldición bíblica al explicarle que el suceso, o mejor dicho, su origen, se remontaba a un siglo atrás, o a varios siglos atrás, y que ella, su abuela, lo había estado esperando desde que tuvo uso de razón y fue capaz de establecer una relación de causa y efecto.

Aquel fatalismo provocaba en Lina una reacción de miedo, no sorpresa —ya a los catorce años había perdido la facultad de asombrarse ante las cosas que su abuela y sus tías decían— sino un oscuro temor que le hormigueaba en las manos mientras se preguntaba por enésima vez a qué calamidad la habría condenado ya el destino. Viendo a su abuela sentada frente a ella, pequeñita, frágil como una niña de siete años, con los blancos cabellos peinados hacia atrás y recogidos en un discreto moño sobre la nuca, tenía la impresión de oír hablar a una Casandra milenaria, no excitada ni histérica, ni siquiera realmente Casandra, puesto que no se lamentaba de su suerte ni de la de los demás, pero cuyas predicciones debían cumplirse inexorablemente. Alguien que llevaba el pasado guardado en su memoria y de él, de su asimilación y comprensión, deducía el presente y hasta el futuro con una imprecisa tristeza, como una diosa bondadosa, pero ajena a la creación, y en consecuencia, incapaz de detener el error y el sufrimiento de los hombres. Por eso, porque siempre había creído que de antemano todo había sido jugado, que una fuerza secreta nos impulsaba a dar cada paso en la vida, ese paso y no otro, se negaría a intervenir cuando ella se lo pidió para salvar a Dora de casarse con Benito Suárez, aunque teóricamente podía hacerlo, pues a nadie en el mundo la madre de Dora respetaba tanto como a su abuela.

Lina pensaba que una sola llamada telefónica, un simple recado haría salir a doña Eulalia del Valle de su encierro y atravesar a pie las cuatro cuadras que la separaban de la casa donde ella y su abuela vivían; creía también, que apenas doña Eulalia le hubiese contado a su abuela esa larga jeremiada que llamaba el calvario de su vida, es decir, cuando imaginara haber conmovido con sus lamentaciones, no ya a su hija y a sus sirvientas, sino a una persona a quien admiraba por su alcurnia y su conducta ejemplar —términos que siempre empleaba al referirse a su abuela— aceptaría cualquier consejo, hasta el de rechazar el matrimonio de Dora, su purificación, pensaba, con un loco semejante como Benito Suárez. Pero su abuela no había querido acercarse al teléfono diciéndole a ella, Lina, si no es Benito Suárez será otro parecido, porque a mi entender tu amiga Dora está destinada a dejarse escoger por un hombre capaz de quitarle el cinturón a su pantalón para darle latigazos la primera vez que haga el amor con ella.

Conoce el plan de lectura para el mes de agosto, del Club de Lectura Virtual. Si no lo has hecho, aquí puedes sumarte a esta comunidad.

Muchos años más tarde, en el otoño de su vida, después de haber conocido aquí o allá historias semejantes, de haber aprendido a escuchar y escucharse sin rebeldía, sin pretensiones, Lina, acordándose de repente de Dora mientras veía pasar a una mujer desde la terraza del Café Bonaparte, llegaría a preguntarse sonriendo si a lo mejor su abuela no había tenido razón: razón al decir que Dora debía unirse a cualquier hombre que la hubiese fueteado cuando hicieron el amor, primero por hacerlo, y luego, por haberlo hecho antes con otro hombre. Pero no entonces. Entonces acaba de cumplir catorce años y nadie, ni siquiera su abuela, podía convencerla de que Dora era arrastrada por una fuerza oscura hacia el hombre que sin lugar a dudas iba a causar su perdición, tan inexplicablemente como el instinto lleva a un gato a arriesgar su vida sobre las quebradizas ramas de un guayabo sólo porque un pájaro revolotea entre las hojas, a sabiendas de que no va a atraparlo y a pesar de haber terminado de comer las sobras del almuerzo y encontrarse ahíto.

