Escribir sobre una hermana. Escribir sobre una hermana que ha sido asesinada por su exnovio, una madrugada de julio de 1990. Para la época en que Liliana fue atacada y asesinada, el feminicidio no estaba tipificado como tal en México. Había que esperar 22 años para que fuera llamado así y no apareciera como «crimen de pasión». Reseña de un libro que nos muestra la tragedia detrás de cada feminicidio.
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Por Nylza Offir García Vera* [Bogotá]
El domingo 14 de mayo de 2023 se celebraba en Colombia el día de la madre, uno de los días más violentos en Bogotá y el país según titularon los medios de comunicación. Al caer la tarde, era noticia nacional –aún más por las circunstancias y el lugar: un famoso centro comercial de la capital– el feminicidio de Erika Aponte a manos de su expareja, a quien ella, con inusitada valentía, había logrado dejar unos días atrás. Erika sabía que su vida estaba en peligro, pidió ayuda e hizo las denuncias del caso. Y sin embargo, su final no pudo ser más cruel y trágico: el hombre llegó a su lugar de trabajo, le disparó con arma de fuego y luego se quietó la vida.
En cuanto a Liliana Rivera Garza, la protagonista de la historia que escribió su propia hermana, no alcanzó siquiera a pedir auxilio. Su feminicidio ocurrió de madrugada, un lunes 16 de julio de 1990 en una colonia de la Ciudad de México. El crimen fue catalogado como homicidio simple, y nunca atraparon a su asesino: un exnovio llamado «Ángel».
En el libro, Cristina Rivera Garza, autora y hermana de Liliana, hace dos viajes: uno a la Ciudad de México, para averiguar por el caso veintinueve años, tres meses y dos días después de los hechos. La performance de Las Tesis, «Un violador en tu camino», resuena de manera decisiva en las primeras páginas de esta novela.
Para la época en que Liliana fue atacada y asesinada, el feminicidio no estaba tipificado como tal en México. Hubo que esperar 22 años para que fuera llamado así y no apareciera como «crimen de pasión». Al crimen de feminicidio también se le llamó alguna vez (¿o aún se le llama?): «
Andaba en malos pasos… o ¿para que se vestía así? O, algo debió haber hecho para acabar de esa forma… o, sus padres la descuidaron… Incluso, se le llamó: tomó una mala decisión, o, quizás se lo merecía».
El otro viaje de Cristina es el viaje de la Memoria: el de recuperar, poco a poco, los fragmentos de la existencia de Liliana hechos jirones por el tiempo. El de intentar armar un rompecabezas a partir de cartas y notas escritas por la misma Liliana e, igualmente, a partir de las voces testimoniales de sus padres, familiares, amigos y amigas y de los compañeros de carrera (Liliana estudiaba Arquitectura) que la visitaban para departir o estudiar en su pequeño apartamento, en la calle Mimosas 658 en Azcapotzalco (Ciudad de México).
Cuando Liliana paseaba por las veredas de la universidad, esbelta, con su chamarra negra y sus lentes dorados y redondos, todos podían coincidir en señalar lo siguiente: «Allá va una mujer libre».
Entre las descripciones de Liliana que prevalecen en esta polifonía están los adjetivos: tierna, solidaria, valerosa, muy inteligente y emancipada. Se suele decir que una mujer empoderada, segura y autónoma no se somete a relaciones desiguales, dependientes o violentas. Liliana parecía ser todo esto y sin embargo…
Es difícil aventurar explicaciones con la suficiente solvencia sobre las circunstancias particulares que se conjugan para que tenga lugar un crimen tan atroz y violento contra las mujeres, motivado además por un odio infinito (nunca será, ni habrá sido por «amor»); pero si algo me queda un poco claro con esta historia es que cualquier mujer, independiente de su estatus social o su capital cultural, puede caer en manos de un depredador. Por supuesto, hay factores más determinantes que otros (como por ejemplo la pobreza o la falta de libertad económica de la mujer), pero, en todo caso, para cuando la víctima logra darse cuenta, es muy difícil y a veces casi imposible, salir.
