Seguimos compartiendo los textos producidos en colaboración con nuestros lectores, como parte del Club de Lectura Virtual. Desde Armenia, Quindío, la autora de este ensayo profundiza en temas como el poder y la violencia en Colombia, reflejados en la primera novela de García Márquez. Un contenido del especial Leer para entender La hojarasca, del reto 10 libros en 2020.
Por Nancy Ayala Tamayo* [Armenia, Quindío]
Macondo es una entidad metonímica que, si bien está ambientada en un pueblo del Caribe colombiano, podría corresponder a la región entera, a Colombia y a Latinoamérica.
Con La hojarasca, Gabriel García Márquez inaugura su saga fantástica contada en modo de tragedia; ésta instaurada desde el momento en que la conquista española se ensañó sobre nuestros territorios. Dicha entidad se representa en media hora, desde las 2:30 hasta las 3:00 p.m., a través de las voces de tres personajes —el coronel, su hija Isabel y su nieto—. Todos tres narran, desde un monólogo interior que se alterna, se superpone, se complementa y se reitera, los sucesos de Macondo, en un período de veinticinco años que arrastra otros anteriores.
El eje de la historia es la llegada de un extraño doctor al pueblo hasta el momento de su suicidio y entierro. Desde la perspectiva de cada uno de los tres narradores, el relato muestra una postura estético-ética del autor, una realidad constituida por varios planos.
La historia del médico corre en paralelo con la de la familia del coronel, un patricio liberal con todas las atribuciones de derechos y privilegios correspondientes que le permitían decidir hasta por la persona que se casaría con su hija. En busca de un lugar para asentarse, luego de haber participado en las guerras civiles de finales del siglo XIX en Colombia —en las cuales fue derrotado—, encuentra esa tierra que tomará el nombre de Macondo, a la que también llegaron otros desplazados de la guerra. Más adelante, debido a los acontecimientos, la voz de los pobladores se expresa sorprendida:
“Cuando vinimos a Macondo y apreciamos la calidad del suelo, sabíamos que la hojarasca había de venir alguna vez, pero no contábamos con su ímpetu”.
Se refieren a la compañía bananera que como un remolino llegó perseguida por una hojarasca constituida de “desperdicios humanos y materiales de otros pueblos”, “rastrojos de una guerra civil”, “olor multitudinario, olor a secreción a flor de piel y recóndita muerte”, “desperdicios de mujeres solas y hombres”, “hojarasca humana”. [Lee también: La plantación bananera y el mundo caribeño en la novela La casa grande]
En fin, con todo ese material se configuró Macondo, mientras que el remolino de hechos fue acumulando los factores propicios para incubar una violencia que en la obra se novela como tragedia; tragedia actualizada de manera permanente en Colombia hasta la fecha.

La tragedia del poder y la violencia
Sabido es, por su propia autobiografía y por las múltiples conferencias y entrevistas realizadas, que Gabriel García Márquez estaba interesado en trabajar alrededor de una poética histórica sobre la violencia y el poder. Quería hacerlo, no presentando hechos de sangre y destrucción como hasta el momento lo hacían otros autores, sino observándolas como un sistema que, como tal, se expresa en la cotidianidad. Su escudriñamiento se dirigió hacia la comprensión de estos dos fenómenos, sus modos de operar, sus causas y sus consecuencias.
En un contexto histórico, el coronel representa a los patricios liberales derrotados por los conservadores quienes, entre finales del siglo XIX y comienzos del XX, salen en busca de tierras para fundar poblados y se convierten en la autoridad alrededor de la cual gira la vida de los habitantes, tal como ocurre en Macondo.
Alrededor de estos patricios se establece una comunidad que en la narración se presenta como pre-moderna, y en la que, por ejemplo, las costumbres de los vecinos son conocidas por todos; una convivencia que cimentada además en relaciones de autoridad/poder entre el coronel y los habitantes de Macondo.
