«Las Travesías»: una novela sobre la intimidad de las violencias


¿Cómo se entrecruzan las historias de nuestros abuelos y antepasados con la historia de nuestro país? Luego de contar un relato inspirado en sus memorias de infancia y en su cuadra, el escritor Gilmer Mesa ha publicado Las Travesías, una novela en la que, como comenta el autor de esta reseña-entrevista, «el caudal de la violencia arrastra la voz del narrador».

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Por César Augusto Jaramillo [Medellín]

Las Travesías (Penguin Random House, 2021) es una historia para sentir cansancio al caminarla; las imágenes de conflicto armado agotan el espíritu y traen cierto dolor físico, como malestar entre las articulaciones. Se trata de leer, detenerse, respetar el metabolismo difícil que exige un libro de estas proporciones. 

La novela nos lleva a la vida de una familia, que inicia cuando Cruz María García –bisabuelo del autor, Gilmer Mesa– vuelve de la guerra y, con un grupo de colonos, su esposa y su cuñada, se instalan entre las montañas del norte de Antioquia a empezar un hogar, a tener familia, regar la semilla y cosechar la tierra; allí funda la finca Las Travesías.

Hasta aquí va un resumen del ideal de vida campesina a inicios del siglo XX en Colombia. Con su mujer, Mercedes, Cruz María tiene seis hijos, pero en lo que para él representa la normalidad de un amorío por fuera del matrimonio, divide su prole con la hermana de Mercedes, Carmela. Para los lectores comienza la historia genealógica representada en los hijos e hijas de Cruz, en su descendencia y en los males que van llegando como consecuencia del pasado de Cruz –ser hombre de la guerra, un combatiente que huye de los fantasmas–. Seguiremos entonces la venganza de sus antiguos enemigos del partido contrario, la codicia de los pretendientes de sus hijas que buscan terrenos con sed de dominio, la ruina de la guerra, la descarga de rencores mezquinos sobre las mujeres y los hilos invisibles que mueve el poder desde un trono lejano. 


En un evento sobre periodismo y memoria, la periodista y ex comisionada de la verdad Martha Ruiz –quien ha cubierto el conflicto armado en Colombia durante cerca de dos décadas desde diversos medios de comunicación como las revistas Cromos y Semana, especialmente en temas como su impacto y la expansión rural–, hizo la siguiente afirmación sobre las formas de documentar la guerra:

“En el periodismo seguimos atrapados en el acontecimiento. Entonces la narración de la transición, del conflicto o de la realidad es como una cantidad de fotogramas que no logran contar la película”.

¿Podemos escribir algunas historias reales del conflicto armado de Colombia –sus dimensiones temporales, humanas, espaciales–, solo con los acontecimientos matizados por una u otra versión, uno u otro dato, algunas noticias o recortes de archivo? En la historia de las violencias humanas, el hecho aislado resplandece en ocasiones con luz propia, se eleva por encima del relato al que pertenece para hacerse un poco incomprensible, casi convertido en mito para la consagración. 

La pregunta va con intención: un poco de ficción podría darnos conectores entre los hechos, rellenar grietas, envolver con más humanidad el mapa de emociones sin dramas facilistas; sería posible –es una conjetura– tener una suerte de película que nos acerque más a la guerra, y que ella nos hable de sus razones y claves. Sin ser documentos históricos, libros como Los ejércitos, de Evelio Rosero, Cóndores no entierran todos los días, de Gustavo Álvarez Gardeazábal, obras escénicas como La Siempreviva, de Miguel Torres, o incluso el trabajo artístico de Débora Arango, han provocado conversaciones, inquietudes, incomodidades fundamentales para conmover con el relato. Y Las Travesías, como un catálogo de violencias en el marco del universo familiar, puede ampliar esta conversación y estas inquietudes. 


La tarde de sábado pasa templada. Estamos sentados en una mesa de una librería de Medellín, cercana al estadio de fútbol. Gilmer se fuma cigarrillo, toma Coca-Cola, marca con calma los gestos que anteceden sus respuestas en la entrevista. También sonríe cuando redondea una frase que le sale como las reflexiones de sus novelas: una voz gruesa que piensa y habla en lenguaje sencillo pero severo. “Yo tengo una relación extraña con la escritura: cuando empiezo la novela, lo hago con mucho ánimo, en la mitad ya estoy agotado, y al final hay cansancio. Me quito ese fardo que yo mismo me eché al hombro”.

