Así comienza «Crecimos en la guerra», un libro de crónicas de Pilar Lozano


Para animar a la lectura de esta obra, compartimos aquí las dos primeras crónicas que la componen. Con ello, invitamos a Colombia a conocer y a solidarizarse con la compleja realidad que viven miles de niños y niñas en medio del conflicto armado. Esta lectura hizo parte del reto 10 libros en 2021.


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El 1 de abril a la 1:00 pm hora Colombia, desde Montenegro, Quindío, los niños Juan Pablo e Iván Andrés Zamudio leyeron en voz alta el comienzo de esta obra. Fue un evento bello y conmovedor. Aquí puedes verlo.

Crecimos en la guerra

Pilar Lozano

Así fue como dejé de ser niño

¿Sabe? Yo estaba mejor allá que aquí; fue lo primero que le escuché decir a Manuel la tarde que lo conocí. Su pantalón camuflado, su manera de sentarse desgarbada, su pelo al rape fueron las señales que me llevaron a identificarlo de inmediato como exparamilitar, en medio de una reunión de desmovilizados. Y no ocultó las razones de su malestar: allá tenía una familia, sueldo asegurado… Además, había llegado obligado a la desmovilización. Tenía diecinueve años. Desde ese día me empezó a contar, a retazos, su vida: la rabia por el abandono de su madre, las desgarradoras separaciones de su hermano; la violencia y la crueldad que conoció cuando apenas era un niño…

Entre mi abuela y mi tía me recibieron el día que nací. Fue en la casa de mis abuelos, una casa de madera, teja de cinc, piso de tierra y fogón de leña, acurrucada en medio de un montón de montañas. Una finca muy pequeña. Había yuca y plátano para consumo propio, un palo de naranjo que quedaba al lado de la casa y uno que otro árbol de guama. Lo demás era potrero para el ganado y un pedazo pequeño para el cafetal de mi abuelo. 


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Estuve con mi papá, o mejor, él estuvo con nosotros, hasta que yo tuve tres años. Es que mis papás vivían enredados en peleas de palabras. Mi papá consiguió una mujer y se fue. 

Quedó mi mamá. Como al mes, ella también cogió camino. Estaba en embarazo. Pero consiguió un señor y él la recibió así… 

Mi hermano y yo sentimos ese vacío: ¿Con quién íbamos a hablar?; ¿a quién le íbamos a contar las cosas? Pero quedó mi abuelo; pasó a ser papá y mamá. Mi abuela era una persona muy regañona y un poco alejada de nosotros. Siempre lo fue. En cambio él estaba pendiente de todo. 

Desde bregar a sacarnos al pueblo o traernos, cuando iba solo, así fuera un bom bom bum… Nos regalaba un poco de café para venderlo y poder comprarnos al menos una camisa. Nos llevaba a limpiar cultivos ajenos y nos enseñaba cómo desyerbar, cómo abonar. A mí me enseñó a querer a los animales, uno de ellos, él, su caballo. Como a los seis años me dejó ir solo, en Azabache a mercar al pueblo… 

Mi abuelo nos defendía de las palizas de mi abuela. Ella, muchas veces, intentó pegarnos por no ayudar a traer la leña seca para el fogón, o por irnos a jugar fútbol a la escuela. Llegábamos embarrados. Y, así, sucios, seguíamos jugando en la casa; eso no le gustaba. 

Mi mamá solo volvió al año, nos visitó como dos días y se volvió a ir. Nos llevó unos carritos. 

En el corregimiento no había Policía, no había nada; solo ellos, las Autodefensas. En la escuela se veía la ayuda que daban: se encargaban del mercado y de todo lo de la cocina. Teníamos desayuno y a veces hasta el almuerzo. Lo complementario, la colada, no faltaba. 

A una profesora no le gustaba que ellos llegaran armados. Y nos hacía mala cara cuando le pedíamos permiso para arrimarnos a hablarles. Pero nunca se dio un conflicto ahí en la escuela. Por la finca se veían mínimo dos veces por semana. Se quedaban cambuchando cerca al cafetal de mi abuelo. 

Andaban armados, como el Ejército; uno no notaba la diferencia, no sabía si eran buenos, si eran malos, qué hacían, qué no hacían…Yo solo me preguntaba: ¿por qué están ahí agrupados durmiendo en unas hamacas? Y creía: tal vez van de viaje.

Las cosas raras ya las vine a entender después: tenían sus calabozos en el caserío; encerraban ahí a los que habían robado, a los que se habían peleado con otros. Pero mi abuelo no nos dejaba acercar mucho. 

Un día, por casualidad, mi abuelo se enteró de una coincidencia: el comandante de las Autodefensas de la zona cumplía años el mismo día de mi hermano ¡Imagínese! Entonces él le presentó a mi hermano y le pidió colaboración. Le regaló un poco de plata. ¡Como 100.000 pesos! Una alegría muy grande para mi hermano: ¡poderse comprar ropa…!

Y ese cumpleaños fue con gallina. Para matar una en la finca era porque llegaba visita de lejos, por ejemplo mi papá, o uno de mis tíos. Pero era tanta la felicidad que ese día mi abuela dio permiso para matar una… Ni antes ni después vi una celebración como esa. 

Así fue mi vida hasta los ocho años. Tenía un solo sueño: crecer rápido para poder ayudar. Siempre me ha gustado la arquitectura. Diseñar o construir puentes para que el campesino pueda vender lo que produce. Porque cuando llovía solo quedaba el camino de herradura para sacar el café y el cacao, en caballos y mulas. 

¡Qué iba a imaginar que mi vida iba a cambiar!

Mis abuelos no estaban bien económicamente. Ni mi papá, ni mi mamá colaboraban. Un tío quería hacerse cargo de nosotros pero no podía con los dos. Tocaba uno solo y el otro quedarse con los abuelos para equilibrar la balanza. Pero a mi hermano y a mí no nos prepararon para la separación. 

Un día llegó mi papá y a la mañana siguiente me dijo: 

—Bueno, ¡alístese porque usted se va! 

—¿Para dónde? 

—Nos… nos vamos para la ciudad.

Y en menos de dos horas tuve que alistar lo poco que tenía. En una bolsa metí ropa, zapatos y cotizas…, los cuadernos llenos a medias porque era mitad de año y mis piquis. Sí, las bolas de cristal para jugar. Tenía siempre entre cinco y diez. Me las eché al bolsillo; era lo único con lo que uno se podía divertir. Mi favorita era la petrolera: al ponerla al sol se volvía oscura. Es la que vale más que todas. En ese momento no pensé que pocos años después me tendría que separar de ellas.

Fuimos todos al pueblo. Me subí con mi papá al jeep y me hice en la parte de atrás. Y vi cómo mi hermano corría y corría detrás cuando echó a andar despacito. Y yo escuchaba entrecortados sus gritos: —¡No se vaya! ¡Quédese! ¡Lo necesito!

Fue muy triste para mí; esa imagen se repitió en mi mente todo el camino. ¡Tener que dejarlo! Él me necesitaba y a la vez yo lo necesitaba… Es una de las escenas más dolorosas de mi vida de niño. Él tenía cinco años; yo ocho.

Como hermano mayor yo lo protegía. Sentía esa responsabilidad. Desde que se fueron mis papás cada sufrimiento de él era mío, cada alegría de él era mía… Recuerdo un día que fuimos solos a ayudar a limpiar potreros ajenos y nos pusimos a jugar con las hojas de una mata de ñame. Uno alza el machete, lo pone como en sentido horizontal y le pega con la hoja al machete. Entonces la parte que se corta sale volando, como disparada a gran velocidad. No sé cómo mi hermano le mandó la mano al machete y se cortó un dedo.

Uno de los trabajadores buscó unas hojas, las masticó y se las puso en la herida; eso ayudó a trancar la sangre. Pero yo todo el rato pensé: se va a morir, se va a desangrar todo. Sentí pánico.

Y llegué a la ciudad. Me instalé en la casa de mi tío en una barriada encaramada en una loma donde vivía gente muy pobre. Lo más malo fue la burla en la escuela; la burla que recibe el campesino por el hablado. Los de ciudad hablan diferente. Uno puede pronunciar: lápiz, como los de la ciudad, pero en algo cambia el acento. Lo hacen a un lado. Me sentía raro, como un niño entre adultos, aunque éramos de la misma edad. 

Otro inconveniente: el nivel educativo que tiene una escuela rural. Yo llegué a terminar tercero y ahí hice hasta cuarto; año y medio. Pero siempre me sentí el más burro, como que sabía menos de matemáticas, de ciencias… de todo. Y me hacían mucha falta mi hermano y el abuelo. 

En esa escuela —muy pequeña, muy abandonada—, había mucho estudiante con su vicio; algunos muy conflictivos. No faltaba quien tuviera su pandilla; a la salida los esperaban los del parche. El más grande era el que dominaba. 

Y uno de ellos fue el que me habló, un día, de grupos que estaban haciendo limpieza. 

—Son buenos —me dijo—. Nos vamos a quitar de encima esos muchachos que llegan a robar a la salida del colegio, los que venden droga.

Poco después me convidó.

—Parce, acompáñeme… Vamos que tenemos que hacer una entrega… 

—¿Y eso? 

—No… una maleta que se le quedó a un compañero… 

¡Vamos!

Cuando llegamos él se la entregó a un muchacho, este sacó plata del bolsillo y se la pasó… Mi amigo la medio contó, la dividió en dos montones y me pasó uno: 

—Tome, por mitad.

Y de una advirtió que todos los días deberíamos llevar de un barrio a otro una maleta, una especie de morral. Nos daban cincuenta, setenta, cien mil pesos y lo de los pasajes. Ni las destapaba, pero sí sentía el peso. Tocaba por fuera: un arma… dos armas. Eran para los paras, supe luego. Al principio no sentía miedo. Pero cuando empezaron los consejos amenazantes (“ojo con decir algo; nadie tiene que saber”, “ojo con dejarlas coger”), sentí terror: ¿qué tal se pierda una maleta de esas…? ¿Qué nos pueden hacer? 

La plata me cayó superbién. Imagine: yo siempre me paraba a la entrada de la cooperativa y miraba con los ojos bien abiertos cómo comían los compañeros. Yo no podía comprar ni un chicle de 50 pesos… Entonces con 30 mil, 40 en el bolsillo tuve para mis onces… 

Muy pronto mi tío quedó desempleado. Se puso a vender maní en los buses. Mi prima, que se había convertido en mi mejor amiga, empezó a trabajar en la plaza vendiendo yuca, plátano. Yo iba a ayudarle. Empecé a sentir que era una carga para ellos.

