Escribir desde el confinamiento: el universo literario al interior de la cárcel


¿Cómo promover la escritura en entornos de encierro? ¿Cómo surgen las historias literarias en centros carcelarios? En este texto, el escritor Cristian Romero comparte una mirada íntima y reflexiva sobre su experiencia en la cárcel Bellavista de Medellín. Un contenido del especial Historias que liberan: promoción de lecto-escritura en centros penitenciarios de Colombia.

Por Cristian Romero*

En pleno confinamiento obligatorio por la pandemia del Covid-19, desde Diario de Paz Colombia me invitan a escribir un texto sobre mi experiencia dictando un taller de escritura creativa en el Centro Penitenciario Bellavista de Medellín.

Hay algo extraño e irónico en todo esto: debo escribir sobre un proceso de creación literaria en una cárcel, justo en un momento en el que la escritura se me ha vuelto una cuesta arriba; es decir, ahora mismo, en medio de las ansiedades de la pandemia, en medio de esta cuarentena que pareciera que nunca va a terminar, lo que menos me apetece es escribir, y cuando digo escribir también me refiero a mis propios procesos creativos: una novela en ciernes y un libro de cuentos ya terminado que debo revisar. Mi ánimo no está en el mejor tono. Recuerdo, entonces, las caras de los internos que asistían a mi taller y me pregunto qué les podría decir en estos momentos.

Una situación diferente

Ya sé, la mía, la nuestra, no es exactamente la misma situación. Mi encierro no está mediado por una culpa ni tampoco me agobia los ojos con esas paredes de cemento árido e incoloro, con esa arquitectura monótona y simple que se cuartea y se humedece por partes. Es injusto ponerme en su misma situación: ahora mismo, ellos están viviendo un doble encierro. Al ya impuesto por la ley, a la ya condena de una celda de pocos metros de ancho por pocos metros de largo, se suma el apocalipsis lento y angustiante que palpita afuera de esa enorme mole de concreto. 

Adentro, ellos seguirán lidiando con la ya sabida sobrepoblación carcelaria, con los horarios rígidos y con las deprimentes condiciones de insalubridad. A eso, ahora, se tendrá que sumar la imposibilidad de recibir visitas de sus seres queridos y el miedo constante de un contagio interno. 

Las visitas

Esta fue la primera recomendación que nos dieron a Juan Pablo Henríquez, mi compañero tallerista, y a mí: no hagan los talleres ni viernes ni lunes, ni siquiera jueves ni martes. Los fines de semana ellos reciben las visitas de sus familiares, así que los últimos días de la semana la ansiedad va a estar disparada y los primeros días el ánimo va a estar por el piso luego de despedirse, otra vez, de las personas que aman.

Hubo días que no pudimos entrar. Nos quedábamos afuera, esperando en la fila eterna. Hubo otros en que ni siquiera alcanzamos a hacer la fila. ¿Qué pasaba adentro? Unas veces el conteo no daba. Otras, algunos reclusos estaban enfermos. Muchas veces ni siquiera nos dieron una explicación.

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El bibliotecario

El taller se llevó a cabo en la biblioteca del centro penitenciario. El mobiliario del lugar consistía en una amplia mesa rectangular que ocupaba el centro del salón; a un lado, contra la pared, se ubicaba una pequeña mesa y sobre ella un computador que permanecería casi siempre apagado; atrás, un escritorio de pared a pared sostenía dos computadores de esos de pantallas barrigonas y cortaba el paso hacia los estantes con los libros que estaban al fondo. En el piso había una caja y reconocí en su interior algunos títulos de Mario Mendoza (luego supe que los libros de este autor son los que más se roban en los centros penitenciarios), algunas ediciones de Narraciones extraordinarias de Edgar Allan Poe y otros tantos libros de Laura Restrepo. 

Conocimos a Carlos, el interno que había sido delegado como el encargado del lugar, un tipo sonriente y de parpadeo excesivo que, sin embargo, reflejaba en su lenguaje corporal una tranquilidad que me sorprendió, una seguridad que no pensé encontrar al interior de esas paredes. Le noté un acento raro, le pregunté de dónde era y él me contestó que era colombiano, pero que vivió algún tiempo en Brasil. Agregó que era antropólogo y que hablaba portugués. “¿Quieren tomar tinto?”, nos preguntó.

El novelista

Hubo un primer grupo que no superaba las diez personas. Luego veríamos que no podíamos esperar que fuera siempre el mismo: unos venían, otros iban, volvían o nunca regresaban. Cada sesión sería, posiblemente, la última vez que los veríamos. 