¿Qué le incomodaba (que probablemente desarrolló con su primera novela, La cuadra, 2016) y lo llevó a emprender este relato?, le pregunto.

“Yo estoy convencido de que uno solo escribe sobre lo que le obsesiona –dice–, y yo tengo una obsesión con dos cosas en especial: con el mal en sus formas, y con el ser como somos (de dónde viene esa naturaleza). La pregunta de La cuadra está alrededor de un tema mío: la violencia que entra a la casa, es decir, me tocó directamente. Obviamente me increpó. Luego de la elaboración de esa pregunta en una novela, me surgió la misma amplitud: esto no es solo de un barrio, sino que todos compartimos un escenario sangriento y brutal, y pareciera que está en nuestra condición como país. Quise investigar eso y coincidió con una cantidad de historias que me contó mi madre; nosotros hemos estado sometidos a la violencia, pero un ‘nosotros’ de país, no solo de la familia». 

Por supuesto, viajar a la violencia para construir de ella una especie de retrato, requiere prepararse también para una inmersión exigente a la naturaleza de las personas que habitan el relato; lo personal se convierte en asunto cartográfico, porque la experiencia del individuo configura escenarios o distancias:

“Lo que más me interesa es la historia íntima, lo que le sucede a la persona de puertas para dentro. Hay narradores que toman un hecho muy truculento y desde allí crean la descripción; pero en mi caso voy más al hecho como punto de partida y luego cómo afecta la vida íntima de las personas. Ahora, hurgar en la intimidad de los personajes es también hurgar en la intimidad de uno mismo, ponerme en papeles que me permite el arte, desde odios, amores y reivindicaciones que no conseguiré en la vida real, pero que en la literatura es posible”.

“Lo que más me interesa es la historia íntima, lo que le sucede a la persona de puertas para dentro».

GILMER MESA

Y es que este propósito de hablar desde los universos privados es una herramienta poderosa: presenciamos en sus personajes una procesión de emociones que suelen desencadenar un hecho cruel, o en pocas ocasiones, respuestas de misericordia o amistad sincera.

En su soledad, Carmela –hermana de Mercedes, la esposa de Cruz María– reza para que otras maldiciones caigan sobre los demás: “Todos utilizamos las armas que tenemos a la mano –dice Gilmer–, y para alguien con mente muy llana, enseñada a obedecer desde la religión y a sentir culpa, la oración es el arma”. La violencia que desfila por todo el libro, es acá una combinación de piedad religiosa y rencor truculento: la intimidad de Carmela refleja los rasgos mezquinos que luego corroborarán sus palabras y sus actos; y Gilmer toma también el camino para leerse en cada página:

“Estamos inclinados a mirar por la ventana hacia fuera –señala–, pero con la literatura me interesa más cerrar ventanas y mirar espejos, empezar a verme a mí mismo, desenmascararme”.


“Nacer en un país como Colombia, con las condiciones que tiene, es innegablemente un sino trágico”, comenta Gilmer en nuestra entrevista. Y a la luz de la Historia es difícil argumentar lo contrario.

Desde la Independencia, y solo durante el siglo XIX, el país pasó por veintitrés guerras civiles entre nacionales y regionales; los proyectos políticos de liberales y conservadores marcaron los orígenes de una fractura que encontraba bases en las ideas de mercado, familia, religión o propiedad: comentaba David Bushnell (académico estadounidense y especialista en la historia de Latinoamérica) que algunos expertos explicaron la dicotomía como un conflicto entre “tienda” y “hacienda”, siendo liberales los representantes del interés comercial (y el federalismo y el país laico); y conservadores del interés latifundista de terratenientes (y el centralismo, la religión y la tradición secular). Sin embargo, el mismo autor afirma que “los partidos eran una de las pocas fuerzas unificadoras en una nación dolorosamente fragmentada geográfica y culturalmente”. 

Ser miembro o profesar la fe de alguno de los dos partidos era un asunto riguroso: significaba pertenencia y relativa protección o respaldo. Y los conflictos entre ambos, luego de la Guerra de los Mil Días (que enfrentó a guerrillas liberales contra el gobierno de la Hegemonía conservadora), nunca cesaron en realidad: hubo una paz ligera que no duró mucho. En 1928, la masacre de las bananeras marcó el quiebre del mandato conservador de más de cuatro décadas, y el ascenso de Enrique Olaya Herrera a la presidencia en 1930 supuso el inicio de un periodo liberal de poder, con traspiés y enemistades renovadas.