***

Entonces me enteré de que mi hermano estaba en un pueblo lejano con mi papá. Y como lo que más quería era estar a su lado, pedí irme para allá. Mi papá estaba administrando un club. Soñé que me podía ayudar. 

Pero me encontré un panorama diferente. Pensé recibir cariño; recibí golpes: el correazo, la patada, cachetadas tanto a mi hermano como a mí. Cachetada por todo: “vea que no se ha barrido; vea que traiga esto”. Y como él se dejaba dominar mucho de la mujer que tenía y ella le ponía muchas quejas…

Mi hermano y yo servíamos de meseros. No nos pagaba. Solo, de vez en cuando, un par de zapatos, una camiseta. 

Muy recién llegado conocí un primo; tenía como diecisiete años. Aparecía en el club, en moto, con su revólver, su radio de comunicaciones. Yo nunca había tenido tan cerca un aparato de esos. Pensaba: chévere comunicarse así con otra persona. Con el arma se sentía orgulloso. Le hacía aseo cerca de nosotros. En lugar de esconderse nos enseñaba: “vean, esto es una bala, vean estos son los cuidados que hay que tenerle…”.

Lo más llamativo era la cantidad de plata que él cargaba. Y a escondidas nos decía: tome, le regalo esto, y nos daba dinero. 

Entonces fue cuando me vine a dar cuenta de la verdad. Ese club de mi papá era el centro de reuniones de los urbanos, los paracos de pueblo. Todos eran jóvenes. Llegaban, como mi primo, en moto, con un arma y un radio. Empecé a parar oreja para escuchar las conversaciones. Ellos compraban una botella de whisky, la pagaban y si quedaban 2.000, 5.000 pesos me decían: cójalos. 

—¡Huy, gracias! —les respondía. 

Ahí tenía para un par de medias. Nunca, en esos días, vi que alguno de ellos se dirigiera mal a mi papá, a mi hermano, o a mí; no. Me sentía grato con ellos. Los veía como personas buenas. Cuando había combates llegaban también comandantes. Hacían una mesa redonda: ponían los radios y sacaban como unos blocs o cuadernos grandes. “Comando, tenemos una baja…”, escuchaba que reportaba uno de ellos. 

Los demás hacían cara de desagrado. Comencé a entender sus lógicas: comprendí que la Autodefensa, esos muchachos que yo veía cambuchando al lado del cafetal de mi abuelo, eran paramilitares que trataban de combatir a la guerrilla. 

Mi abuelo nunca nos habló de eso. Nunca nos explicó tampoco que la guerrilla era un grupo armado ilegal que trata de tomarse el poder con las armas. Pero ahí, escuchando lo que decían en el radio:

“Comando, recuperamos un fusil”; “Comando, hay un muchacho desaparecido”; “Comando, tenemos un muchacho”; “Comando, matamos un perro” (significaba que habían matado un guerrillero), y viendo esa cara de “¡huy, qué bueno!”, esa alegría de ellos, empecé a ver cómo era la guerra. 

Un día nos fuimos a vivir a la casa del comandante del pueblo mientras arreglaban el club; se estaba cayendo. La fachada era normal, las habitaciones normales, pero tenía un garaje y un patio que servían de calabozos. Ahí también vivía una señora encargada de cocinar a los detenidos. Ella, a cada rato, iba y les llevaba agua o comida. 

Mi primo llegó una vez con un muchacho amarrado. Lo metieron al calabozo. Nosotros escuchábamos que lloraba y lloraba. Mi papá no nos dejaba acercar mucho, pero desde arriba, del segundo piso donde vivíamos, se veía claramente lo que pasaba. Como el bochorno era muy grande, para evitar que los detenidos se desmayaran, los sacaban un rato al patio y a muchos los bañaban ahí, les echaban agua a totumadas.

Teníamos mucha curiosidad de saber quién era el muchacho que sufría. Un día epreguntamos al primo: 

—¿Ese muchacho por qué se queja tanto? 

Y él nos contó que era un miliciano. 

—¿Un miliciano? ¿Qué es eso? 

Y supimos: es un guerrillero que trabaja en un pueblo de civil haciendo inteligencia. Explicó más: es una persona mala que secuestra, que mata al soldado, que mata al policía… Con lo que nos dijo ese día sentimos que la guerrilla era algo malo, algo que atentaba contra nosotros mismos. Y la Autodefensa era un grupo que trataba de ayudar al Ejército y al pueblo. Eso fue lo que empezamos a ver…

Aprovechando un viaje de mi papá, mi primo nos explicó con tranquilidad, y más a fondo, cómo combatían ellos, cómo vivían. ¡Por enfrentar a la guerrilla se ganaban 600.000 pesos! Pero nos aconsejó no ingresar.

—Debe estar uno preparado para dar la vida en un segundo —nos dijo. 

Después de esa charla me empecé a preguntar, “¿será bueno irme para allá?”.

A la final entré, más que todo por mi papá. Cada día era más difícil tener lo que necesitaba. Me daba miedo pedirle para mis cosas. Y llegó a ser claro: Él quería que yo buscara otros horizontes. 

Él mismo habló con uno de los comandantes y pidió, a escondidas mías, mi ingreso. 

—Listo —le contestó el man—, yo lo recibo. 

Debía entrar de inmediato, a una escuela de entrenamiento. La edad mínima era trece años; yo los acababa de cumplir. A esa edad, pensaban ellos, uno era útil: podía cargar un fusil, ayudar a llevar la munición, los víveres…

Yo estaba en cuarto en la escuela. Tocó dejar el lápiz y coger el fusil.

Triste la despedida con mi hermano. Otra vez así, como había sido la anterior. ¡Otra vez a quedar cada quien por su lado! Pero el campamento estaba a hora y media de camino; un poco cerca. Mi primo podía llevarlo a visitarme.

Le entregué las bolas de cristal. Me dolió dejarlas. Le encargué también la ropa, todo… Me fui solo con lo que tenía puesto.

En mi cabeza, daban vueltas dos emociones encontradas: mucha motivación de ganar plata, de poder comprar lo que quería, y un miedo verraco a morir. Me martillaba lo que mi primo decía: “Allá se puede perder la vida en un segundo”. Sí, iba el miedo acompañando. 

Llegué y lo primero fue botar mi ropa. Me entregaron un bolso con mis cosas: botas, sudadera, camisetas, interiores, medias ¡todo nuevo! Y me anunciaron: “Tranquilo que esas botas se las cambian en menos de un mes…”. 

Y luego la peluqueada. Me dejaron el pelo bajitico a punta de tijera. 

Entramos cuarenta ese día. Todos de lugares diferentes. Había paisas, costeños… La mitad mayores, la otra mitad jóvenes menores, de trece, catorce, quince años.

Nos mandaron formar. Nos dieron un machete y nos ordenaron cortar un palo del largor de un fusil, un palo cualquiera, rollizo. Y como todo en esa escuela, fue una tarea en tiempo récord: 

—Rápidamente, con esos machetes, van a conseguir unos palos así y asá… Castigo para los cinco últimos… 

Tocaba quitarle la cáscara y hacerlo firmar por cada uno de los seis instructores. Debíamos mantener con ese palo a toda hora, cuidarlo como si fuera un fusil, armarle con un lazo o una cabuya para cargarlo al hombro. Nos repetían: “Fusil en el pecho”; no “palo al pecho”. 

Si uno lo perdía, tocaba empezar de nuevo el curso, así llevara un mes de entrenamiento. 

Nos levantábamos todos los días a las cuatro de la mañana formábamos y luego simulábamos que llegaba el enemigo y debíamos cubrir la escuela. Apuntábamos con el palo-fusil hacia el monte. Seis de la mañana: tinto con galletas y a trotar una hora por un camino, por arretera, por donde fuera.

Regresábamos y seguía el entrenamiento en gimnasia básica americana. Ya después era el baño. Hasta eso era a la carrera: en dos minutos echarse agua en plena quebrada y corra a vestirse ¡Y a la fila rápido! Una vez quedé entre los últimos cinco.  El castigo: doscientos yumbos, lo que se conoce como el botecanela: dar una vuelta, algo así como el giro que da una llanta. 

Por fin llegaba la hora del desayuno. Después seguía el entrenamiento en táctica militar. Cargábamos equipos especiales, llenos de tierra, para simular el peso de los de verdad. Subíamos un cerro no tan alto, ni tan empinado, pero treparlo, corriendo con un palo y un equipo lleno de tierra, agota.

Muchas veces nos tocaba pasar por una quebrada. No se podía parar a sacarse el agua de las botas. Entonces: salte en un pie y briegue a sacar el agua… ¡Se desmayaban bastantes! Casi siempre le ocurría a un compañero que era más o menos igual de gordo a mí.

Aprendimos a avanzar en zigzag, a pasar un cercado, a conocer los símbolos que se hacen con las manos para avisar: “¡el enemigo!”, “¡cuidado!”, “¡avanzar!”, “¡pare!”.

Volvíamos a la escuela a orden cerrado: aprender cómo dirigirse a un comandante, a un compañero. Llegaba el medio día y muchas veces no podía almorzar del puro cansancio. En vez de recibir el arroz con el espagueti o el arroz con sardinas, aprovechaba más bien para acostarme en cualquier barranquito y descansar.

Además, jamás me acostumbré tampoco a almorzar a la  carrera. Decían: “dos minutos”, y dos minutos tenía para comer lo que pudiera y formar con el plato, la cuchara y el pocillo ya lavado. 

Esto último solo después de quince días porque al comienzo solo nos dieron arroz y lenteja servidos en hojas de plátano o cualquier otra hoja. De cuchara usábamos la corteza de un árbol, la cáscara de cualquier palo. El pocillo era una bolsa de arroz. Ahí recibíamos el Chocolisto o el tinto por la mañana y la avena instantánea, que era la sobremesa. Brincamos de alegría cuando nos llegó el plato, la cuchara y el pocillo. 