En mi caso, ese primer día, lo primero que quise hacer fue no pensarlos como culpables de algún crimen. No me interesaba saber su prontuario criminal. Todos, de hecho, me resultaron unos hombres muy agradables, algunos con una obvia timidez que me generaba curiosidad. 

Uno se me acercó y me dijo: “Estoy escribiendo una novela negra sobre mi experiencia como policía”. No ahondé en los detalles personales, le pregunté más bien cómo había sido el proceso de escritura. “Yo escribo a mano en un cuaderno”, me dijo, “ya tengo mucho adelantado”. Lo detallé: era de mi misma estatura y tenía unos ojos color avellana, profundos. Señaló a Carlos, el antropólogo-bibliotecario: “Él me ayuda a pasarla a este computador”, dijo.

Volví la vista al aparato que casi siempre permanecería apagado y vi que su teclado estaba limpio, no tenía ni una pizca de polvo. El novelista me mostró un par de páginas y me sorprendió su capacidad narrativa. Tenía algunos problemas en su escritura, por supuesto, pero había algo intuitivo en su forma de contar, algo que mostraba muchas lecturas, mucho tiempo dedicado a los libros policiacos, se notaba que poco a poco había ido atrapando las reglas básicas de este género. “Está muy bien, hombre”, le animé. Me contó que quería participar en el concurso de Medellín Negro y que se había leído todos los libros de Gustavo Forero. Me emocionó su entusiasmo y le dije que siguiera así, que no parara de escribir. Sesiones después, me contó que había hablado con Gustavo Forero. “¿Cómo lo hizo?”, le pregunté. “Llamé a un número de teléfono que estaba en uno de sus libros”. “¿Y usted qué le dijo?”, agregué. “Le di las gracias por su trabajo”.

El grupo 

En contraste con el caso del novelista, la mayoría de los internos no había leído nunca un libro. Unos pocos afirmaron que les gustaba Mario Mendoza. Había otro que escribía poesía en un cuaderno y nunca dejaría de hacer mala cara durante todos los talleres. Al finalizar la primera sesión varios se acercaron a preguntarnos cómo podían encontrarnos fuera de la cárcel. “Para cuando salgamos poder visitarlos”, dijeron. Juan Pablo y yo nos miramos extrañados y les dictamos nuestros nombres y las bibliotecas en las que trabajábamos. Ellos apuntaron los datos con mano temblorosa en sus cuadernos. 

El plan de estudio

Intentamos seguir un plan de estudio, un hilo consecutivo en el que cada clase recogiera los frutos cosechados en la anterior, pero la intermitencia de los asistentes que ya señalé, así como su estado de ánimo variable, hizo imposible seguir con esta línea. Así que Juan Pablo y yo decidimos reinventar todo: cada sesión sería auto conclusiva, empezaría y se acabaría el mismo día, y no sería un condicionante para asistir a la siguiente. 

Por lo demás, siempre tratamos de superar lo meramente anecdótico, jugar con las palabras y encontrar las posibilidades de enunciación que ofrece el lenguaje, la manera que pueda ser usado para imaginarse muchos mundos. Empezamos desde lo más básico y avanzamos despacio, siempre despacio, sin ninguna ansiedad. Los internos fueron quienes nos dictaron el ritmo. 

Juan Pablo y yo estábamos de acuerdo en algo, no queríamos llegar a lo mismo de siempre: pedirles que reflexionaran sobre su situación, que reflexionaran sobre el encierro, sobre su vida. Creímos que esas eran indicaciones recurrentes en este tipo de talleres y en ese momento intuimos que obligarlos a eso también significaba amarrarlos a sí mismos, imponerles, si se quiere, otro encierro. 

“Escriban sobre lo que quieran”, les pedimos. “La escritura también es un juego”. 

La cuarentena

Mientras estamos en cuarentena debo seguir dictando talleres virtuales y tratando de estimular la creatividad del público de la biblioteca en la que trabajo. A algunos talleristas nos piden idear retos de escritura creativa para que las personas puedan abordarlos durante el encierro. Así ha nacido el hashtag #MiEspacioEnCuarentena. Ahí está todo resumido: vamos a reflexionar sobre nuestro encierro, sobre el tiempo que se detiene, sobre el mundo que ya no camina, sobre nuestra existencia que ahora es estática. 

Vamos a irnos para adentro, decimos: cerraremos puertas y ventanas y solo pensaremos el mundo desde los reducidos espacios de nuestras casas. Pero, ¿qué es, precisamente, reinterpretar el encierro?, ¿cuál es el afán de encontrarnos y por qué se supone que la única manera de entendernos a nosotros mismos es estando encerrados? Es que el mundo iba muy deprisa, dicen algunos, y es cierto, pero que nuestros cuerpos se hayan detenido no significa que nuestras mentes también lo hayan hecho.