Pero el aspecto nodal de estas relaciones lo constituye el devenir del poblado “que era un callejón con un río en un extremo y un corral para los muertos en el otro” y que con la llegada de la hojarasca se convirtió “en un pueblo diferente y complicado”. Los pobladores se declaran sorprendidos por su ímpetu, en clara alusión a lo que tuvieron que enfrentar: una modernización ambigua y desordenada, pivotando sobre la aparición de la compañía bananera que genera la ruina del pueblo, pero que lo deja expoliado luego de su efímero esplendor. Los habitantes, al ver sobrepasados sus modos de estar en el mundo por los sucesos nuevos, sin comprenderlos, sintiéndose desplazados, solo atinaban a decir “ahora nosotros éramos los forasteros, los advenedizos”.
Es concebible que en estas circunstancias los pobladores fueran escalando desde sus pequeños rencores hacia otros de mayor nivel. Es comprensible que las relaciones de autoridad/poder se modificaran. En Macondo, la autoridad cívica o moral del coronel —autoridad que no estaba soportada en la imposición— se resquebraja en favor de un poder hasta entonces no conocido: el de los habitantes que, organizados ya alrededor del odio y del resentimiento y amenazados por lo desconocido, migran hacia una opción de poder —autoridad soportada en la imposición que encarna el alcalde— y se enfrentan abiertamente a la decisión del coronel de darle sepultura al doctor.
El pueblo se desplaza hacia la tiranía y se solaza anhelando el olor a podredumbre del cuerpo del extraño que decidió vivir encerrado en su casa. “Todos los hombres y mujeres de Macondo, al pasar por esta casa decían: tarde o temprano almorzaremos con este olor”. Esperan pacientemente cobrar venganza, aunque en las casas “el arroz se quemara y la leche se derramara”.
Por supuesto, esta opción de poder se sitúa, pero no completamente, desde la afrenta directa que sufrieron los pobladores por parte del doctor, quien se negó a atender a los heridos —que se entiende que son los que dejó el episodio conocido como la Masacre de las bananeras—. Sucede que él es un extraño que no se integra a las costumbres de los pobladores pues tiene las propias: es poco amigable con ellos, se asemeja a un animal come hierba como los burros— y además se va a vivir en concubinato con la guajira Meme, un personaje que se atreve a vestirse y portarse como una señora.
Terrible desafío el que incuba este hombre en quienes ven desvanecer su visión del mundo, en quienes hallan en él un chivo expiatorio para apaciguar el remezón al que están siendo sometidos. La opinión pública va ganando fuerza hasta convertirse en tiranía: ahora son ellos quienes intentan ejercer su poder contra la decisión del coronel de enterrar al muerto. Buscan de este modo restablecer el equilibrio perdido.
El coronel en el espejo
La fatalidad es el sino trágico de Macondo. Allí no hay esperanzas, no hay futuro. Su vida cotidiana está circunscrita a guardar los baúles en los que se acumulan objetos y recuerdos. Como señala Isabel, la hija, “estamos sembrados a este suelo por el recuerdo de nuestros muertos remotos… en los baúles está guardada la ropa de todos los muertos anteriores a mi nacimiento”.
La irrupción violenta que sufren es vista por ellos como un destino trágico, como una predestinación. De igual manera se expresa el coronel: “Desde cuando el doctor abandonó nuestra casa, yo estaba convencido de que nuestros actos eran ordenados por una voluntad superior contra la cual no habríamos podidos liberarnos”.
Así pues, el coronel anhela su liberación y tal vez con él la de todo Macondo. No es casual que los espejos estén presentes en la narración. Ante un espejo Isabel se mira y se pregunta por su identidad; frente a un espejo el niño se mira y se dice “ese soy yo”. El coronel también se mira ante otros dos espejos.
