“Hasta que el último cofán viva, seguiremos bailando”. Un viaje al Carnaval del Chontaduro


Cada año, las comunidades indígenas cofanes en Putumayo, Colombia, y el norte de Ecuador se encuentran para celebrar la cosecha del chontaduro. ¿Por qué es importante esta fiesta para ellos? El antropólogo y magíster en escrituras creativas, John J. Osorio, comparte en esta crónica sus impresiones del viaje.

Por John J. Osorio*

Los pasados 24 y 25 de febrero –días previos al «miércoles de ceniza»–, se celebró en el resguardo indígena de Santa Rosa del Guamuez, Putumayo, el Carnaval del Chontaduro del pueblo cofán. Mientras en el resto del mundo se celebraban los famosos carnavales de Venecia, Río de Janeiro, Colonia o Barranquilla –siguiendo una tradición antiquísima, que se remonta por lo menos a la Edad Media–, el carnaval de los cofanes sucedía en una soledad casi absoluta.

La fiesta del chontaduro celebra la cosecha de este fruto selvático y marca el inicio de un nuevo ciclo de vida para los indios cofanes. Se trata de un festejo atravesado por los sonidos del cuerno, las dulzainas, los bombos y los cascabeles, que acompañan el baile rítmico de los danzantes.

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El guarapo y las bebidas fermentadas de yuca, chontaduro, plátano y maíz –que celebran la fertilidad de la tierra–, se empiezan a preparar días antes. El domingo previo a la celebración se sacrifican, también, dos reses: una manera de festejar la abundancia en tiempos en que la carne de monte es escasa (¡sobre todo porque ya no hay monte!).

Por los días en que la chicha todavía se fermentaba –ya no en el vientre de vasijas de barro, sino en cantinas metálicas–, llegué a Santa Rosa del Guamuez con equipos para documentar el carnaval y realizar algunas entrevistas. El día que comenzaba la fiesta había quedado en ir temprano a la casa del abuelo Braulio para conversar. Cuando llegamos a su finca, en uno de los extremos del resguardo, el abuelo estaba tocando el bombo y cantando en cofán, su lengua, en una de las habitaciones interiores.

Saludamos desde el patio, con el respeto tímido de quien irrumpe en un recinto sagrado. El abuelo nos respondió asomándose desde lo alto de su casa –que espera las crecidas del río parada en estacones– y vimos que llevaba puesto su atuendo tradicional: un camisón azul rey hasta la cadera, y de mangas cortas (que en cofán se llama cushma), un pañuelo rojo anudado al cuello, collares de dientes de tigre y chaquiras de colores, un jean y unos tenis negros. Con él iba la abuela Marcia, su esposa, que llevaba su vestido tradicional en una bolsa plástica de un almacén del municipio de La Hormiga: una pollera azul y roja con boleros . Se veían contentos, con ganas de bailar y tomar chicha.

Llegamos a la caseta comunal a eso de las once de la mañana, después de grabar la entrevista. Adentro tocaban música tradicional y bailaban en caracol, los hombres por fuera, las mujeres por dentro, en una espiral que se envolvía y se desenvolvía sobre sí misma.

Ahí estaban el gobernador del cabildo, el alcalde mayor, los punteros del carnaval y, por supuesto, las abuelas y los abuelos, mayoras y mayores del pueblo cofán. El guarapo empezaba a animar los cuerpos, los hombres hacían sonar sus collares de cascabeles, soplaban las harmónicas con fuerza, mientras las mujeres tocaban los bombos. Los comuneros se congregaron poco a poco en el amplio salón. A las doce dieron la orden de que todo el mundo almorzara para empezar a las dos con el recorrido. Me empetaqué de pescado guisado con arroz y yuca, ansioso por ver lo que sucedería esa tarde.

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Bailar para darle la vuelta al mundo

Caminamos en dos filas por entre un arco de palmas del que colgaban racimos de chontaduro, dando la bienvenida a la fiesta. A un lado los hombres, al otro las mujeres. El ambiente era caluroso y vivo, la música tradicional invitaba a la danza. Nos enrumbamos por una trocha antigua, tapizada con listones de madera. Mientras caminábamos, la música no dejaba de sonar. Rodeamos el pozo petrolero que está dentro del resguardo –conocido como el martillo– y llegamos a la vivienda de la primera anfitriona. Rehicimos las filas antes de subir los escalones hasta el tablado de la casa, y a la entrada nos ofrecieron vasos de guarapo.