Liliana, al parecer, iba de salida, pero sus pasos no alcanzaron a llegar a la puerta de escape (si es que la había). Una vez la mujer toma la decisión de dejar a esa pareja, los primeros tres días y luego los tres primeros meses son los más riesgosos para su vida; eso arrojan los datos.
El pronóstico se cumplió en Colombia con Erika Aponte y en México con Liliana Rivera Garza. Imagino el tamaño del dolor de la madre de Erika, tanto como los lectores de este libro podemos imaginar la forma que adquiere esa tragedia en el cuerpo de su hermana Cristina (el cuerpo que siempre se entera antes que nosotros) y que se describe así, en la narración:
«el dolor es informe, no es grito ni alcanza a ser aullido… Alguien cae con el peso del cuerpo al piso y se hace bolita. Alguien se agarra con ambas manos su abdomen, esconde el rostro y suplica, sobre todo eso, suplica y suplica y suplica que no sea cierto, que no sea verdad, que esto no esté pasando…».
Pero todo es verdad, todo está pasando y es real, como real fue la oscura madrugada de Rosa Elvira Cely, caso que permitió tipificar en Colombia el delito de feminicidio en 2015. En 2022, en Colombia se presentaron más de 600 feminicidios. En México, la cifra es casi cinco veces superior, 3500 feminicidos cada año, desde 2018, 300 mujeres al mes, 10 cada día. Una cifra insoportable.

El invencible verano de Liliana, dice su hermana Cristina Rivera Garza:
«está escrito para celebrar el paso por la tierra de una mujer brillante y audaz, que, sin embargo, no encontró el lenguaje necesario para identificar, denunciar y luchar contra la violencia sexista y el terrorismo de pareja que caracteriza este tipo de relaciones patriarcales. Y para decir, claro que sí, lo vamos a tirar. Al patriarcado lo vamos a tirar».
Las muertes de estas mujeres son inapelables y definitivas, pero la lucha por hallar esas puertas de salida y encontrar el lenguaje para no seguir callando, es quizá la pequeña luz que libros como este encienden, en medio de las más absolutas tinieblas que deja este ignominioso delito.
El invencible verano de Liliana
–Fragmento–

“¿Por qué me tardé tanto? Pasan tantas cosas en treinta años. Pasa la muerte, sobre todo. No deja de pasar. La muerte de miles y miles de mujeres. Sus cadáveres aquí, rondando. Atrás del hombro. En los pliegues de las manos, que se aprietan. En la comisura de los labios. Atrás de las rodillas, cuando se flexionan. Pasan aquí, al lado, a mi lado; no dejan de pasar. Sus imágenes en los papeles que cubren los postes de la luz, en las páginas de los diarios, en los reflejos de todos los aparadores y las ventanillas: los rostros que tenían antes del crimen, antes de la venganza o el soborno, antes del amor. El tiempo se agolpa y se contrae. Luego se distiende otra vez. Un año. Tres años. Once años. Quince años. Veintiuno. Veintinueve. Luego se contrae de nueva cuenta. Estamos siempre en el mismo punto del inicio: los pies adheridos a un duro pegamento hecho de duelo y de culpa mientras el cuerpo se estira, horizontal, hacia un asomo de secuencia. La emoción es la misma: ni se refina ni madura ni se aquilata. Agacho la cabeza y miro el borde perfectamente horizontal del escritorio por el que pasea con gran lentitud, con toda la parsimonia del mundo, la yema del dedo índice. Suspiro, derrotada. ¿Quién tiene derecho a decidir cuánto tiempo es mucho tiempo y cuánto es poco?”.