Las fuerzas que invocaba su abuela —y cuyo nombre apropiado descubría Lina leyendo a Freud no sin un cierto escepticismo— le parecían por el momento uno de esos enemigos que acechan al hombre como la enfermedad y la locura, y contra los cuales es preciso defenderse por dignidad, es decir, para llegar al final de la vida con un cierto decoro evitando en lo posible molestar a la gente, lo mismo que un periódico debe ser cerrado en el estado en que lo abrimos, más manoseado si se quiere, pero de ninguna manera deshojado o destruido. Y no en consideración a nadie, puesto que nadie nos lo dijo ni a nadie debemos devolverlo, sino en la medida en que siempre es preferible luchar contra la negligencia, así se nos diga que a la larga perdemos inexorablemente, porque hasta el mismo periódico irá a parar al tacho de la basura. En otras palabras, ya entonces, y a su manera, Lina consideraba imperdonable ceder a toda forma de abandono, por mucho que su abuela aludiera a la intervención de aquellas fuerzas misteriosas, especialmente si el abandono conducía a casarse con un hombre como Benito Suárez.

Porque Lina lo conocía. Lo había conocido un sábado de carnaval en circunstancias más bien insólitas, aunque este adjetivo, utilizado por Lina deliberadamente al referirle después lo sucedido a su abuela con el fin de no verse acusada de exageración, ni de lejos ni de cerca correspondía a la escandalosa manera como Benito Suárez había surgido ante ella, irrumpiendo en su vida y allí instalándose, pues a partir de ese momento, y dada su amistad con Dora, a Lina no le cupo la menor duda de que aquel hombre iba a cruzar más de una vez su camino y siempre para provocarle el mismo asombro, y a veces, la misma helada rabia que sintió al verle detener su Studebaker en la esquina, y salir de él, y perseguir a Dora que ya había descendido con la cara llena de sangre y corría ciegamente hacia la puerta principal de su casa.

A Lina le llevó mucho tiempo comprender el alcance de lo ocurrido, en fin, no supo que el simple hecho de haber sido testigo de aquella escena la había cambiado, o más precisamente, había puesto en marcha el mecanismo que de manera irrevocable iba a cambiarla. Fue algo que intuyó después, con los años, al advertir que su memoria conservaba hasta el último detalle de aquel sábado de carnaval en que vio por primera vez a Benito Suárez: el Studebaker azul frenado bruscamente en la esquina de su casa, ella mirándolo aturdida desde la ventana del comedor, sentada frente a la mesa de caoba donde podían comer doce personas y sobre la cual había sus cuadernos, el rollo de papel pergamino que acababa de cortar para dibujar el mapa de Colombia con sus ríos y montañas; había también un gomero y un frasco de tinta china, y el montoncito de arena que pensaba pegar allí donde las cumbres se abrían en volcanes: recordaría siempre el plumero saltando de sus manos y manchando la encerada superficie de la mesa, la enloquecida, vacilante carrera de Dora, Benito Suárez alcanzándola en el jardín y dándole otra bofetada en aquella cara que la sangre casi impedía reconocer, y luego ambas, Dora y ella, precipitándose a la puerta de entrada, Dora todavía por el jardín y ella atravesando la galería y abriendo la puerta y, de repente, golpeando con una de las sillas del corredor a Benito Suárez para impedirle, no entrar, ya había franqueado el vestíbulo y mostraba tanta determinación en su mirada que parecía imposible hacerlo retroceder, sino detenerlo. Sí. El asombro de verla a ella, la niña de trece años que acababa de reventarle en el hombro una silla de Luis XVI mientras le decía: “solté al perro y viene a destrozarlo”. El asombro y el golpe, quizás el dolor, eso lo detuvo.