Soplaron de nuevo el cuerno de vaca, invitando al carnaval, y la gente empezó a bailar, otra vez en círculo, contra el piso de madera que retumbaba bajo los pies de los danzantes, amenazando con derribar la construcción. Allí estuvimos un buen rato, mientras nos repartían anduche (chicha de yuca) en vasos de plástico. En algún momento me quedé mirando a los cofanes, que parecían uniformados en sus vestidos típicos. Después seguimos para la casa de la abuela Ignacia: su chicha es célebre por surtir un efecto mágico en todo el que la bebe. Allá bailamos otro rato: de nuevo un caracol que iba y se devolvía y bebía chicha y guarapo en iguales cantidades.

Sentí vergüenza de registrar a la gente en su festejo, como si a los blancos nos grabaran fiesteando, pero era importante conservar una memoria de la fiesta, para que se mantenga viva. De lo de la abuela Ignacia caminamos un buen rato hasta la casa de don Rómulo: había que recorrer todo el resguardo, anunciar que habían comenzado los carnavales, convidar a la gente, impregnar el territorio de guarapo y de celebración. Esa era la manera de comenzar la fiesta, regándolo todo con chicha, ese licor incubado por la tierra. Había que fecundar, fertilizar de nuevo, para que continuara la vida. Otra vez, el ciclo reiniciaba, bailamos en espiral y volvimos a beber chicha, esta vez de plátano, y visitamos otras dos casas antes de regresar al salón social para seguir bailando.

La danza, el canto y la borrachera nos sumían rítmicamente en un estado de celebración que convertía la fiesta en rito; el mareo dulce del guarapo calentaba el cuerpo mientras la chicha nos inflaba la barriga. Había que bailar para mover el mundo, darle su impulso, para que el otro año retornen las cosechas y los nacimientos; retribuir a la madre tierra con los frutos que ella misma nos da, pidiendo que el año próximo nos vuelva a bendecir con abundancia. El carnaval era un ritual de acción de gracias y a la vez una invocación de tiempos prósperos; participar de la fiesta era ejecutar una ceremonia –con toda la seriedad que eso implica–, y aunque por momentos me sentía fingiendo, participando de una parodia, sabía que lo único importante era bailar, seguir bailando para que el mundo no se detuviera, concentrarme en la música y participar de esa experiencia redundante del éxtasis colectivo, de la alegría que se contagiaba entre los danzantes. Ese día bailamos hasta la media noche.

Hermanos ecuatorianos

El martes temprano la gente volvió a reunirse en la caseta para esperar a los cofanes que venían del Ecuador. Su pueblo, que no reconoce fronteras porque el monte es uno solo y la gente una sola también, vive entre los territorios de ambos países, aunque los del otro lado no han sufrido la violencia y las fumigaciones que han vivido los de acá.

Y la celebración continuó. Volvieron a hacerse dos filas –una de hombres, una de mujeres– para recibirlos con chicha, guarapo y música tradicional. Los gobernadores de ambos lados se estrecharon las manos y, después de las formalidades, todo el mundo volvió a bailar en espiral, yendo y volviendo, yendo y volviendo. Desde la caseta salió una procesión hacia el polideportivo techado que se construyó hace un tiempo en el resguardo. Allí estaba preparada una tarima con las banderas de Colombia, el Putumayo y el municipio del Valle del Guamuez, una pancarta donde estaba escrito Ñutse Napifa Apichakhu Khankhenga A’i (Bienvenidos a Santa Rosa del Guamuez, gente cofán); y un potente sistema de sonido. Todo estaba listo para la gran celebración de esa noche.

Era martes por la tarde y todavía quedaban muchos litros de guarapo. La fiesta estaba garantizada. Del Ecuador habían venido dos bandas musicales, Api y Yuri Tsampi, que cantan en lengua cofán mezclada con instrumentos modernos, produciendo ese ritmo típico y pegajoso de las cumbias amazónicas. En la cancha se armó un baile grande al que fuimos invitados los cocamas, palabra cofán para ‘blanco’.

Los bombos, los gritos de celebración, las harmónicas y los cascabeles repicaban con fuerza. En medio de la algarabía alguno de los punteros gritaba: ¡Viva el pueblo Cofán!, ¡viva nuestro carnaval!, y la gente respondía animada. De vez en cuando, encendida por el guarapo, se escuchaba la arenga: ¡Hasta que el último cofán viva, seguimos bailando!, y la gente bailaba con más fuerza. Había que bailar, seguir dando vueltas, para que, cambiando, la vida permanezca; para que, moviéndose, todo vuelva a su lugar. Esa exhortación, que era el lamento de un pueblo al que el mundo de los blancos condena a desaparecer, es también el grito de resistencia de quienes luchan por mantener sus formas de vida.

