La cuadra es el título de la primera novela del escritor antioqueño Gilmer Mesa. La obra cuenta las memorias de infancia y juventud de un chico que creció en el barrio Aranjuez de Medellín en la década de los años ochenta y noventa, durante el auge de la banda Los Priscos, brazo armado del Cartel de Medellín. En esta entrevista con César Jaramillo, Gilmer Mesa –licenciado en Filosofía y letras de la Universidad Pontificia Bolivariana, donde actualmente es profesor–, cuenta cómo comenzó a escribir esta novela, cuál es la relación entre su literatura y la música salsa, su conexión con su barrio, la memoria que existe sobre la ciudad y la importancia de la honestidad a la hora de crear. Lee también una reseña de La cuadra.

––Gilmer, iniciemos contando algo sobre los orígenes de La cuadra, y las diversas formas de violencia que allí encontramos.
Empecé a escribir algún día sobre uno de los personajes, Kokoriko, que incluso me había enloquecido por su maldad, y comencé un cuento sobre él. Cuando llevaba tres hojas me di cuenta de que era el momento de hacer la novela. Ahora, cuando llegué al capítulo cuarto –El revolión– no tenía definido si hacer la novela en primera o en tercera persona. Me pareció que era necesario en primera como una manera de responsabilizar a los personajes de la historia, y al autor mismo, por las formas oscuras con que se atacan a las mujeres en esta ciudad.
Cuando escribo nunca tengo respuestas, tengo preguntas abiertas, porque trato es de entender. En la cabeza me ha dado vueltas mucho tiempo la violencia, y esa contradicción respecto a las mujeres. Los hombres en la guerra se matan pero las mujeres son usadas como armas.
En la dinámica hostil de Medellín uno podría echarle parte de la culpa a algunas madres: la madre ha patrocinado esa idea de que somos los más bonitos, los más poderosos, y ahí creamos un vínculo de absoluta veneración, pero a la vez, en la formación del mito materno, ellas ‘pordebajean’ a las demás mujeres. Uno crece con el sentido siniestro de que las mujeres le pertenecen.

––Este relato es sobre Medellín, es decir, sobre la casa, la esquina, el barrio. Que sea una historia tan personal, ¿cómo incide en la dificultad o la facilidad para contarla?
–Creo que el arte verdadero es un arte de interiores. Hace poco estuve en la Feria del libro de Cali, y en un momento le preguntaron a Jorge Volpi cuál era su intención con su más reciente libro Una novela criminal, y él respondió que contar la historia del siglo XX. No se puede decir que el hombre no tiene ambiciones, pero no creo mucho en ese arte de exterior.
Contando la historia de su familia y de su barrio uno está también contando la historia del país. Todo acto creativo es complejo, pero el que me interesa es el personal. De hecho los griegos contaron todo sobre la condición humana, y lo demás lo escribió Shakespeare. Además, no le creo mucho a la excesiva construcción literaria. A esas creaciones truculentas o puntos de giro muy cinematográficos. Creo que falta sustancia y diálogo real de la gente, y que además te convenzan de lo que están hablando. A los barrios los han contado desde otras esferas, con voces que suenan calificadas pero que carecen de lo elemental.
Personas como yo buscamos ser mejores, lograr lo que podamos lograr conservando el vínculo con esa idea de la cuadra. Las grandes historias que me contaron, me las contaron en la esquina. Los amigos, la seriedad, todos esos términos relacionados a la lealtad y al honor los aprendí en la calle, y jugándomela día a día con las amistades del barrio, que son la otra familia que tenemos desde la infancia. El barrio me dio las cosas más esenciales, y me quitó otras, como mi hermano, que era la persona más importante en mi vida.
––Este tipo de literatura que conmueve, pero que a la vez construye una memoria del conflicto, ¿tiene alguna función social, es decir, le apunta a algo más allá del ejercicio de lectura?
–No creo que el arte tenga alguna función social específica. En realidad el arte es un testimonio sobre tu paso por la vida, cómo te relacionaste y con quién lo hiciste. Si ya luego alguien quiere promover una consciencia particular con ese material, me parece estupendo, pero es otra dimensión más allá de la creación en sí.
Uno entiende más el alma humana leyendo a Dostoievski que leyendo a Freud, y dudo que su objetivo haya sido el gran arte revolucionario que terminó siendo. Voy a decir algo que es difícil de probar, pero que creo verdadero: nadie que consuma arte es totalmente insensible a los dolores que suceden en la ciudad; la creación artística nos emparenta desde lo humano.
––A la hora de sentarse a escribir esta novela, ¿qué fue lo más primordial, lo que no podía perderse en ese trabajo de escritura y de memoria?
–A la hora de crear, lo único que debe tenerse como principio es la honestidad. En mis historias puedo ser honesto. Hasta se puede escuchar en la música: uno sabe cuándo los grupos están relatando la ciudad y son honestos en esa labor. Lo sé por la salsa, por el tango o por grupos más recientes como Alcolyricoz (banda de hip-hop- nacida en Aranjuez a finales de los noventa).
La música es el arte supremo, y en gran medida es porque sin música es muy difícil vivir. Tenemos música en los buses, en los diciembres, en el momento de trapear la casa, pero la música va creando un imaginario con el que crecemos. En los barrios populares no tuvimos ninguna cercanía con otro tipo de arte: en las películas las madres les leen cuentos a sus hijos antes de dormir; nosotros en Aranjuez poníamos Latina Estéreo. Yo conocí mucho del mundo por Rubén Blades, un narrador impresionante, o Tite Curet Alonso, y gracias a mi papá me apasioné por la literatura de arrabal presente en los tangos. Quien quiera hablar de la historia de esta ciudad tiene que hablar de sus músicas.
––¿Hoy cómo es esa ciudad que conoces y que también puedes leer?
–En Medellín faltan los procesos reales. No tenemos una concepción de pasado. El pasado más remoto que tenemos es el diciembre que fue, y el futuro es el diciembre que vendrá. Se nos hace difícil vernos en 20 años, y por ende es más difícil hacer lectura de los 200 años que han transcurrido de vida republicana. Y ahí es cuando perdemos la memoria.
Como resultado, tenemos una imagen de postal inmediata, pero la ciudad que nos peleamos es muy diferente. Ya lo explicó Zizek respecto a las diferencias entre el símbolo, el síntoma y el símbolo: el síntoma es aquello que se niega a ser símbolo. Se repite constantemente o hay un interés en que no se vuelva símbolo. Por eso nuestra violencia es sintomática, es repetitiva, y además hay interés en ocultarlo todo. Peligroso es que sólo se cuente lo que el Estado quiere contar. El arte verdadero no debe tener vínculos con el poder, porque además no debe demostrar sino mostrar.
Lee también ‘La cuadra‘, una novela de barrio que es también una historia del país, una reseña sobre la obra de Gilmer Mesa.
Para leer La cuadra puedes:
–Buscar esta novela en tu biblioteca más cercana. Si no está disponible, consulta por el servicio de préstamo interbibliotecario.
–Adquirirla en las principales librerías del país.
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