Después de almorzar o de descansar era tiempo de las charlas con el político. Memorizábamos los estatutos, las normas que se deben cumplir, las condenas que tiene cada mal acto: pelear con un compañero, matarlo, intentar algo contra algún comandante, las malas alabras… Todo está especificado en cartillas. Hasta los castigos: tenderse, ir corriendo, darle la vuelta a un palo, quedarse de pie horas, recibir planazos con un palo en el codo y el más cruel: permanecer amarrado de brazos a un árbol…

El fuerte de esta clase era entender el motivo de la Autodefensa. Usaban mucho videos de tomas guerrilleras para convencernos de la urgencia de combatirlos y tomar ejemplos de la misma acción de ellos: 

—Ellos matan soldados, matan policías, matan campesinos. ¿Cuál es la gracia de coger un camión de leche, matar al conductor, regar la leche en una carretera y meterle candela al camión? Miren, muchachos: si nosotros cogemos un carro de leche, la leche es pa’l pueblo. Al conductor le ordenamos: váyase, llévese su camión… 

Todo era: “La guerrilla no tiene capacidad cerebral para hacer una guerra… ¡Son unos brutos!”. 

Y las preguntas finales:

—¿Qué somos? 

—”Un brazo armado del Estado”, respondíamos en coro. 

—¿Entonces se van a ir con los brutos o van a estar donde piensan, donde vamos a salir adelante, donde somos los mejores? 

Siempre lo mismo: “somos los buenos, ellos son los malos. Mire que nosotros hacemos esto por el bien… ¡Ellos no! Nosotros hacemos la inteligencia para matar una persona. Ellos simplemente la matan porque sí”. 

Y nos hacían ver películas de los nazis. Nos contaban su historia, su ideal, hacia dónde iban, por qué el odio al judío, por qué el racismo. En las Autodefensas no se manejaba el racismo sino el anticomunismo. Nada de izquierda, nada de revolución. 

Recuerdo una imagen de esas películas nazis: se ve una señora que tiene en brazos a su hijo. Un soldado apunta y le pega el tiro. Ella muere, pero el niño cae vivo. Y entonces el soldado saca la 22 y le dispara al niño. La vimos muchas veces. 

“Contra el enemigo no hay que tener piedad”, era la lección que debíamos sacar.

Es decir: si llegábamos a un pueblo no debíamos tener piedad con una persona vestida de civil. Ella igual colaboraba con la guerrilla: ya fuera cocinando, ya vendiéndoles remesa… Así fuera solo el saludo que brindara a un guerrillero, esa persona era un enemigo… 

Ahora no pienso así. Creo lo que dicen mis suegros. Ellos tenían en su pueblo una tienda. 

—Véndame dos huevos —le decían los armados de todos los grupos que llegaban ahí. 

Si se negaba, sabía que se ganaba un enemigo. Al que llegara, del bando que fuera, le vendía lo que pidieran. Así sobrevive el campesino en la guerra. Si no le hace el favor a este, lo mata; si no le hace el favor al otro, también lo mata… Muchas veces llegábamos nosotros con un brazalete de las Farc a una casa o una tienda y nos hacían un favor. Llegábamos como Autodefensa, igualmente nos hacían el favor. Pero eso es lo que no ve el grupo… 

Después de la charla política íbamos a clase de arme y desarme de fusiles. “¿Qué clase de arma es esta?, ¿cuándo la fabricaron?, ¿qué munición utiliza?, ¿cómo se debe desbaratar?”. Para este entrenamiento nos daban un arma de verdad. 

Y casi a diario hacíamos un ejercicio bajo el fuego. A decir de los duros, servía para aprender a tenerle miedo a la bala enemiga. Con rumos de piedra, armaban trincheras. En un punto no tan lejano ponían la M-60. Debíamos correr y cuando gritaban “¡tenderse!” se tenía uno que tirar donde fuera porque activaban la M-60. 

Cuando se escuchaba la orden ya venía la bala encima. Y briegue uno a llegar a su arrume de piedra, arrastrándose.  Solo ahí dejaban de disparar. A otro grito, “¡avanzar!”, otra vez a correr rápido antes de que activaran el arma de nuevo. 

Increíble: nunca vi un herido por eso. Eso sí desmayados por el cansancio, la fatiga, muchos. 

Después del mes empieza la práctica en el polígono. No era como se cree: disparar a un redondel con un punto blanco en el centro; no. Era: “¡Péguele a tal mata de plátano!” O “péguele a tal palo”, o “briegue a astillar tal cosa”. Desde el  comienzo me gustó el traqueteo y el olor a pólvora. 

A las cinco de la tarde era la cena. Un poco después se cantaba el Himno Nacional, el himno de la Autodefensa y la oración de la Autodefensa. Sí, una oración de la Autodefensa. Me la sé completa:

Oh, sacrificio y causa
aguerrido patrullero
obediencia a los comandos
que la paz ha de llegar.
Adelante combatientes
con moral
preparémonos en secreto,
disciplina y dignidad
que en la lucha por la patria
si la vida hay que entregar.
Con las armas retornamos
los derechos vulnerados
enfrentando al enemigo
por la ausencia del Estado.
Empuñando fusil y equipo
al campesino defenderé
de la agresión subversiva
al país yo libraré.
Oh, Autodefensas gloriosas
que en el pecho llevaré
el Estado de Derecho,
Libertad, familia y fe.

Llega el día de dejar la sudadera y ponerse el camuflado. Nos repartieron chaleco, proveedores y fusil. El propio fusil. En ese momento me sentí un guerrero, poderoso. 

Pronto los combates, probar monte. Es duro. Uno ve: “uuuh… ese chino, con el que aguanté hambre, corrimos, hicimos de todo en la escuela, a ese lo mataron”. Y uno automáticamente piensa: a no me voy a dejar matar; disparo y hago lo que sea”. 

Vi morir compañeros en combate… ¡Niños!, muchachos muy jóvenes. Los mandaban al frente sin graduarse en la escuela, o sea, sin estar bien preparados. El comandante decía: “Sáquenme quince de los más entrenados”, y al rato: “Sáqueme otros veinte”. Mucho niño llegaba aunque fuera para ayudar a pasar munición. 

Trato de no acordarme tanto de eso. Muchas cosas me afectan demasiado todavía.

***

Casi todos los del curso de patrulleros eran como yo, menores de dieciséis años… Recuerdo un muchacho que estaba herniado y lo iban a sacar. Él alegó que no tenía familia. Si lo echaban, decía, estaría por ahí, vagando en el municipio. Suplicó, se humilló para que lo dejaran. Ofreció a hacer cualquier cosa: recoger leña, lo que fuera. Se quedó. Les llevaba la comida a los que estaban de guardia… 

Las mujeres eran ocho. A una de ellas, la Golis, que entró de catorce años, le encantaba el polígono. En el correo tengo una foto. Bajita, morena, dura con el fusil… ¡Sí! nos daba lecciones. Se arrodillaba, le apuntaba al coco y lo bajaba. Increíble: nosotros aprendiendo a disparar y ella toda una experta. La Golis y su fusil; así la recuerdo. No lo dejaba ni cuando estaba castigada: una M-19, tipo comando, especial para mujeres. Pero quería siempre una AK-47, la de los hombres. 

Un comandante la enamoró. Y ella, para no estar en tanto trote, ni en lo más pesado de la escuela, se fue a vivir con él. Voluntariamente. En la organización, si yo consigo una mujer y ella va a ser mi pareja, debo informar a un comandante. Si algún día la ven con otro hombre, tiene su castigo. Igual, cuando uno deja a la pareja, informa, y listo. 

Vi pelear mucho a la Golis con su compañero. Él la castigaba: la mandaba a trotar, a hacer gimnasia, a hacer pecho delante de todo mundo. Supe que la mataron en un enfrentamiento con las Farc. Pasó como a los dos años de yo estar en las Autodefensas. 

De los compañeros que entramos mataron más o menos como a quince, los demás nos desmovilizamos. 

Estar en las Autodefensas es estar en otro mundo; saber que la vida uno la pierde en un segundo. Hasta por una cizaña: el que le tenga rabia a otro se inventa cualquier cosa y lo hace fusilar… pasa. 

Muchos quisieron salirse al poco tiempo de ingresar. No se atrevían a decirlo por miedo a que los mataran. Lloraban, les hacía falta algún familiar, extrañaban su vida anterior… De noche yo también lloraba, al escondido. Un niño siempre tiene el derecho de decir: “¡Mamá!” o “¡Papá, mire lo que me está pasando!”. Allá no teníamos ese recurso.

Cuando corría la voz de que alguien estaba aburrido de inmediato el político lo mandaba llamar. En media hora de conversación le cambiaba la mente. Lo convencía como fuera. 

—¿Por qué está triste? —preguntaba él. 

No daba pie para respuestas. Continuaba: 

—Vea pelado, esto toca con motivación… usted pronto va a recibir su plata… Aquí se va a ganar los permisos para ver a su familia.

Y quedaban firmes otra vez. Pero por mucho, el interés duraba tres días y otra vez querían devolverse. Algunos cogían esa costumbre: cada rato hablando con el político, pidiendo que intercediera para poderse ir. Y el político cualquier excusa sacaba: que el comandante no estaba en el área, que estaba viajando, que estaba con el Estado Mayor…

La regla, en sí, es no dejar salir a nadie. El miedo era que dieran información al enemigo, o que fueran infiltrados de la guerrilla y salieran a contar todo lo que habían visto. 

Uno de los que más soñaba con irse fue Pedro. Le tenía terror a la oscuridad, la pasó mal. 

Una vez le cayeron mal unas lentejas, se enfermó en la noche y por no ir a las letrinas, se hizo al lado del cambuche. Al otro día nos advirtieron: si no aparecía el culpable nos castigaban a todos. Entonces alguien lo delató. 

—Fue él —dijo y lo señaló. 

Lo llamaron al frente… 

—¿Usted por qué hizo eso? Usted sabe que está prohibido…

—Comando —dijo con tembladera—, lo que pasa es que a mí me da miedo la oscuridad. 

La carcajada fue de todos. Lo mandaron a dar rollos encima de esa suciedad… Dar los rollos para lado y lado; untarse de eso mismo… Él no pasaba de catorce años… 

¡Cómo sufría! Lo entendía porque a mí también me asustaba la oscuridad. No era justo. Es mucha la rudeza de los comandantes. Si alguien se desmayaba en entrenamientos nos prohibían ayudarlo. 