Llegaría el año de la explosión: 1948, la muerte de Jorge Eliécer Gaitán, y el punto de partida de La Violencia. Sin embargo, violencia siempre hubo: si bien al concluir la Guerra de los Mil Días en 1902 los liberales dejaron de buscar el poder por las armas –como señala el historiador Jorge Orlando Melo– siempre latía el corazón de la disputa, y la Constitución o el proyecto de nación que se pretendía, cada cierto tiempo arrojaba quejidos de enfermo acongojado: “la paz de los últimos años se había logrado a partir de un arreglo engañoso e inestable”. 

En las décadas siguientes serían otros los combatientes, pero en igual campo de batalla: Estado contra guerrillas, narcos contra Estado, guerrillas contra paramilitares, y en todos los enfrentamientos, pueblos inocentes entre la marcha de los ejércitos y los colmillazos enfurecidos de la artillería; incluso esta guerra particular trajo ataques de la misma fuerza armada estatal contra la población civil o los ciudadanos, y las alianzas entre militares y grupos ilegales.

En la conversación que tuvimos, Gilmer también se refiere al confuso catálogo de la guerra, que aparentemente ha estado concentrado en el acto violento y no en las explicaciones del significado:

“Estamos en una guerra sintomática. Los discursos son vacuos porque nos hemos enfocado en el síntoma y no en el símbolo, que al final tiene relación con la falta de oportunidades e igualdad de derechos”.

Todo lo que hoy se repite como en destino trágico, con o sin liberales, con o sin conservadores, con o sin guerrillas y paramilitares:

“Tuve la oportunidad de visitar unas regiones muy apartadas, veredas de Sabanalarga, Montebello, Vigía del fuerte, Murindó… veía que era lo mismo: un atraso de cien años. Si bien no viví la época que estaba narrando en Las Travesías, sí la viví en esos territorios al visitarlos. El siglo XX no se ha asomado por allá”.

El caudal de la violencia arrastra la voz del narrador de Las Travesías, que por momentos es palabra endiablada resistiéndose al exorcismo: frases extensas conectadas por comas, párrafos que mezclan descripciones y reflexiones circulares, o caminos hacia el pensamiento y la experiencia personal. El relato tiene ritmo propio y convence gracias a la palpitación ebria de imágenes fuertes, que suelen llegar con ruido y furia. Acudimos a la violación masiva, el asesinato brutal, a la venganza sedienta y a las consecuencias del rencor, en una lectura que pretende incomodar por su respiración entrecortada, como quien acaba de presenciar el horror y necesita soltar la historia con prisa para tranquilidad propia.

El narrador de Las Travesías relata a ritmo veloz; pero más que veloz, podemos decir que ansioso: tiene consciencia de la medida finita del tiempo, y debe liberarse de un relato contra el reloj, contra el olvido, o al paso sincronizado con los fantasmas que pueblan su testimonio: “Con cada renglón se va consumiendo mi tiempo, como los segundos en un agónico cronómetro de bomba”, dice, casi al final de la novela, como constancia de la tarea cumplida.

Gilmer hace énfasis en esa oralidad que va luego al esfuerzo del papel: “Yo tuve la suerte y la fortuna de crecer en un barrio popular de Medellín –Aranjuez–, y ahí la gente es muy hablantinosa. (…) Lo he intentado: imitar esa palpitación del ritmo que tienen las historias, el barrio, y que a la vez tienen mi mamá y su talento para contar historias, sin que se lo proponga. Lo he intentado en la escritura, guardando, claro está, de conservar un espacio literario en el que se sustenten esas voces”. 


“Nos están matando”, dicen personas en medio de marchas y en mensajes de cartel. “Llevamos siglos matándonos unos a otros”, se escucha en conferencias y manifiestos. No obstante, vivimos todavía. Para muchos colombianos la guerra ha sido un susurro distante: es aquello que pasa en pueblos lejanos –castigo, acaso–, el destino del que a hierro mata; las masacres, las violaciones, el desplazamiento, las ejecuciones perpetradas por militares, guerrilleros o paramilitares han hecho parte del folclor natural de la nación. Todo se mueve, y el cuerpo olvida el dolor. Sin compasión, el discurso que intenta ser compasivo ante los demás hace agua con facilidad, expone la cosmética: es falso y falso se ve. Pero para acercarnos a la compasión hay literatura, hay cine, hay pinturas, hay novelas gráficas y teatro. En nuestra conversación, Gilmer desenvuelve una verdad: “Yo me he sentido mucho mejor en la vida con Dostoievski o Rulfo, que si no existieran”.