Los segundos, se acordaría Lina, en que pudo coger la mano de Dora y arrastrarla por la galería hasta el comedor y allí esconderse con ella detrás del saibor donde se ocultaba de niña cuando su abuela la perseguía llevando en la mano el aborrecido frasco de Magnesia. Jadeando, de imprevisto bañada en sudor, la cara de Dora recostada sobre sus piernas y aquella sangre pegajosa que le manchaba el blue-jean; diciéndole a Dora en voz baja: “deja de llorar o nos matará a las dos”. Porque Benito Suárez quería matarlas: así lo gritaba mientras recorría la casa desierta dándoles puntapiés a los muebles y tratándola a ella, Lina, de criatura malparida. Se lo había oído gritar cuando entró al comedor y de un manotazo tiró al suelo sus cuadernos; había escuchado su respiración jadeante, esa entonación de su voz desprovista de toda cualidad humana, que era, le pareció, el gemido de un animal tratando rabiosamente de producir sonidos susceptibles de transformarse en frases. Fue tal vez aquel tono desarticulado a fuerza de ira, lo que trajo a la mente de Lina la imagen del perro; no el recuerdo de los setters que sin embargo estaban ladrando histéricamente en el patio: el perro, que no tenía raza ni nombre, jamás ladraba: pero había en su silencio la misma capacidad de odio, el mismo impulso asesino del hombre que pateaba el saibor detrás del cual ella apretaba la boca de Dora para impedirle gritar. Así que pensó en el perro, y no de la manera atolondrada en que lo hizo al reventarle a Benito Suárez aquella silla en el hombro, sino con frialdad, con una repentina astucia que más tarde la asombraría a sí misma; es decir, cuando le contó a su abuela cómo se había deslizado por la galería apenas dejó de oír el balbuceo disparatado de los insultos, y se acercó al árbol donde el perro estaba amarrado, y, llevándolo sujeto por la argolla del collar, buscó a Benito Suárez hasta encontrarlo en el corredor, junto a la silla caída en el suelo. Sorprendida, más sorprendida aún cuando su abuela le comentó: “yo, en cambio, te imagino muy bien trayendo a ese condenado perro para echárselo a Benito Suárez”.

Sin embargo, mucho antes de lo que llamaría la primera escaramuza (habría tantas otras que Lina terminaría acostumbrándose a reconocer en aquel hombre un enemigo natural, casi inofensivo a fuerza de prever sus reacciones y, cosa para ella inexplicable, de quererlo sin dejar por ello de considerarlo un enemigo) Lina había comenzado a hacerse una idea sobre la clase de individuo que era Benito Suárez. Había seguido paso a paso sus atormentadas relaciones con Dora pues le servía a esta de confidente desde los tiempos en que entró al colegio de La Enseñanza y Dora, llevada tal vez por un precoz instinto maternal, resolvió tomarla bajo su protección: todo un año la había defendido como una gallina clueca —en el bus del colegio le guardaba religiosamente el puesto junto a cualquier ventana o la sentaba en sus rodillas— y luego las cosas empezaron a cambiar porque mientras ella avanzaba a primero, segundo y tercero de primaria, Dora seguía repitiendo el cuarto, y allí se encontraron, ella de ocho años y Dora de once, invirtiéndose definitivamente la relación que hasta entonces las había unido cuando Lina comprendió que si quería sacarla de aquel atolladero debería soplarle en los exámenes y escribir sus redacciones además de explicarle una y otra vez la división y llamarla por teléfono para comprobar si había hecho bien sus tareas. Pero lo logró, en fin, consiguió a punta de trampas y tenacidad arrastrarla hasta el segundo de bachillerato, año en el cual sus esfuerzos se fueron a pique porque Dora fue expulsada de La Enseñanza por haber recogido un bombón que un muchacho le había tirado desde el muro del colegio.