Otra cosa que nos golpeaba era pasar hambre. Una vez nos dejaron días aguantando. Solo teníamos crema dental, salsa de tomate o mayonesa para untar en una hoja —de las que nos decían que podíamos comer. Por fin, como a los tres días, nos mandaron al caserío pues había llegado el camión con el mercado. Cada uno se echó una arroba de arroz y una de pasta y galletas. Por el camino despedazamos todas esas cajas. Cada uno guardó su pucho de reserva. En un potrero encontramos una llanta, de esas que cortan por la mitad para echarle la sal al ganado. La lavamos en la quebrada, la llenamos de agua y en esa llanta preparamos avena instantánea.

Hacernos pasar hambre era, a veces, falta de coordinación. Pero otras veces era táctica para probar qué tanto aguantábamos. Qué éramos capaces de hacer por el desespero. Lo creo así por muchas razones: días que estando cerca a platanales no podíamos ir a cortar un gajo; acostarnos en medio de unos potreros donde se veía buen ganado y con la barriga vacía no poder ir a matar una res. Teníamos que aguantarnos en medio de tanta tentación. Ocurrió mucho. Días que nos daban tinto, nada más. O solamente arroz. 

Eran pocos los momentos en que podíamos estar cerca, como en grupo, como descansando: cuando nos mandaban a lavar, a baño, o a la hora del almuerzo. Ratos muy cortos para hablar, para contarnos secretos, dolores. Lo primordial era la falta de la mamá. Ese es el vacío más grande. Todos la extrañábamos. 

En segundo lugar, la abuela y luego las cosas materiales. La cama, fuera como fuera, en la casa dormíamos en un colchón, una colchoneta. Y allá era humillante: sobre un pedazo de plástico o a veces en la hamaca… Porque no todas las veces lo dejaban a uno dormir en hamaca…

Muchas veces desfallecí. Me faltaba un mes para terminar la escuela cuando salí al corregimiento y me encontré con mi hermano. Menos mal porque se me había acabado esa batería, esa fuerza que llevaba. Supe que él estaba bien, estudiando con la plata que yo le mandaba. Pero mantenía triste pensando que me iban a matar. Mi papá llegó como a la media hora de estar con mi hermano. Me dijo: 

—¿Qué, le quedó grande? ¿Se va a salir de eso? 

Entonces, cada vez que me daban ganas de irme a estar al lado de mi hermano, me acordaba de esa imagen desafiante de mi papá. Lo imaginaba burlándose de mí; eso me detenía. Lo tenía claro: salirme era aguantarme las tundas de mi papá.

Así que me tragué todos los momentos difíciles. Como ver a los amigos enfermos. Lo peor era el paludismo y la fiebre amarilla. A mí no me pasó, ni llegué a desmayarme. Pero sí aguanté, muchas veces, ese cansancio que no podía más. Por eso uno baja de peso rápido. En un mes muchos kilos. 

Y los accidentes. Un día iba corriendo con el fusil y pisé mal. No me fijé. Sería el cansancio. Me caí en una zanja. Me pegué con la culata en un diente y me lo desportillé. ¡Huy, qué dolor! No sabía qué hacer. El médico general nos atendía en el pueblo. Pero el odontólogo venía por ahí una o dos veces a la semana y a veces ni venía. 

Extrañé los remedios de mi abuelo: nos hacía lavar los dientes así fuera solo con sal y nos colocaba leche de papayo para aliviar el dolor, pero hay que saber hacerlo porque puede tumbar el diente. Por eso, con ese dolor, acepté el remedio que me dio un compañero: el betún. Mis dientes y muelas quedaron negros, negros. Y la sensación es fea: como tener plastilina en la boca.

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***

A la larga nos quedamos por la plata, por el sueldo. Muchos teníamos problemas económicos. Del primero al cinco de cada mes pagaban cumplidos. Desde el primer día en la organización cada uno tenía su chapa (sobrenombre) y un código. El día del pago llegaba el comandante y llamaba a cada uno por el alias. 

—¿Qué ordena, comando? —respondía uno cuando le llega el turno.

—Código…

Entonces cantaba uno el código y le entregaban su sobre. ¡Ver tanta plata junta es una sensación increíble! Las primeras veces no lo creía. Para ese tiempo, 600.000 pesos era mucho, demasiado. El pago duraba más o menos media hora. Al final el comandante preguntaba: 

—¿Qué novedades hay…? ¿Quién está aburrido?, ¿Quién se quiere ir…? ¿Quién faltó por plata? —Y sin más se iba. 

Si uno quería enviar plata a la casa los escoltas del comandante le hacían el favor. Así le mandaba a mi hermano. Me tocaba organizarlo bien para que mi papá no se diera cuenta. Si lo sabía se quedaba con todo. 

El resto del dinero me lo gastaba con los amigos. Cuando nos daban un tiempo, una mañana, una tarde para ir al corregimiento, armábamos grupos de diez, veinte. Allá tratábamos de llamar a la familia, a amigos. El minuto era muy costoso. Los celulares no cogían señal fácil. Usaban una antena amarrada a un palo de naranjo. 

Y llegábamos al restaurante y pedíamos un almuerzo trancado. No importaba cuánto costara. Para eso llevábamos plata en el bolsillo. Muchas veces rendía el dinero, otras no. A lo mucho quedaban 100.000, 200.000 pesos.

Servían para mandar lavar el camuflado, para comprar la leche cuando faltaba para el Chocolisto. Reuníamos entre todos para comprarla en una casa campesina. Encargábamos la leche, los huevos, la yuca, el plátano. A veces ni con la plata conseguíamos lo que queríamos. 

Y gastábamos en trago. Tomábamos mucho; para desahogar penas, para dejar la monotonía de esa vida. Y bueno, para relajarse un rato. Mi primera borrachera fue al poco tiempo de entrar al grupo, a los trece años. Antes nunca. La ley era: “salga y gaste su plata en lo que quiera…”.

Y uno la gastaba como quería y se daba el lujo de regalar, de invitar.

Una vez subió la mujer de un comandante con cinco muchachos para integrarlos al grupo. Yo ya llevaba como seis meses allá; había recibido fusil, todo. Pero llevábamos días sin mercado.

Los recién llegados se acostaron a descansar del viaje; pero tenían hambre. La mujer del comandante se ofreció para bajar al corregimiento y conseguir comida. 

Llegaron las ocho de la noche, hora de acostarnos y esos muchachos nuevos pregunte y pregunte por un pedazo de panela, de pan, de cualquier cosa… Lo único que había era agua.

Como a las diez de la noche llegó esa señora ¡con las comidas! Ella misma preparó pasta, arroz, pollo, carne, tajadas maduras… Y cada platado costaba 10.000 pesos. 

Yo empecé a comer feliz. Esa señora nos fiaba, tenía la seguridad del código, nadie se le podía escapar. Cuando vi a los nuevos, tirados en un plástico, suspirando viéndonos comer. A ellos, claro, sin código aún, no les fiaban. 

Uno se me acercó y me pidió que le regalara algo. Eran unos niños. Mandé que les sirvieran su platado de comida, todo por mi cuenta.

***

Después de varios combates me destinaron a un campamento donde estaban los calabozos del frente. Un día llegó detenido un señor. Había matado a un vecino que le debía una plata. Al poco tiempo aparecieron tres comandantes para hacerle el juicio; ellos deciden sobre los detenidos. A veces los dejan libres, o los obligan a pagar una multa. Le dijeron: “vea, usted mató, aquí en una zona paramilitar donde hay reglas tanto para el combatiente como para el civil”. De una le dieron pena de muerte. 

Ese señor se tiró al piso y empezó a convulsionar. Yo estaba presente. Mandaron traer una canecada de agua y con un balde le empezaron a echar por la cara. Y el comandante muerto de la risa porque seguía convulsionando. Entonces lo cogieron y lo amarraron de los brazos a un palo de mango.

—Hágale usted —ordenó el duro a uno de los muchachos. 

—No —respondió—, ¿por qué no probamos al sardino? 

En ese momento sentí que me daban un golpe trapero por la espalda. Todo mi mundo cambió. Hasta ese día me las daba de Rambo, me las daba ante las mujeres con mi fusil y mi camuflado. Pero llega esa prueba y pasa por la mente como una película llena de preguntas: “Bueno, ¿usted está hecho para qué?”. 

Ahí fue donde empezó lo malo.

Oí de nuevo la voz:

—Listo, de una, él. —Y sentí sobre mí todas las miradas. 

Yo no respondí nada… Entonces el comando dijo: 

—¡Hágale sardino, ¿se le mide?

—No, no —dije acobardado. 

Yo quería decirle “No” bien clarito. Pero a la vez pensaba: se van a burlar. Es imposible negarse. Siempre nos repetían: “ni se regale, ni se niegue”. Estábamos preparados para responder “¡Listo, como ordene, comandante!”. Seguí paralizado: ¿lo hago?… ¿no lo hago? Dudaba, sabiendo que no me podía negar. 

—Háganle, llévenlo.

Era una orden para dos compañeros que estaban ahí. Cada uno agarró al detenido de un brazo. Y usted puede imaginar la reacción de una persona que sabe que lo van a matar… Gritaba, brincaba, lloraba… Y yo detrás de él.

Tocaba llevarlo a un lado del basurero. Ahí estaban las fosas comunes. Con una máquina habían hecho un hueco grandísimo. Lo único era matar, tirar allá el cadáver y tapar con tierra…

Esto no es fácil de contar. Lo marca a uno en la vida, no se puede borrar. Él estaba de espaldas… Yo les pedí a los muchachos que no lo dejaran voltear. De verle la cara no hubiera sido capaz. Apunté, disparé y sentí un dolor de estómago. Vomité, ahí mismo, hasta lo que no tenía. 

Mis compañeros se reían de mí. Yo trataba de hacerme el fuerte. Nunca había matado así. En el monte es distinto: uno dispara contra una persona dispuesta a bajarlo a uno. Pero ese man estaba ahí, amarrado, mojado, embarrado, desarmado… 

Empezaron a taparlo y yo me hice a un lado. Terminaron y me puse a llorar. Se me arrimó una muchacha a darme una razón: 

—Que si ya, manda preguntar el comandante. 

—Sí, dígale que listo.

Me limpié las lágrimas. Al rato los dos muchachos que lo enterraron pasaron al lado mío. 

—¡Ánimo, viejo! 

No les di la cara. No quería que vieran mis lágrimas. Al rato volvió la muchacha. 

—Que lo necesitan.

Fui.

—¿Usted nunca había hecho esto? —preguntó el comandante. 