Posiblemente en la obra del artista, como un personaje más, nos podamos leer como centro del terror: gracias a las letras veremos desde una finca llamada Las Travesías, cubierta por la selva y el ruido de la noche animal, a hombres que vienen por nosotros, armados hasta los rencores con mirada salvaje de cazador. Nuestros ojos son los ojos de Cruz María, su esposa, sus hijas, sus nietos. Vienen a matar, nos están matando. Hasta que cerremos las páginas del libro, estaremos temblando de pavor ante la muerte que anochece todos los días en otro mapa, en otro cuerpo, en otra historia. 

Las Travesías
–Fragmentos–

[Carmela] estaba más confundida que nunca, frustrada, no sabía cómo desenredar la trenza en que se habían metido, y como siempre que su mente se embrollaba sólo encontró una manera de apaciguarse, rezando y odiando. Ambas actividades le brindaban consuelo, con la primera conjuraba sus culpas y con la segunda las justificaba, de manera que obligó el rezo mecánico y el odio cerril contra todo lo que se le impusiera a su nueva vida como forma de mantenerse a flote, hay personas que entienden lo gravoso y equivocado de su andar cuando van a mitad de camino y prefieren sucumbir completando el trayecto que devolverse. Carmela desterró cualquier asomo de culpa o conmiseración y transformó su frustración en odio, la oración y el rencor los podía ejercer en solitario y sin la anuencia de nadie y con eso tal vez conseguiría atraer a Dios y a Cruz a su causa y borrar todas las faltas del pasado para instalarse con su amor y sus hijos en un futuro inmaculado de ayeres y culpas.


(…) Sintió que con eso llegaba el fin, lloró sin pausa desterrando esperanzas, no se quejaba, no sabría de qué ni con quién, sólo lloraba el llanto seco de los desahuciados del alma, de los que la vida deja yermos, de los insuficientes al sentimiento que les queda, hay personas que aguantan lo indecible con estoicismo y entereza y aparentan que nada las va a tumbar pero en el fondo lo que han hecho es permanecer enquistadas en una ínfima isla de esperanza aguantando como náufragos que se aferran a una astilla quebradiza, pese a toda su fortaleza hay un momento en que el tarugo cede y se vienen abajo, llegan al fondo directamente y su caída es inapelable y profunda, para Mercedes eso fue la partida de su hija, con ella se le vinieron encima las dimensiones reales de su tragedia, tenía otras hijas por las cuales seguir, dos propias y una ajena que era tan propia a estas alturas como las emergidas de su vientre, pero eran insuficientes en ese momento. 


En ese momento deseó parar todo, un fin no sólo para la escena que se desarrollaba disociada a su alrededor sino para todo en general, su vida, la que se había impuesto, un silencio torpe y quedo se apilaba en el aire barriendo de bullas lo que sucedía en su cabeza, el tiempo detenido cobraba forma de dimensión, como si fuera palpable, a su boca subió un sabor a fierro, que se quitó echándose un trago largo de licor de su cantimplora, y con un gesto minúsculo salido de las entrañas desató el exterminio. 


Extrajo también un pequeño espejo al que enfrentó su semblante, hacía mucho tiempo no se contemplaba y lo que vio la estremeció, estaba marchita y gris, como si la juventud se le hubiera escondido en los pliegues con que la tristeza historiaba su rostro, entendió que ser joven es ser feliz, de manera que ella era una anciana de apenas dieciocho años, no quiso mirarse más en el vidrio pulido, lo arrojó con rabia de nuevo al baúl, sacó una peinilla y se compuso el pelo de memoria terminándolo en una cola que se agarró con una cinta y así salió a enfrentar el destino que le llegaba a su casa en forma de pasado.  

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Escrito por

Comunicador social-periodista de la Universidad de Antioquia, y estudiante de Historia en la misma institución. Profesional de la Corporación Picacho con Futuro, organización de la Comuna Seis de Medellín.

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