Dora le había parecido a Lina demasiado quieta: no jugaba en los recreos ni participaba en las travesuras que Catalina, ella y sus amigas planeaban minuciosamente para provocar cualquier desorden capaz de sacar de quicio a las monjas y romper la monotonía de los cursos. En realidad, Dora nunca había intervenido en nada que implicara acción o movimiento: había sido una niña tranquila, casi vegetal, con la indolente apariencia de un organismo absorto en algo que ocurre dentro de sí mismo y siente latir en sus células. Tantas vitaminas le dieron en su infancia que a los nueve años se desarrolló y a los catorce —cuando la expulsaron del colegio por la historia del bombón— estaba formada del todo y tenía ese aire lánguido, ese balanceo al caminar que empujaba a los muchachos del Biffi a treparse al muro del colegio, coronado por un verdadero zarzal de vidrios de botellas, dejando en el cemento la piel de sus rodillas y el sudor de sus ansias con tal de mirarla un minuto a la hora del recreo. No era bella como Catalina y carecía del refinamiento de Beatriz. No podía hablarse de gracia al verla, ni siquiera de seducción. No. Tenía algo más remoto y profundo; algo que debió de permitirle a la primera molécula reproducirse o al primer organismo fecundarse a sí mismo; eso que palpitaba al fondo del mar antes de que cualquier forma de vida asomara a la tierra, y palpitando sorbía, chupaba, creaba otros seres, los expulsaba de sí: la vida en estado bruto y, más tarde, la hembra primitiva; no necesariamente la humana, sino cualquier hembra capaz de atraer a su cueva al díscolo y alborotado macho y por un instante calmar su agresividad con el fin, no sólo de hacerle realizar el acto que ante la naturaleza, y aparentemente, lo justifica, sino también, para recordarle que existe un placer más intenso y quizá más antiguo que el de matar.

Eso, Dora no parecía saberlo, aunque bien hubiera podido sospecharlo: sentía siempre sobre ella la mirada de los hombres y ya de niña advertía que le era imposible salir sola al jardín de su casa sin provocar en cualquier mendigo o vagabundo que cruzara el sardinel el frenético deseo de abrirse la bragueta y masturbarse ante sus ojos. Por su lado, Lina se sentía tentada a pensar que Dora había sido marcada en el momento de nacer, o, como su abuela se había empeñado en explicárselo, al instante de comenzar a existir, por el mismo signo que determinaba la naturaleza de su perra Ofelia, o más bien, el comportamiento de los perros que codiciosamente la rodeaban. La rodeaban, no la seguían: Ofelia no tenía necesidad de desplazarse o de hacer el menor movimiento para mantenerlos junto a ella en una desesperada expectativa. Nada de especial había en su aspecto, al menos en apariencia no se distinguía de las otras setters que habían ido naciendo y creciendo en su casa y llevaban los nombres de aquellas heroínas de Shakespeare cuya historia su abuela le había referido muchas veces antes de dormir; era sólo un animal soñoliento con un ondulado pelo color canela, que odiaba el sol y pasaba el día entero descansando sobre las frescas baldosas de la galería. Pero cuando entraba en celo un brillo de avidez le aparecía en los ojos y de repente despabilada se erguía frente a los enardecidos Brutus y Macbeths que entre lastimeros ladridos solicitaban sus favores olvidando a las otras perras en celo —cuyos calores eran provocados invariablemente por los de Ofelia— y perdiendo toda aquella distinción de setters traídos de Inglaterra, con tanto pedigree, precisaba su abuela, no sin orgullo, como puede haberlo en el árbol genealógico de un Borbón. Teniendo en cuenta la inconmovible fidelidad de Ofelia, que siempre escogía al mismo compañero, toda aquella energía consumida en acecho, y luego, en piruetas y ladridos, habría podido considerarse un despilfarro si no fuera porque una vez la elección realizada los setters se volvían ansiosamente hacia las otras hembras y todas, hasta las que a duras penas se sostenían sobre sus patas, eran objeto de sus apremios y atenciones. O sea que Ofelia parecía destinada por la naturaleza a concentrar en sí misma el incentivo, motivación o anzuelo que lleva a los seres a reproducirse y eso, al margen de su voluntad y, por supuesto, de cualquier forma de conocimiento.