—La verdad, no, comandante. 

—Eso es pan de casi todos los días, mijo, no sufra. 

Él hablaba y a mí me bajaban las lágrimas. Empecé a oír risas y comentarios…

—¿Nunca lo había hecho? Lo van a asustar esta noche…

Pero recordé lo aprendido en la escuela: sienta uno lo que sienta debe estar firme ante un comandante, con respeto. No bajé la guardia. Lloraba, pero no podía ni moverme para limpiarme las lágrimas. 

—Listo, relájese —ordenó entonces el mando. 

Me senté y seguí llorando. Se me acercó un muchacho que había sido guerrillero.

—Con la primera vez pasa… Pero después es como sorber huevos —dijo, y se alejó. 

En ese momento se me vinieron muchas cosas a la cabeza: La cara del muerto y las preguntas: ¿la familia qué? ¿Tenía hijos…? ¿Tenía mujer…? La mamá… Por más porquería que sea una persona yo sé que la mamá lo va a querer. Y él era joven, más o menos veinticinco, veintiocho años…

Ese día dejé de ser un niño. Tenía quince años.

***

Como a los dos años de estar en el grupo, ocurrió un enfrentamiento grande con la guerrilla al norte del país, y por orden del Estado Mayor todos los bloques debían mandar gente o plata para reforzar la ofensiva. Nos enviaron a la zona. 

Una tarde esperábamos unas lanchas cerca de un lugar donde agrupaban racimos de plátano. De repente vi, de espaldas, a mi mamá. La distinguí: bajita pero acuerpada, fuerte, capaz de echarse un bulto al hombro. Sí, era ella. Había pasado años sin verla. Nunca imaginé que estaba en las Autodefensas. Rumores sí había; yo no creía. No la imaginaba en esas. 

—Mamá —dije bajito, como para adentro….

Ella se volteó y creo que a los dos se nos pintó el asombro en los ojos. La detallé: con camuflado, chaleco, arnés, una pistola y un equipo de enfermería; era la enfermera de otro frente. 

A ella le resultó increíble ver a su niño, al que había dejado en la finca del abuelo, mal vestido, hasta sucio, convertido en un hombre con camuflado y fusil. Era mucho lo que yo había cambiado. 

Para los dos fueron días de felicidad y de tristeza. Tanto tiempo sin vernos. Pero encontrarnos así armados, en plena guerra, cada quien en su bloque, tenaz… 

¿Qué le voy a decir? ¿Qué me va a decir? ¿Qué vamos a hacer…? ¿Me va a regañar? ¿Me va a consentir?

Duramos como cuatro días juntos, con permiso de los comandantes. 

Hablamos día y noche. Respondí mil preguntas: “¿dónde está su hermano?, ¿qué les pasó? ¿por qué no había seguido estudiando?”. Ahí vine a contarle cómo era el trato de mi papá, cómo era la humillación: tenía uno que pagarle todo. Él no nos daba nada. Mi mamá lloraba mucho escuchándome. 

Y me contó muchas cosas. También estaba aburrida…

Yo insistí en preguntarle por qué se había ido, por qué nos había dejado. Le hice caer en la cuenta todos los momentos que se había perdido con nosotros. Me pedía perdón. Pero un perdón de esos no remediaba nada. Rencor no sentía, no era tampoco cuestión de reprocharle. 

Sé que ella sintió alivio de haberme encontrado, de saber que estaba bien… Cómo me hablaba, cómo me tocaba… Se portó como una mamá: 

—Mijo… ¿qué quiere comer?, ¿qué le traigo?

Y compartía conmigo el sobradito del plato de comida. Mi mamá nunca había hecho eso conmigo. 

Mandaron la retirada y ya cada quien con su bloque. Nos despedimos los dos con el mismo pensamiento: ¿cuál será la vida de mi mamá allá? Y ella: “¿mijo, usted qué…? ¿Hasta cuándo va a estar allá?”.

Me contó después que la desmovilización fue un alivio para ella, saber que había salido con vida, que iba a estar mejor en la ciudad…

Hace poco pudo ver a mi hermano. Lo llamó y se encontraron. Debía tener muchos sentimientos de culpa. Y todavía los tiene. Nos dejó, nunca se preocupó por mandarnos ni un par de medias… 

Me considero rencoroso. No me agrada que mi mamá no haya podido aceptar su error. Que nos hubiera dejado, no me gusta. Es algo que yo cargo aquí… No sé si el día que se lo confiese pueda librarme. 

***

Ya se escuchaban cuentos de desmovilización cuando un día nos mandaron formar al lado del río. Vimos al Ejército y nos dimos cuenta de la realidad: nos iban a desmovilizar sin previo aviso. Nos quitaron toda la fusilería. Nos pasaron fusiles viejos, con culatas hechas en varilla, fusiles sin culata, munición que no servía para nada, mojada, sucia, viejísima… 

Nos mandaron limpiarla, lo mejor posible, con harina. A unos compañeros les pasaron hasta unos revólveres, unas pistolas, unas metras. Y eso en el monte no sirve para nada. Yo sé manejar un fusil, cualquiera que me pasen yo lo desbarato, lo armo. Pero de pistolas y revólveres no sé nada. 

Como a los tres días nos llevaron a un sitio donde nos esperaban un poco de funcionarios venidos de la ciudad. A los menores de edad los iban sacando aparte. Les quitaban fusilería, uniformes, todo… Les daban dos millones de pesos y les ordenaban: “¡Váyase!”. Sí, como para evitar problemas. En ese momento yo casi ajustaba los diecinueve años. 

Fue duro. Por un lado, el amor a las armas, al camuflado, a sentirse Rambo. Tener el poder de ordenar a cualquier campesino: “haga esto”, “haga aquello”, “venga acá”, “tráigame tal cosa”… perder ese poder no era sencillo. Pero por otra parte nos prometían beneficios: estar en libertad, poder dormir en una cama, poder ir al baño sin estar pidiendo permiso: 

—Comando, permiso para ir… 

—No, no puede ir… Aguántese…

Lo más difícil fue quemar los camuflados y ver a los compañeros subirse a los buses que mandaron para devolverlos a sus pueblos. Se iban lejos. Compañeros con los que viví momentos tristes, aguantando hambre, y ratos de recocha… duro separarnos así.

Cuando todos se fueron, me fui a buscar a mi hermano. 

En ese tiempo llegué a decir: estaba mejor allá que aquí. 

La gente se escandalizaba, pero era lo que yo sentía; estaba desubicado. Pero ahora, muchas veces, me acuesto en mi cama y siento como ese alivio al recordar esos días en que terminaba agotado y saber que el otro día sería igual, el mismo trajín. 

A medida que pasa el tiempo uno se da cuenta de las ventajas de esta vida. Si quiero salir a la calle ¡Me voy! ¡Listo! También tiene sus contras: tengo que llevar la plata del bus ida y vuelta. Si me da sed: plata para la gaseosa. Cosas que uno tenía prácticamente gratis: un transporte, la comida, una hamaca… 

Nada es fácil. Se acumulan los recibos: el arriendo, los servicios que llegan cada nada. Pero me pongo a pensar cuando consiento a mi niño: si no me hubiera salido de allá no tendría esa felicidad de poder abrazarlo. Muchos me dicen: “usted lo está malcriando”. 

Lo único que quiero es que no le pase lo que a mí. Rezo: “Dios, nunca me vaya a alejar de mi niño”. Ahora estoy mil veces mejor aquí que allá. La felicidad mía no se compara con nada…

Muchos compañeros me han invitado:

—Oiga, para los Llanos están pagando 1’200.000; los Rastrojos a 1’100.000. Véngase para acá… Mi mejor amigo está con los Urabeños. 

Digo siempre: ¡No! Amo las películas de guerra, me gusta ese ambiente. Pero es muy diferente estar allá. Amo las armas. Me encantan. Pero volverlas a tener en la mano, no. Y confieso que me han dado ganas. Me han dado ganas de tener una pistola bacana… Pero mejor ¡no!, ¡no! 

Hoy tengo una tranquilidad con mi esposa, con mi hijo. Me veo mucho con mi hermano. Me siento muy bien de saber que él está feliz. Es un logro para mí, para él…

Mi esposa es desplazada por las Autodefensas. Los culparon por ayudar a la guerrilla cuando hubo un combate cerca de la casa de ellos. La Autodefensa les mandó una carta: tenían que salir rapidito, dejar todo tirado. Nos conocimos por amigos. 

Cuando pedí a sus padres el permiso para tener algo con su hija, me dio miedo. No sabía cómo iban a reaccionar. No quería contar mi pasado, decirles: “Bueno, pues yo soy de un programa de desmovilizados…”. Ellos no imaginaban que venía de allá. Pensaban que cuidaba una finca de ganado.

Ellos le tienen un cierto rencor a la Autodefensa. Lo hemos hablado: estuve ahí, pero no tuve la culpa… 

Quiero que mi hijo se forme como una buena persona, que estudie. Me haría muy feliz verlo convertido en ingeniero. Me he propuesto ahorrar para ese sueño. Pero que sea lo que quiera: médico, carpintero… Y darle lo que no me dieron a mí: estudio, ropa, juguetes… 

A mí nunca me regalaron un balón… Mi felicidad estuvo con mi hermano, con mi abuelo. 

Hay dos cosas que borraría de mi vida. Uno: que mi mamá nos dejara. Si no está el papá, está la mamá. Pero a mí me pasó que no estaba ninguno de los dos. Otro: dejar a mi hermano. Muchas veces escucho a mi niño llorar, lo miro y se me viene ese recuerdo: yo en el jeep, en la parte de atrás, y él corriendo y llorando pidiendo que no me fuera. 

Uno de mis anhelos desde pequeño siempre fue tener un balón. Porque el de nosotros, en la escuela, era una bolsa grande llena de papeles, de hojas… Así era. Hace poco vi la oportunidad de regalarle a mi hijo algo. Y sentí ganas de darle una pelota.

Es pequeña, verdecita. La quise para que mi hijo tuviera esa pelota que yo no tuve.


Un hombre grande, de once años

Émerson, el Mono, esculca, uno a uno, los bolsillos de su pantalón, un pantalón negro remendado con hilo blanco. Lo hace varias veces hasta que por fin se tranquiliza: “pensé que lo había perdido”, suspira aliviado. En la mano tiene un pedazo de papel arrugado. En letra enredada se lee: “Mono. 70 kilos”. Y al lado una suma: “39.200, + 14.720, total 53.920”. 