Esa noche bailamos las cumbias de la selva en medio del aguacero, las colillas y las latas de cerveza apachurradas. La energía eléctrica se interrumpió, pero pusieron un generador de combustible. Las bandas nos tuvieron despiertos hasta las cuatro de la mañana. La fusión del cofán, la batería, el teclado, las guitarras, y ese sonsonete fiestero de la música mestiza, eran la muestra de que la cultura se puede reinventar para seguir existiendo.

El llanto de las abuelas

Finalmente llegó el miércoles de ceniza, el momento de acabar con el carnaval. La fiesta es un mandamiento, y como mandamiento tiene reglas estrictas. Tanto es así que al que no baila, se le puya con ortiga. Pero el miércoles es día de penitencia, no se puede bailar más. Decía el abuelo Fidel que estamos hechos de polvo, y que al que siguiera bailando y bebiendo, Jesús le rompería las canillas.

A pesar de todo, ese día hubo música en la caseta y bebimos guarapo y cerveza desde temprano. Hacia el mediodía, el gobernador llegó con las cenizas bendecidas por el cura de La Hormiga. Las abuelas estaban allí reunidas y se les pidió que apagaran, con el guarapo sobrante, los dos fogones en los que durante esos días de fiesta se había cocinado para las decenas de celebrantes. Luego nos pusieron las cenizas en la frente, en señal del comienzo de un nuevo tiempo, el tiempo de reflexión que viene siempre después de la fiesta.

Las abuelas nos sirvieron la última taza de chicha de plátano y luego se les pidió que dijeran una bendición y se dirigieran al resto con algunas palabras. El primero en hablar fue el abuelo Virgilio y escogió para hacerlo el español, lengua que le fue impuesta en la escuela. Nos dio las gracias por no dejar morir el carnaval, por seguir bailando, por mantener viva su memoria, y dejó escurrir algunas lágrimas. El abuelo Virgilio habló en español, pero lloró en cofán, y ninguno de nosotros entendió su llanto. Después habló la abuela Angelina, en puro cofán, para que nos acordáramos de que una vez esa fue la lengua de su pueblo, el idioma en el que conversó con su familia y sus amigos, aunque muchos de los que estábamos ahí no le entendiéramos. Luego hablaron otras dos abuelas, en castellano, y el carnaval se apagó en sus voces junto con los últimos rescoldos de ceniza.

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* John J. Osorio es antropólogo y magíster en escrituras creativas de la Universidad Nacional de Colombia. Actualmente es gestor cultural en la fundación Carteros de la Noche y realizador de la serie radial Masticando la palabra: alimentos del pueblo cofán del Colectivo Popuña. Contacto: jjosoriog94@gmail.com.

A continuación, puedes escuchar el capítulo de El carnaval de la chicha y el chontaduro de la serie Masticando la palabra. En este capítulo se encuentra la participación del resguardo indígena del pueblo Cofán de Santa Rosa del Guamuéz, y la colaboración del Colectivo Malas palabras.

Escrito por

Casi siempre llevo una barba de dos semanas y el pelo revolcado. Soy distraído y se me olvidan las cosas. Me gusta escribir, pero a veces preferiría no hacerlo. Solo digo lo esencial. Para todo lo demás, me queda el silencio. Soy insustancial, vago, anodino, poco sociable. Fumo y veo series y leo novelas raras. No me gusta hablar de mí, ni mi oficio me define, aunque mi signo zodiacal sea determinante. Me gusta la fiesta, cocinar y escuchar música. Bailo mal y hago chistes de papá, pero lo disfruto. Viajo menos de lo que me gustaría. Creo que no tengo talento y soy desordenado. Escucho salsa, reguetón, postpunk y tango. Mi identidad es fluida como mis estados de ánimo. No hago terapia y sobrevivo mi rareza como mejor puedo. No soy de buena familia ni buena persona ni gente de bien. Construyo un país desde la imaginación porque no me gusta la realidad donde he nacido. Amo la poesía, el cine, la literatura, la pintura y la música, porque me salvan del aburrimiento y la miseria del mundo. Porque cuestionan y trastocan lo establecido como verdad y porque incomodan a los acomodados. Lo que escribo no es más que un golpe contra la pared.

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