Observando a Dora habría podido afirmarse que una ignorancia similar le impedía darse cuenta de lo poco que tenía en común con la mayoría de las mujeres. Dora encontraba natural saberse deseada y se habría quedado boquiabierta si alguien se hubiese tomado el trabajo de explicarle que era sobre todo con el fin de verla que los muchachos del Biffi se encaramaban sobre el muro del colegio corriendo el riesgo de dejar las manos en aquella barrera de vidrios. Para Dora eso, como los vagabundos que abrían su bragueta apenas la veían sola en el jardín de su casa, estaba en el orden natural de las cosas, más aún, debía de corresponder al pie de la letra a lo que su madre le decía sobre la naturaleza masculina por esencia corrompida y encaminada a sumir a las mujeres en la abyección. Pero hasta los catorce años, limitada a moverse entre su casa y el colegio, no había tenido oportunidad de conocer de cerca a ninguno de los individuos decididos a atentar contra su pudor, como tampoco, se diría más tarde Lina, le había sido posible precisar el origen de aquella turbación que la mantenía adormilada frente al pupitre mientras una monja escribía signos en un tablero y a sus oídos llegaba el enervante zumbido de las abejas. Sentada siempre junto a la ventana de la clase se distraía contemplando el patio con sus árboles inmóviles frente a una franja de cielo metálico y su mirada parecía nublarse, extraviarse entre imágenes que a lo mejor ni siquiera eran imágenes, sino algo que vagamente significaba espera y, en cierto modo, confusión. Su conducta, empero, no dejaba nada que desear: se mantenía en la postura correcta, copiaba con cuidado los garabatos que la monja de turno escribía en la pizarra, se levantaba en silencio cuando tocaba la campana y seguía la fila de alumnas en orden. En orden estaba en el refectorio y comía, iba a la capilla y rezaba: en orden y ausente. No estaba allí y hasta cabía preguntarse si había estado alguna vez en un lugar determinado. Parecía existir de otro modo, dentro de ella, escuchando, no una voz —sólo de tanto en tanto se tenía la impresión de que un sonido definido la alcanzaba— sino un murmullo quizás anterior al lenguaje humano, en el cual cada nuevo ruido era prolongación del precedente, y al paso de un avión en el cielo se sucedía un repentino soplo de brisas entre los árboles, una ráfaga de lluvia o simplemente algo más inaudible, más impreciso, como el crujido de una vaina reventando en el calor o la caída de una hoja que el sol quebraba.