Lo dobla, lo guarda, y se sienta en una silla de plástico, frente a una de las muchas cantinas del caserío.

Sus gestos son de hombre mayor: la mano izquierda en la boca, como pensativo; la derecha apoyada en la nuca. Más que sentado, está echado en la silla. No se le ve la cara debajo de la enorme cachucha roja. Juega un largo rato, en silencio, con las ‘cholas’, unas chanclas grandes, rotas; es evidente que no son suyas, como es evidente su preocupación. El pantalón le queda corto y deja ver la piel reseca y enferma, de piernas y pies. “Estoy cambiando de cuero”, explica cuando nota que lo miran. 

Lleva un día entero esperando al patrón. Varias veces ha bajado al muelle de Los Maderos, uno de los tres que tiene el caserío; varias veces ha corrido detrás de un conocido para preguntar por Willy, el dueño de la finca. Necesita los 53.920 mil pesos que le debe por cinco jornales raspando coca. Le urge pagar el fiado de la semana en la tienda, comprar unas chanclas y dejarle las que tiene puestas a la dueña: Gloria, su mamá.

A medida que pasan las horas, aumenta su inquietud. Tiene presente un viejo engaño. Una vez, hace años, el Paisa, un patrón, desapareció sin pagar… Le quedó debiendo 120 mil, “el trabajo entre yo y mamá de cuatro días”. La plata perdida era para pagar a la señora que cuidaba a sus dos hermanos, mientras ellos estaban en el cocal. El resto era para el mercado… “¿A quién no le da rabia si le pasa eso?”, pregunta y levanta la cara. Deja ver sus ojos color café, su nariz pequeña, su piel blanca salpicada de pecas, una cara de niño que no ha cumplido los once años. 

Había llegado al caserío el día anterior, el viernes en la tarde, como todos los raspachines, y ya estaba comprometido para volverse a enmontar el domingo. Una suerte porque el trabajo no está fácil; hay miedo de salir a los cultivos lejanos. Los paras, que controlan esas selvas, aconsejan que no vayan niños ni mujeres embarazadas. No se sabe a qué hora pueden llegar los ‘guerros’, como les dicen a los guerrilleros, y no quede más opción que echar a correr dejando mochilas y todo tirado, hasta la hoja… Pero el Mono se siente obligado a trabajar: “tengo que mantener a mi mamá”. 

Desde hace diez meses cuando la barriga se le convirtió en estorbo, ella dejó de ir a los cocales, como cocinera o raspachina. Ahora es una niña de siete meses la que la amarra. Es una mujer de veintiséis años y piel demasiado blanca para vivir bajo tanto sol. Sus cuatro hijos son de papás distintos. “Conseguir marido bueno es difícil”, dice con un gesto de resignación. Sabe que la suerte de la mayoría de sus vecinas se parece mucho a la suya: cargadas de hijos, todos de hombres ausentes. 

El papá de la bebé se fue hace tiempo; ni siquiera la reconoció. Igual pasó con el papá del Mono. “Mi papá propio se fue cuando yo nací”, dice él con tristeza. Sigue esperando a Moncho, un hombre alto, flaco, el papá de su otra hermana. “Me crio como propio hijo”. Se fue por quince días, cuando corrió el rumor de que los paras iban a matar a los pescadores del caserío. 

Al Mono lo llaman también Pegotito. 

—A los seis años echó sus primeras hojas en la mochila. Aprendió el trabajo cuando era tiernito, —dice un hombre que ha sido su patrón. Y de inmediato se excusa por contratarlo.

El asunto es que él ayuda a la mamá —se rasca la cabeza y agrega con desesperanza—: ¡No hay nada que hacer en esta Gabarra! 

—Pero es peligroso este trabajo para los niños…

—Los pelados son diestros en esconderse en cualquier parte. ¿Quién los alcanza? ¿Quién los ve? —responde con crudeza.

Es un hombre mayor. Conoció La Gabarra de los viejos tiempos, cuando había ganado y arroz y cuando salían a Cúcuta camiones llenos de tomate, piña, pescado… 

—Hasta la riqueza del río se acabó; están contaminadas las aguas —lamenta.

La coca llegó quince años atrás. “Cuando echaron a sembrar esa hoja”, entró la guerrilla y años después los paracos. Dejaron de sembrar yuca, arroz, plátano, de tener ganado…

—¿Para qué hacerlo si se lo llevaban el uno o el otro…?

***

Al caer la tarde del sábado, el Mono baja la guardia y deja de esperar al patrón. Sabe que a esas horas ya no llega. Sus gestos se transforman: borra el ceño fruncido, cambia la cara de persona cargada de obligaciones y busca a su amigo Yeisson. Lo encuentra en la casa de las hermanas, frente a la cancha de básquet, el único espacio pavimentado de todo el caserío, en medio de un potrero sucio donde hay columpios y pasamanos oxidados. 

Yeisson está allí atento, cautivado por las historias de un taller de cuentos. Al Mono le cuesta asumir su papel de niño: bosteza, pone los brazos detrás de la cabeza, se despereza… Y está nervioso: se muerde las uñas; entrelaza las manos a sus espaldas, las suelta y se rasca las palmas como si quisiera arrancar las manchas negras que las cubren. Son unas manos pequeñas, gordas, de dedos demasiado cortos. Están manchadas de negro y rayadas. “Es el color que suelta la hoja de coca cuando uno la aprieta”. 

Pero cuando aparecen en el salón unos inmensos dibujos en vivos colores y una invitación a armar con ellos un cuento, se le iluminan los ojos. “Es un viento”, dicen algunos tratando de identificar al personaje de la historia. El Mono se para frente al primer dibujo, lo mira un largo rato y asegura: “es un ratón”. Luego suelta una risa tímida, como hecha a brincos. 

Como todos los niños raspachines del caserío, no sabe leer ni escribir. Pero se ha emborrachado varias veces. La última vez, en diciembre en la tienda-billar de su suegra. La novia 

es una niña de su edad, carirredonda; cuando se ríe se le forman dos coquetos hoyuelos en las mejillas. “¡Tomé ron y como una caja de cerveza, con unos muchachos…!”. Si alguien lo reprende y le dice que está muy niño para esas cosas, él se ríe entre dientes y sale al paso con gracia: “tengo once años, ¡me siento el más grande de todo el mundo!”. Y sabe con certeza que quiere estudiar. Lo ha repetido infinidad de veces y nadie lo escucha: “Quiero aprender a leer y a sumar”. Pero con tantas obligaciones encima no le ha quedado tiempo para ir a la escuela.

Cuando termina el taller el Mono y Yeisson salen a jugar fútbol. Arman equipo con Melquisedec –que está orgulloso de sus tenis nuevos: “Hoy vendí un pollo y los compré”–, Manuel, José, Aníbal…

Son niños prevenidos. Basta un pequeño roce para que todos cambien de expresión. Se les aprietan las facciones y asumen actitud de pelea; se les ven las ganas de encenderse a golpes…

Ya calmados, Yeisson y el Mono deciden retirarse del juego. Sudorosos y cansados, se sientan en al atrio de la iglesia a conversar. “Raspar coca antes era bacano”, dice Yeisson con el desparpajo propio de sus once años. Es menos tímido y reservado que su amigo. Vive con su mamá y su nuevo padrastro en el cuarto de una residencia. Cuando ella se va a trabajar a los cocales, lo cuida una señora. 

Ya no le gusta ir a los cultivos porque se le dañan las manos –“Me duelen mucho”– y por el riesgo –“Solo hay trabajo en fincas peligrosas. Lo mata a uno la guerrilla, o el ejército pasa y se lleva la mercancía”–. Por eso prefieren vender “bolis” en las puertas de las escuelas a la hora del recreo. Se pone su uniforme azul y se planta, con su pequeña nevera de icopor, esperando que chicos tan grandes como él le compren el refresco helado envuelto en plástico. Este fin de semana está pensativo, tentado a volver a su viejo oficio: “Con bolis no gana uno nada”. Esta pendiente de una oferta en una finca río abajo. “Si me sale, voy. Me da miedo, pero sin toca ir a trabajar, pues toca, porque ¿qué más se puede hacer?, pregunta abriendo más sus ojazos negros. Es un niño moreno que sabe hablar también con la mirada. 

Sueña con millones, con una casa bien grande, buena comida, buena piscina, buen jardín. “Si lo matan a uno, no lo matan en vano, porque uno ya vivió alegre”. Si alguien pregunta de dónde sacó esa idea, alza las dos manos como sorprendido, hace morisquetas y responde: “La gente es lo que desea. No hay que tenerle miedo a la muerte, porque más rápido llega. Lo dice la Biblia y lo repite mi mamá…”, aclara rápido, para no dejar espacio a más preguntas.

Yeisson fue por primera vez a un cocal de la mano de su mamá, cuando tenía seis años. Es diestro, como el Mono, en muchos oficios. Sabe “charapiar” (tirar rula para matar el pasto y dejar la coca limpia) y ha sido “gestor de balde”, labor que consiste en cargar el agua del caño y llevarla a la máquina fumigadora. A los nueve años alzaba los diez galones de una pimpina entera sin ayuda de nadie, y le dolía el hombro. “Si uno sufre del pecho, no puede con este trabajo”. Pero lo que más le gusta es “quimiquiar”. Explica con entusiasmo el procedimiento: “Primero se pisa la hoja y se le echa gasolina, ácido y amoniaco; se revuelve, se pasa a un pote y luego, con un gato o tornilla, se machuca para sacarle toda la gasolina. Así queda la mera mercancía; se le saca el mugre y se pone a secar…¡casi no se jode uno!”

Y tiene claro lo que quiere ser de grande: soldado. “Es bonito estar defendiendo la patria”. Por eso se cuida en el trabajo con la coca: “No puedo cortarme las manos, o si no, no me lo llevan”. El Mono también lo ha pensado. Quiere una M-60: “Las he visto en películas y las he visto en verdad”. Le entusiasma ver a los soldados cuando limpian “esos bichos con mirador”.