Mientras tanto, me encuentro con los discursos de couching que pululan en las redes sociales y dicen que hay que aprovechar el tiempo para volvernos mejores personas, para generar proyectos a futuro, para consolidarnos como emprendedores, y yo pienso que una cosa muy distinta es el encierro voluntario y otra el encierro obligatorio y normativo.

Recuerdo el texto que me animaron a escribir desde Diario de Paz. Pero no es lo mismo, me digo, no es exactamente lo mismo. 

El microuniverso

Después de algunas sesiones dejamos de ver al que estaba escribiendo la novela negra. Lo único que pudimos averiguar es que su proceso judicial ya estaba en otras instancias. Otro, un ingeniero, poco lector y sin embargo bastante agudo en sus comentarios e ideas, tampoco volvió. 

Algunos, en medio de chistes y tomaduras de pelo, contaban por qué estaban adentro. Se burlaban de sí mismos, de sus compañeros, puede que incluso hasta de nosotros. Todo el tiempo, Juan Pablo y yo, fascinados, sentíamos que había algo que se nos escapaba. Que allá, adentro, los internos habían desarrollado su propio código para comunicarse, para decir cosas sin ser dichas, para evadir la vigilancia extrema de los guardias. Cada microuniverso crea su propia gramática, pensé, tuerce el lenguaje y lo usa como un elemento de resistencia. 

Probablemente, sin ser conscientes de ello, estas personas habían hecho ejercicios de escritura y reescritura creativa mucho más interesantes que los que nosotros les proponíamos. Cuando esos juegos comunicativos salían a flote, sonreían de una manera distinta, los ojos les brillaban con suspicacia, era como si, por un momento, ellos se hubiesen escapado del ojo que siempre los observaba.

Los sueños

Volvamos al hashtag #MiEspacioEnCuarentena. Cuando se planteó, a los gestores de lectura encargados nos pidieron un texto como ejemplo para estimular a los participantes, y yo, poco entusiasmado, escribí un microcuento sobre pájaros que ahora, desde los cables de la luz y las barandas de nuestros balcones y ventanas, nos observan extrañados. Nada del otro mundo, solo invertí los papeles.

Recuerdo el último día del taller en la cárcel Bellavista. Hicimos un ejercicio de escritura a partir de los sueños. La idea es que dos personas, al mismo tiempo, le contaran a otra, por cada oído, un sueño distinto que hubiesen tenido recientemente. Al final, debían hacer un mix con esos sueños que, por supuesto, eran fragmentarios y en muchos casos bastante ilógicos, y convertirlo en un texto único. 

Más o menos todos los textos que se leyeron al final giraban en torno a lo mismo: cielos, aves, alas. Había una recurrencia con los pájaros como protagonistas o en las sensaciones flotantes. Todos volaban o querían volar de alguna forma. 

Al final del taller nos despedimos, ahora sí con la certeza de que no nos volveríamos a ver. De nuevo se nos acercaron con la misma pregunta, algunos de ellos incluso la estaban repitiendo: “¿Cómo los encontramos cuando salgamos de acá?”. En ese momento se me ocurrió que esa era su forma de hacernos un cumplido, que a pesar de saber que esos encuentros nunca iban a ocurrir, con esa pregunta nos estaban dando las gracias. 

Juan Pablo y yo, otra vez, les dictamos nuestros nombres y les indicamos las bibliotecas en las que trabajamos. Ellos apuntaron los datos con mano temblorosa en sus cuadernos. Algunos, antes de irnos, nos regalaron los textos que escribieron. 

Brillo en los ojos

Y si de verdad, algún día, me vuelvo a encontrar con ellos, ¿qué les diría? No lo sé, quizás solo me gustaría escucharlos. Probablemente en algún momento se me ocurriría preguntarles si volvieron a soñar con pájaros, pero me abstendría. Lo único que espero, eso sí, es que sonrían con el mismo brillo en sus ojos que destellaba cuando jugaban con sus chistes encriptados —la misma suspicacia de saberse en un instante de libertad— y con el mismo anhelo de que tiene que haber un afuera y, a su vez, un futuro. 

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* Cristian Romero es autor del libro de cuentos Ahora solo queda la ciudad (Hilo de Plata Editores, 2016) y de la novela Después de la ira (Alfaguara, 2018). En el 2017 fue seleccionado en la lista Bogotá 39, promovida por la FILBO y el Hay Festival. Actualmente trabaja en el Sistema de Bibliotecas Públicas de Medellín.

Ilustración: Andrés Caicedo Hernández

Este artículo hace parte del especial Historias que liberan: experiencias de promoción de lecto-escritura en centros penitenciarios, producido por Margarita Villada. 

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