Su abuela explicaba a Lina cómo Dora habría podido continuar así, no revelada, no descubierta, en aquel limbo de sensaciones que probablemente ninguna palabra conocida por ella lograba definir, hasta cuando doña Eulalia hubiese conseguido casarla, o sea, realizar la ceremonia a través de la cual le entregaría a un hombre su hija y su terror, como una granada destapada que con alivio se hace saltar a otras manos, si las monjas hubieran sido menos estúpidas y si la propia doña Eulalia, angustiada por la presencia de aquella criatura nebulosa y quieta, lo demasiado quieta y lo bastante nebulosa como para imaginar que su castidad podría ser resguardada mucho tiempo a pesar de su vigilancia, no hubiese tomado la decisión de hacerla trabajar en un kindergarten dirigido por una parienta suya, repitiéndose quizás, en medio de su consternada vacilación, que finalmente el ocio es la madre de todos los vicios. Y no era raro que así lo pensara, porque doña Eulalia pertenecía a una familia en la cual nadie había trabajado desde hacía quinientos años, siempre y cuando se entienda por trabajo utilizarlas manos para sembrar, recolectar o manejar cualquier instrumento destinado a transformar una cosa en otra con el fin de ganarse la vida. Ella y todos sus antepasados creían formar parte de una categoría especial de personas que por derecho propio y mandato divino estaban encargadas de hacer reinar el orden, con su ejemplo en tiempos de paz, y a fuerza de espadas y cañones si disturbios había. Tenían muy presente en la memoria haber venido de España, no como aventureros, ni siquiera como guerreros: ya en la época de la Conquista habían utilizado tanto las armas que gozaban de ciertos privilegios en la Corte y pudieron llegar o enviar desdeñosamente a sus seguidores y bastardos a administrar las caóticas provincias de ultramar. Sí, fue a título de inquisidores y oidores como desembarcaron en las ciudades más importantes de la Costa, y sus hijos adquirieron o se adjudicaron tierras labradas por esclavos, y sus nietos, durante los funestos días de la Independencia, debieron huir a Curaçao y allí permanecer hasta que la presencia de mejores vientos les permitió regresar a ocupar sus devastadas plantaciones después de haberse cambiado o alterado precavidamente el apellido. Pero tampoco entonces trabajaron. No por carecer de fuerza: aunque enjutos y dados a la meditación, casi al misticismo, conservaban la capacidad de hacerse obedecer de los hombres y a lo largo de dos o tres generaciones lograron conservar intacto mi patrimonio. El problema era que el mundo se transformaba y ellos no podían adaptarse a nada que significara evolución o cambio, a ninguna situación en la cual se alterasen los valores que desde mucho tiempo atrás les servían de punto de referencia, de espejo, donde encontraban y recomponían su identidad. Uno de esos valores los alejaba instintivamente del trabajo, siempre envilecedor, pero que en aquellas despiadadas tierras de sol, aguaceros y alimañas parecía disminuir a los hombres hasta consumir en ellos toda forma de inteligencia y dignidad. Y con tal de no traicionar sus principios, cedieron: poco a poco, de padres a hijos, se fueron preparando a declararse vencidos sin librarla batalla. Cuando los cambios que sufría la economía del país los colocaron frente a la necesidad de competir con comerciantes, políticos y contrabandistas presentaron silenciosamente su renuncia; silenciosamente y con orgullo, es decir, sin echar de menos en apariencia sus caserones abandonados ni las plantaciones que parcela a parcela iban vendiendo. Les quedó el recuerdo, no la nostalgia, y el recuerdo parecía suficiente para hacerlos caminar erguidos, mientras aquel mundo que sólo ellos veían desaparecía en el polvo, se derrumbaba a sus pies: eran señores. Por lo menos así lo creía doña Eulalia del Valle y así se lo había oído repetir más de mil veces Lina. De allí la imposibilidad de imaginarla haciendo trabajar a su hija en un kindergarten para disponer de unos pesos de más, aun si prácticamente bordeaba la miseria, porque doña Eulalia, por principio y tradición, consideraba la miseria preferible a cualquier forma de trabajo.

Su decisión debía estar asociada a la personalidad de Dora, aquella hija de sangre dudosa contaminada por siglos de desenfreno, por remotas lujurias de bailes y tambores y olores fuertes, que la negaba a ella —su pálida, ascética, desdibujada figura— y en la cual, sin embargo, ella había proyectado apenas la vio cumplir nueve años y empezar a florecer, a abrirse como una planta capaz de resistir la violencia de cualquier intemperie porque tiene las raíces clavadas en lo más profundo de la tierra. Al principio intentó con horror sofocar, contener o destruir aquella cosa inaudita que Dora rezumaba por cada poro de su piel: al no lograrlo, pues a pesar de fajas y vendajes los senos de su hija se erguían y sus

“caderas se redondeaban y la cabellera que le crecía a borbotones rompía la cintas de trenzas y colas de caballo, trató fascinada de hacerla suya: como una enredadera se le trepó al cuerpo y quiso respirar con sus pulmones, mirar a través de sus ojos, latir al ritmo de su corazón: escudriñó su cerebro con la misma enervada obstinación con la que registraba las gavetas de su tocador y leía las páginas de sus libros y cuadernos: la obligó a pensar en voz alta, a contarle sus secretos, a revelarle sus deseos: terminó por poseerla antes que ningún hombre, abriéndole a todo hombre el camino de su posesión.

[Continúa]

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Marvel Moreno. Foto: © Fina Torres, París.

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