“¿Se puede ser feliz mientras se vive en duelo? La pregunta, que no es nueva, surge una y otra vez durante esa eternidad que es el quebranto. Se habla mucho de la culpa, pero no lo suficiente de la vergüenza. La culpa del sobreviviente puede atraer una sospecha acaso saludable, un titubeo incluso razonable, acerca del placer, del gusto, de la compañía. La vergüenza es una puerta cerrada a piedra y lodo. Pocas actividades requieren más energía, tanta atención al más mínimo detalle, como odiarse a sí mismo. Es una tarea milimétrica. Agotadora. De tiempo completo. Durante los primeros años de su ausencia, cuando los años se fueron acumulando uno sobre el otro y todavía era imposible siquiera pronunciar su nombre, fue fundamental prohibirse cualquier actividad que pudiera interrumpir la danza de la vergüenza y el dolor. Una ceremonia muchas veces repetida. Algo acaso religioso. Nunca es una decisión consciente, pero sí es brutal. Ahora, a medida que nos internamos en el restaurante, cuando ya estamos a la mesa y empiezan a llegar las viandas, ese viejo resquemor vuelve. ¿Tengo derecho a degustar este queso fresco, esta flor de calabaza, esta salsa verde, esta salsa de chile de árbol? ¿Puedo, en realidad, permitirme el placer de este fideo seco, este pulpo asado, esta agua mineral muy fría? Los alimentos, como antes, se esparcen por la boca y se atoran en la garganta, pero a diferencia de veintinueve años atrás, he aprendido a masticar concienzudamente cada bocado y, entre plática y plática, he logrado disciplinar el maxilar, la faringe, el esófago. A hora sé esperar a que los jugos gástricos degraden los alimentos poco a poco, concienzudamente, hasta formar el quimo. A hora eructo, con recato. Esto es comer. Esto es tomar la decisión de seguir buscándote”.
“Vivir en duelo es esto: nunca estar sola. Invisible pero patente de muchas for mas, la presencia de los muertos nos acompaña en los minús culos intersticios de los días. Por sobre el hombro, a un lado de la voz, en el eco de cada paso. Arriba de las ventanas, en el filo del horizonte, entre las sombras de los árboles. Siempre están allá y siempre están aquí, con y adentro de nosotros, y afuera, envolviéndonos con su calidez, protegiéndonos de la intemperie. Éste es el trabajo del duelo: reconocer su presencia, decirle que sí a su presencia. Siempre hay otros ojos viendo lo que veo e imaginar ese otro ángulo, imaginar lo que unos sentidos que no son los míos podrían apreciar a través de mis sentidos es, bien mirado, una definición puntual del amor. El duelo es el fin de la soledad.
Feminicidio
“El feminicidio no se tipificó en México sino hasta el 14 de junio de 2012, cuando el Código Penal Federal lo incorporó como un delito: “Artículo 325: Comete el delito de feminicidio quien prive de la vida a una mujer por razones de género”. A gran parte de los feminicidios que se cometieron antes de esa fecha se les llamó crímenes de pasión. Se le llamó andaba en malos pasos. Se le llamó ¿para que se viste así? Se le llamó una mujer siempre tiene que darse su lugar. Se le llamó algo debió haber hecho para acabar de esta forma. Se le llamó sus padres la descuidaron. Se le llamó la chica que tomó una mala decisión. Se le llamó, incluso, se lo merecía. La falta de lenguaje es apabullante. La falta de lenguaje nos maniata, nos sofoca, nos estrangula, nos dispara, nos desuella, nos cercena, nos condena”.
Penguin Random House Grupo Editorial, enero 2021.
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Nylza Offir García Vera es profesora asociada de la Universidad Pedagógica Nacional. Licenciada en Pedagogía, especialista en Enseñanza del Español y la Literatura, magíster en Educación y Doctora en Educación por el Doctorado Interinstitucional con una tesis en torno a la literatura colombiana y la memoria colectiva de la guerra. Se ha desempeñado profesionalmente en todos los niveles educativos: educación preescolar, básica primaria y básica secundaria, y desde 2004 se desempeña como profesora e investigadora de la Facultad de Educación de la Universidad Pedagógica Nacional, en las áreas de lectura y escritura, pedagogía y lenguaje. También ha estudiado los vínculos entre formación de maestros, cultura académica y prácticas lectoras y escriturales. Sus últimos trabajos exploran la relación lectura literaria, educación y memoria.
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