Ninguno de los dos vivió la llegada de los paras al pueblo en agosto de 1999. Pero saben del reguero de muertos que dejaron en cantinas y residencias, en el parque y el río. Para ellos son malditos todos los que matan: la guerrilla y los paracos. Pero a veces tienen dudas, porque estos últimos reparten regalos en Navidad y el día de las Brujas. Gacha, un comandante que recorría el caserío en caballo de paso, los invitaba los sábados a su finca y les daba leche recién ordeñada. Cordillera, un comandante que se suicidó, era para Yeisson una especie de papá: “Me daba de todo: bolsos, balones, cuadernos…”. “Pero ellos matan”, comentan en voz baja los amigos. “Son malos: le sopletean un tiro al que quieren”.

Ni a él ni a Yeisson les gusta protegerse las manos cuando raspan. Otros se enrollan los dedos, uno por uno, con tiras de estopa –como llaman a los costales sintéticos–, hasta formar una especie de guante.

***

—Mamá, ¿qué ‘tendido’ me llevo? —pregunta Émerson, ese sábado en la noche. Gloria, con el pelo recogido con un gancho, sentada en una butaca en la puerta del rancho, amamanta a la bebé y responde sin prestarle mayor atención: 

—El que está en la cama. 

El Mono desbarata en un minuto la única cama, acomodada en un rincón del rancho de latas y tablas. Es un espacio de no más de tres metros por dos, dividido por tablas atravesadas. A un lado el dormitorio y al otro la cocina, que no es sino una mesa y una estufa de gas de dos puestos.

Las preguntas y respuestas siguen: “¿Dónde está la ‘crema’?, ¿y el jabón?, ¿el toldillo?, ¿los talcos?, ¿los ‘guindos’?, ¿mis camisetas?”.

Émerson va encontrando las cosas en las cajas de cartón, 

en las cuerdas atiborradas de ropa que bordean todo el cuarto y en la mesa de noche, una vieja canasta de gaseosas puesta al revés. 

Poco a poco llena un morral de tela de bluyín descolorida. Cuando termina, lo amarra y lo deja sobre un colchón tirado sobre cuatro tablas en el piso, al lado de un ventilador de pata y del diminuto televisor de ocho pulgadas. Anuncia en voz alta: 

—Mañana, a las nueve, tengo que estar en el muelle. 

Gloria asiente sin hablar; no hace preguntas. Para ella es una suerte que su hijo tenga trabajo, que lo busquen los patrones. Por estar pegado a la hoja desde los seis años es capaz de raspar tanto como los mayores. 

“Parece una hormiguita”, dicen quienes lo han visto doblado de cintura y con el arbusto metido entre las piernas, tirando las hojas de abajo hacia arriba, hasta dejar las ramas limpias. 

Por eso, y porque sabe que su hijo va a la ciega a donde lo conviden, Gloria calla sus temores. Sabe que Émerson estará por los lados de Venezuela, donde la guerrilla anda buscando al Mocho, el dueño de una finca. “Me da miedo que se vaya por allá; de pronto se forma la plomera”, comenta cuando él no la escucha. Le cuesta trabajo reconocer su tristeza: “Él tan pequeño y le toca joderse, ¡y no puede comprar, con lo que gana, las cosas que quiere! Muy rara vez lo hace…”. A duras penas guarda unas monedas para galguerías.

Gloria se lamenta de que, por haber tan poco trabajo en el pueblo, no puede ayudar a su hijo con la pesada carga. Ella solo consigue la verdura: se la da un tendero a cambio de ayudarle a acarrear plátano. Espera que las cosas no cambien mucho; así, cuando la niña tenga un año y tome tetero, podrá volver a su oficio de raspachina y pagar cada semana, como hacía antes, 25 000 pesos y un mercado a una mujer que se encargue de cuidar a sus hijos.

A veces aprovecha unos minutos para darle al Mono consejos: que se porte bien y que tenga cuidado, sobre todo con las minas. A veces los calla. Son advertencias que se pasan de boca en boca los obreros de la coca: desconfiar de los sitios donde hay mucha hoja tirada en el piso o donde se ven “cables de esos pequeñitos que traen los radios”, canecas o tablas amontonadas: jamás abrirse del camino ni, por el afán de ganar tiempo, meterse por el rastrojo; tener cuidado en el corte: “Si uno encuentra un pote de gaseosa o de cerveza, no debe patearlo ni agarrarlo”. 

Pero la recomendación más sagrada para los niños es levar, envuelto en plástico, el registro civil. No se separan de él ni dormidos. Los grandes hacen lo mismo con la cédula; las mujeres la mantienen en el corpiño. “Los niños están adiestrados como los adultos: saben que los papeles, en medio de tanto armado, son la vida…”, explica Libardo, el padrastro de Gloria, un viejo y curtido raspachín. No le da vergüenza confesar: “El vicio mío es raspar; me gusta”. Frentero, como buen santandereano, agrega: “La coca puede ser mala, pero de ahí comemos. Todo trabajo que se haga con la frente en alto es bendito”. 

***

Acurrucado en el piso de tierra, Pedro, el tío más pequeño del Mono, sigue con envidia el ir y venir de su sobrino preparando su morral de hombre trabajador. Él también quisiera ser raspachín. No lo dejan por ser un oficio peligroso. Solo ha ido dos veces, con Libardo, su papá. 

“Es bonito raspar, uno gana plata”, dice con su voz ronca. Tiene doce años, es demasiado flaco, tanto que parece enfermo. Vive en la casa del lado, una casa de material, con baño; un baño compartido con la familia del Mono, porque en el rancho no tienen servicios. Trabaja recogiendo leña; es encargado de mantener prendido el fogón de su casa, pues no hay suficiente dinero para pagar el gas. 

De repente, y sin explicación, empieza a cantar, y Émerson se le une: 

Soy un raspachín de los cocaleros
y vivo mi vida
vivo, vivo bueno
raspando y raspando me gano el dinero
hay que tener cuidado, vivo entre los cuervos.

Son las nueve de la noche cuando aparece Armando, otro tío, un poco mayor. Es moreno, de pelo engominado, acuerpado: su papá dice que es gordo “de pura soberbia”. Llevaba puestos zapatos de hebilla, una camisa blanca por fuera del pantalón recién planchado. 

—Vamos a la gallera; parece que esta noche hay apuestas 

—invita al Mono. 

El Mono no está para pedir permisos, pero su madre, desde lejos, dijo: “vayan”. 

Mientras el sobrino acaba de organizar sus cosas, Armando habla de su vida. Habla rápido, enredando una tras otra las palabras. 

—No sé cuántos años tengo; creo que entre trece y catorce. En los papeles está escrito, ¡pero como en la casa nadie sabe leer…! 

Y sin rodeos deja en claro lo que quiere y lo que no quiere. “El estudio me da pereza; no me gusta. Me gusta raspar y tener gallos de pelea. Ahora no tengo; pero el año pasado tenía como ocho”. 

Su afición empezó el día en que un amigo le propuso un cambalache: la bicicleta por un gallo que ya había ganado una pelea. Aceptó, pero el gallo murió al poco tiempo de peste. De ahí le quedó el vicio. Los compra ya criados, o pollos, y él mismo, en el zarzo que construyó en su casa, los entrena; los vuelve ariscos, buenos para la pelea… “Como ahora no tengo gallos, tampoco he salido a raspar; cuando tengo, voy a raspar para echarles la plata”.

De resto se la pasa por la calle, jugando balón, mirando a los galleros, o se va al río a pescar. De lo que gana siempre deja para ropa; es vanidoso, le seduce verse bien puesto; cuando va a raspar no se pone botas: él se va ‘enzapatado’. 

Al rato salen de la casa tío y sobrino. El tío camina erguido, con un movimiento elegante de brazos. Parece un gran señor. El Mono, pequeño, juguetón, se va dando patadas a las piedras y a las latas que encontraba a su paso. 

El primero ni caso hace a los rumores de que la coca se esté acabando. “Hay poquitica ya; si se acaba, se acaba, y ¿qué podemos hacer? ¡Dejar que se acabe! No pienso ni en eso”. Al Mono, en cambio, le preocupan los runrunes. En su cabeza trata de encontrar una razón que lo tranquilice. “No creo que se acabe; ¡la han fumigado cuatro veces y ahí sigue!; viene la avioneta y fififí… (dice, ayudado con mímica) y suelta ese chorro de veneno. Uno ve cómo se cae la mata. Si se acaba la coca, se acaba la plata”. Atraviesan la calle larga que lleva al muelle y voltean a la derecha antes de llegar al río. Por el camino van tarareando las canciones que salen de las cantinas… 

“Una canción linda te llegará al alma/
por eso me tiene de ti enamorado/
dame otra esperanza que me he enamorado”;
“Arriba de un cerro mataron a un hombre los asesinos”;
“Esta noche tengo cita con una bella mujer/ 
por eso sirvan despacio, no me quiero emborrachar”

*** 

El domingo, muy temprano en la mañana, empieza el bullicio en el muelle de Los Maderos. Al otro lado del río, como una pared, está la montaña. En lo alto, tiene su campamento el Ejército. 

Los raspachines llegan con su morral a la espalda, sus cachuchas de colores, sus radios Sony —tan grandes como la palma de una mano— colgados de un hombro, las estopas donde van echando la hoja y el aro amarrado fuera del morral. Todos con botas pantaneras, a algunos se les asomaban las medidas gruesas de lana. Van formando corrillos. Cuando un grupo está completo, se embarcan y parte la canoa, río arriba, repleta de obreros, ollas, bultos. 

A las nueve, aparece el Mono, sin morral, sin pinta de raspachín… 

“No me voy”, es lo único que dice y se sienta al lado de un árbol; la cabeza en los brazos y los brazos sobre las rodillas, no aparta la mirada del caudaloso río. Sigue esperando al patrón con el vale en el bolsillo. Al mediodía, por fin, lo encuentra. Cambia vale por dinero y corre a la casa. Cancela la deuda de una semana de su mamá en la tienda, se pone la ropa de obrero de la coca, vuelve al muelle, y con el poco dinero que ha guardado para él, compra un almuerzo servido en un plato de Icopor. Con él se sube a la canoa y se acomoda entre los bultos. Es el último pasajero en subir. Va contento, con su camiseta llena de agujeros y su pantalón negro remendado. En un bolsillo lleva una cauchera. La muestra orgulloso: “es para darles piedra a los ‘guerros’”. Uno de los raspachines ríe a carcajadas por la ocurrencia. Sabe que el niño la usa para matar una que otra tortolita, después del trabajo. 