El primero es la soledad del doctor forastero de quien dice a su segunda esposa que “es un hombre sin nadie en el mundo y necesita que se le comprenda… ni siquiera conocemos su nombre”; de quien recuerda: “permanecimos así, pensativos, frente a frente, él en su asiento de cuero, yo en el mecedor…Me acordé de su vida, de su soledad, de sus espantosos disturbios espirituales… en aquel instante no tuve la menor duda de que había empezado a quererlo entrañablemente… y súbitamente, a una nueva mirada de sus duros y penetrantes ojos amarillos, tuve la certeza de que el secreto de su laberíntica soledad se me había revelado por la tensa pulsación de la noche”.
El segundo es la lucha interna que libra el otro extraño que llega al pueblo, el sacerdote, llamado aquí El Cachorro. Con respecto a este último señala
“caí en la cuenta de que algo extraordinario le sucedía a sus noches. Se le oía moverse en el cuarto con una atormentada y enloquecedora insistencia, igual que si en esas noches lo recibiera en el cuarto el fantasma del hombre que había sido hasta entonces, y ambos, el hombre del pasado y el hombre presente, se empeñaran en una sorda batalla en la cual el pasado defendía su rabiosa soledad, su invulnerable aplomo, sus personalismos intransigentes; y el presente, su terrible e inmodificable voluntad de liberarse de su propio hombre interior”.
Con la observación de estos dos extraños, el coronel en realidad está observándose él mismo. Es la misma lucha que libra en su laberíntica soledad interior, la que empieza a comprender, a querer entrañablemente, logrando así su propio apaciguamiento y el de todo Macondo. Para lograrlo, tal vez él deba extrañarse del pueblo.
Con la certeza de que de este modo puede evitar el proceso de total aniquilación espiritual, el coronel decide pasar por alto los deseos de los habitantes de Macondo alimentados por el acumulado de años de rencor y violencia, y se dispone a hacer el duelo que los involucra a todos.
Lo viejo ser enterrado para dar paso a lo nuevo, ahora con la conciencia del amor que sana y haciendo el debido duelo. En una acción que intuye como la superación de la fatalidad y la tragedia —que no le fue dada a Antígona y que se registra como epígrafe de la novela—, se dispone a enterrar al muerto.
No es casual que sea el niño quien abre y cierra el relato; en su monólogo solo da cuenta del presente que corresponde por su edad. Aunque, claro, él posee los gérmenes de su padre, como dice su fatalista madre. No es casual que en las últimas líneas de la novela el niño observe que “el ataúd queda flotando en la claridad”, aunque el temor de lo que pueda suceder una vez salgan con éste hacia el cementerio lo haga reflexionar: “Ahora sentirán el olor. Ahora todos los alcaravanes se pondrán a cantar”. Pero la claridad ya se había revelado, luego de la tensa pulsación de la noche.
*Nancy Ayala Tamayo trabajó en la Universidad del Quindío y desde que se jubiló, hace ocho años, se vinculó al Taller de lectura y escritura creativa Relata-Quindío. Escribe sobre todo relatos y cuentos, ha coordinado la edición de dos publicaciones y publica columnas en dos de los diarios regionales.
Lee también de la misma autora:
- A propósito de la figura del patriarca en la novela La casa grande
- El espíritu libertario en Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón
- El héroe y el villano. Una mirada sobre A lomo de mula: viajes al corazón de las Farc, de Alfredo Molano
- El ensalvajado Pacífico colombiano. A propósito de la novela La perra.
Referencias en el texto:
- Figueroa, Mario Bernardo (2003). Escrito sobre La hojarasca. El objeto y el duelo.
- Lastra, Pedro. La tragedia como fundamento de La hojarasca.
- Folíaco Machado, Danny (2014). Propuesta para un análisis discursivo de La hojarasca.
- Herrera Montero, Bernal (1984). De La hojarasca al Otoño del patriarca.
- Marin Colorado, Paula Andrea (2012). La narrativa de Gabriel García Márquez vista por Angel Rama.
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