Cuatro hombres y una mujer se bajan con el Mono en uno de los dos muelles que hay en la desembocadura de un caño media hora abajo, por el río… Al otro lado se ve el otro muelle, y en el morro, el campamento de los paras. Siempre hay uniformes verde militar secándose al sol en las cuerdas que van de árbol a árbol. Durante todo ese domingo se dio allá la compraventa de la ‘mercancía’. Un hombre, de mediana edad, con revólver al cinto, la recibía y la probaba en un reverbero minúsculo protegido entre tres tablas. En un costal tirado en el piso iba echando la coca aceptada. Pagaba con fajos de billetes que sacaba de una mochila vieja, echada, como si nada, sobre la mesa. 

El pequeño raspachín y sus compañeros toman gaseosa o cerveza en la casa-tienda-billar de madera, lo único construido en ese sitio, y, con sus morrales a la espalda, entran al camino angosto que se pierde en la montaña. Van de afán: les esperan cinco horas de camino y un paso muy feo, Quitafrío, una cuesta que le roba la respiración hasta al más ducho. Caminan tratando de evitar los charcos profundos, para que el agua no se les meta en las botas. No quieren caminar con los pies mojados. Es por eso que se les pelan los pies; por eso los raspachines parecen escamando todo el tiempo. Al Mono, refundido entre los obreros grandes, se lo traga muy rápido la selva.

La rutina en el cocal la conoce de memoria. Llega a la finca y guinda la hamaca en cualquier lado. A las dos de la mañana se despierta, “para estar uno mirando cómo llegan los guerrilleros mañaneados”.

Vive, como todos, prevenido: “donde uno mire una linterna que apague y prenda, es la guerrilla”. Ha pasado dos sustos bravos, los dos en pleno día, mientras raspaba. 

Un día, empezaron a darse plomo. “Caían las balas; había unos manes en el filo y decían: ‘¡ahí van, ahí van!’, y nosotros corriendo hasta llegar al puerto…”. Otra vez, también se encendieron a plomo guerrilla y paracos. Murió uno de cada bando y quedó herido un civil. “No pasó nada más”, dice el Mono como si no valiera la pena contarlo.

A las cinco de la mañana se desayuna con arepa y caldo. Se baña y se alista para la jornada. Se acomoda el aro —hecho con la tapa plástica de las canecas de gasolina—, lo asegura con cabuya en la cintura, le amarra la estopa y se va al cultivo. 

A las once es el almuerzo: sopa, plátano, yuca, carne… La casa está lejos del cultivo, les llevan la comida ahí, servida en hojas de plátano. 

Es una jornada dura. “Así el sol esté quemando, uno va a salirse y no puede porque tiene que trabajar; si descansa, da pereza volver”, dice este niño, poco dado a quejarse. Por eso es bueno andar con algún compinche. Se dan ánimos el uno al otro. Cuando fallan las fuerzas o se hace insoportable el dolor en la cintura, descansan debajo de un árbol; toman agua y se quitan, al menos unos minutos, el sol de encima. A las cuatro de la tarde termina el trabajo. 

Cada uno lleva su estopa llena de hojas al cambuche, y el patrón la pesa en una romana. Las cifras las va anotando en un cuaderno. Como hay corte malo y corte bueno, las ganancias varían. “La semana anterior la hoja estaba ‘rebuscona’, ni mala ni buena; la culpa la tiene el dueño que nos pone a trabajar en un charrasquero”, explica con un poco de rabia el pequeño raspachín. 

En la noche, muy temprano, el Mono se mete a la hamaca. Duerme hecho un nudo, envuelto en el cobertor, tiritando de frío, es una noche de lluvia… 

***

Émerson no es el único niño raspachín de La Gabarra, pero tal vez es el único que tiene sobre los hombros la carga completa de una familia. José, de trece años, comparte ese peso con su papá; entre los dos sostienen una familia de ocho hijos. No han logrado reunir ni para una cama. Sobre cuatro estacas acomodaron una tabla y, sobre ella, el colchón. Ahí, y en una hamaca llena de rotos, duermen todos. 

José es muy tímido y nervioso. Siempre esconde la mirada y responde con monosílabos. Teme salir en gallada por los alrededores del pueblo: “Por ahí salen esos hombres”, por eso les saca el cuerpo a las invitaciones a jugar, se escabulle como animal asustado. Un brote seco, como carrasposo, le cubre el cuello, los brazos, la cara… ¡todo! Sus amigos lo llaman Chapao el Picado. “La mata pica y produce espasmos en la sangre”, explican los que saben del oficio. Y eso le pasó a José desde el primer día en que dobló la cintura para raspar la hoja de color verde esmeralda. A algunos les sucede con solo pasar por un cultivo. José no ha dejado de ir a trabajar. En su morral carga pastillas de Glisodine y un tubo de Dermotate, crema. Poco le ha servido el tratamiento.

Chayán, de quince años, ha llegado a ganar 80.000 pesos a la semana. Es afortunado. Le da algo a la mamá y el resto lo gasta en golosinas y en jugar maquinitas. “Es bueno tener plata”, asegura. Pero desde la masacre paramilitar de 1999 se ha vuelto temeroso. A la semana siguiente se fue a raspar y soñó con los muertos. “Soñé que me agarraban y yo salía espantado a correr. Al día siguiente me paré y regresé a la casa”. Jairo, de catorce, deja también “en veces” dinero para las maquinitas. Pero lamenta que ahora haya pocas: “Cuando la coca estuvo buena en el caserío, había juegos por todos lados”.

Ni el Mono, ni Yeisson, ni Armando, ni José, ni Chayán, ni Jairo saben leer ni escribir. Y todos tienen una disculpa para no ir a la escuela: “No me gusta”; “Si mi mamá sale para una finca y le llega a pasar algo, uno se queda solo en La Gabarra y nadie le va a avisar”; “Los profesores son bravos, le pegan a uno”; “¿Para qué estudio si lo que quiero es tener plata?”. 

Pero todos saben ya de borracheras y de apuestas en el billar. Se han pasado de tragos con amigos, solos o acompañados de familiares.

Yeisson se ha emborrachado dos veces con su mamá, una mujer joven y llamativa. “Mi primera vez regresamos los dos borrachos a la casa; partimos botellas. Yo tenía ocho años”. Se siente orgulloso de la belleza de su mamá. “Huy, una vez nos cogió la guerrilla en un retén. Nos salvamos porque al comandante le encantaba mi mamá”.

Hace unos años, cuando la coca en La Gabarra estaba buena, el número de niños que iba a los cocales era mayor. “Uno llamaba a lista en el salón: ‘¡Fulano!’ ‘¡Está raspando, profe’; ‘¡Mengano!’ ‘Está raspando…!’”, cuenta una profesora. 

Ella y sus colegas cargan muchas preocupaciones: la mayor inquietud es ver cómo los paras se ganan a los niños del pueblo. Reparten balones de fútbol, camisetas y afiches del América; regalan dinero a sus protegidos. Uno de ellos, Pelufo, está en cuarto de primaria. Actúa como un gran capo; incluso utiliza distintos peluqueados: redondo o chipolo, corte de plancha…

Basta una señal suya —con el dedo o la mano— para que al menos cuatro de sus compañeros de salón —sus guardaespaldas— corran a ver qué se le ofrece. Manda por gaseosas y 

las reparte entre sus fieles. También les regala guayos, camisetas, maletines, pistolas de bolitas… Sus guardaespaldas pelean por él cuando hay problemas.

—Todo esto ayuda a que los pelados piensen solo en la plata y les parezca inútil el estudio. A la mayoría de los niños les gustan las armas y la plata —se atreve a afirmar el rector de una de las escuelas.

Otro motivo de inquietud es la familiaridad, la insensibilidad de los niños frente a la muerte. Cuando hay masacre, son ellos los primeros en correr al puesto de policía a curiosear los cadáveres. “Me gusta mirarlos; ¿qué tal que entre los muertos esté un familiar o un conocido de uno?”, es la disculpa que dan todos para empinarse y tratar de mirar por cualquier rendija la hilera de cuerpos tirados en el piso.

***

El martes en la tarde, Gloria sale de afán de la casa. Hay malas noticias: por los lados donde estaba el Mono sacaron a todos los raspachines. Los paracos avisaron que no podían proteger los cultivos y que era mejor que se fueran… 

Con paso ligero, raro en ella que parece que las cosas y los problemas no le generaran mayores angustias, con la bebé tapada con un pañal para protegerla del sol ardiente de las dos de la tarde, atravesó el potrero, cruzó la calle principal, donde está la mayoría del comercio, y siguió la calle que baja al muelle. 

Hay revuelo en el caserío. Es inusual ver raspachines regresando a deshoras, un martes en la tarde. Los rumores empiezan a crecer. “Están llegando pálidos; tiene que haber muerto”.

A las seis, cuando ya Gloria se ha cansado de esperar en el muelle, aparece su hijo en la casa. Viene de mal humor, con su cara de hombre agobiado por las preocupaciones. 

Saca un balón que le regalaron días antes, sale a la calle, encharcada y llena de barro por los aguaceros de dos noches seguidas, y se pone a jugar fútbol con sus tíos y vecinos… Patea duro el balón, con rabia, refunfuñando.

Sus compañeros de juego respetaron su silencio, sus ganas de no hablar. Saben que no le gusta regresar al pueblo antes de tiempo. Se aburre. Los días de semana no hay bullicio, no hay tenderetes en las calles donde se ofrecen ollas, ropa, juguetes. Solo los fines de semana, cuando los obreros regresan con los bolsillos llenos de billetes, el pueblo se anima. Solo esos dos días las cantinas se ven llenas de mujeres.

Por eso los días sin trabajo trata de aplacar el aburrimiento ‘caucheriando’, tirándoles a los pájaros grandes. A los pequeños, confiesa, no es capaz de matarlos. O baja al río a pescar, o espera que un conocido le dé una ‘paloma’ para manejar un motor fuera de borda. Aprendió a manipularlos viendo cómo lo hacen los mayores.

“¿Dígame, ¿en día y medio qué alcanzo a raspar?”. Es lo único que dice el Mono, cuando por unos minutos el juego de fútbol se detiene. Regresó con apenas 24.000 pesos en el bolsillo; demasiado poco para cubrir sus obligaciones semanales. Sigue dándole duro al balón. No quiere hablar con nadie. Quiere rumiar solo sus preocupaciones de hombre grande. 

La Gabarra

Septiembre 2004


[Continúa]

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