En un lugar muy lejano de las selvas del Alto Andágueda. Un fragmento de ‘El oro y la sangre’


Este es el primer capítulo de El oro y la sangre, un reportaje escrito por el periodista y maestro del oficio Juan José Hoyos. Lee también la historia detrás de este libro y cinco razones para conocer, leer y difundir esta obra. ¿Por qué se dice que en El oro y la sangre está reflejada la historia de todo un país?

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Para escribir este reportaje, Juan José viajó al Alto Andágueda, conoció de cerca e investigó la historia de los indígenas emberá y su relación con el oro.

El oro y la sangre

[Fragmento]

El 11 de junio de 1978, en la región de Dabaibe, junto a un campamento minero situado en Río Colorado, en las selvas del Alto Andágueda, un helicóptero de la empresa Helicol fue atacado a balazos por un grupo de más de cincuenta indígenas emberá, armados de machetes, cuchillos, escopetas, revólveres y cerbatanas.

El helicóptero había despegado esa mañana del aeropuerto Olaya Herrera, de Medellín, al mando del capitán Alberto Jiménez –un veterano piloto de Avianca conocido entre sus colegas como «El Culebro»– y había sobrevolado la Cordillera Central hasta llegar al nudo de San Fernando, situado en los farallones del Citará, en los límites de Antioquia y el Chocó. El capitán Jiménez iba buscando un lugar señalado en el mapa como la confluencia de los ríos Colorado y Azul, en la parte alta del río Andágueda, en territorio del municipio de Bagadó.

En ese sitio funcionaba una mina de oro conocida con el nombre de Morrón desde la época de la Guerra de los Mil Días. En 1975, en los alrededores de la mina, un indígena había descubierto una nueva veta de oro, bastante rica, de la cual se estaban extrayendo grandes cantidades de mineral. La nueva mina era explotada por el hacendado antioqueño Ricardo Escobar González, sus hijos Luis Fernando y Alejandro y algunos socios de la familia. Los indígenas de la región alegaban que la veta recién descubierta era de su compañero Aníbal Murillo y habían tenido algunos problemas con la policía por barequear en las riberas del Río Colorado. Murillo había denunciado su hallazgo en la alcaldía de Bagadó, en 1975, pero la familia y los socios de Escobar alegaban que le habían comprado el derecho.

El helicóptero que comandaba el capitán Jiménez tenía la misión de transportar hasta la mina a un ingeniero y recoger en Río Colorado un cargamento de oro para llevarlo, de regreso, a Medellín, donde iba a ser vendido en una casa de fundición.

La nave aterrizó junto al río y el geólogo bajó a tierra. «El Culebro» apagó los motores y también bajó para descansar un poco. Mientras esperaba que trajeran la carga, estiró un poco los músculos e hizo algunos ejercicios para desentumecer los brazos y las piernas. Mientras tanto, varios trabajadores de la mina salieron del campamento con el oro. En ese momento, como si hubieran brotado de la tierra, un montón de indios armados los rodearon. Un muchacho blanco que los comandaba, y que empuñaba un revólver, hizo abrir las puertas. En un abrir y cerrar de ojos, los indígenas se apoderaron del cargamento de oro y huyeron. El cargamento era de siete libras, según los dueños. Los indígenas sostienen que sólo era de dos.

Otro grupo obligó al piloto y al geólogo a subir al helicóptero. Aunque todavía estaba muy asustado, el capitán Jiménez no dudó en intentar un decolaje rápido, y lo logró, a pesar de que no tenía mucho campo abierto. Después de sobrevolar otra vez los farallones, acompañado por el ingeniero, esa misma tarde pudo aterrizar ileso en el aeropuerto de Medellín.

Mientras tanto, los indígenas emberá, comandados por el muchacho blanco, se reagruparon, se tomaron la mina por la fuerza y obligaron al administrador, Horacio Vélez, y a los 150 trabajadores blancos y negros contratados por los Escobar a abandonar las instalaciones. Los emberá también se apoderaron del campamento situado en la montaña, el molino, la planta de cianuración y los cobertizos tanto de la mina vieja, ya clausurada, como de la nueva, en plena producción. Según las denuncias presentadas por la familia Escobar ante la policía del Chocó, los indígenas se quedaron, además, con 57 reses que pastaban en los potreros de Río Colorado y con 14 mulas enjalmadas que habían ido esa semana desde Andes hasta la mina, por el camino de La Argelia, transportando víveres y provisiones.

Esa noche, por el mismo camino de herradura por donde habían entrado las mulas, el oro robado en el helicóptero fue sacado hasta la población de Andes, en el suroeste de Antioquia, y luego fue llevado en un carro hasta Medellín, donde se vendió al mejor postor con el fin de comprar lo antes posible varios fusiles. Lo de los fusiles, según los indígenas, fue idea del muchacho blanco que les ayudó a tomarse la mina. El muchacho había prestado servicio militar en un batallón especializado en lucha antiguerrillera y en él se había distinguido por su arrojo y su destreza en el manejo de las armas. Se llamaba Jaime Montoya y era nieto de «El viejo» Guillermo Montoya, antiguo dueño de la mina de Morrón. Hasta el día de la muerte del viejo, Jaime había escuchado por boca de su padre las acusaciones que el abuelo hacía a los herederos de Guillermo Escobar, quienes según él habían defraudado sus derechos y los de sus hijos en la explotación de la mina. Los dos abuelos –Montoya y Escobar– se habían asociado desde 1927. Los problemas comenzaron cuando murió el viejo Guillermo Escobar, en la década de los cincuenta, y los herederos trataron de sacar de la sociedad a Guillermo Montoya. Por ese motivo la mina estuvo cerrada muchos años, pero finalmente se reabrió después de un acuerdo verbal entre las partes. Cuando murió el abuelo de Jaime, no había ningún papel que garantizara el acuerdo y los herederos del viejo Escobar desconocieron lo pactado. Desde ese momento, Jaime había comenzado a planear su venganza.

Jaime era sobrino de Eduardo Montoya, uno de los herederos del abuelo que más había batallado contra los Escobar. Por eso conocía de cerca el problema y estaba seguro de que la pelea iba a ser larga. Los Escobar –él lo sabía mejor que nadie– no se iban a quedar cruzados de brazos después del ataque a la mina. Para dar esa pelea, en nombre de su padre y de su abuelo, derrotados en los papeles por el hijo y los nietos del viejo Escobar, Jaime se alió con los indígenas de Río Colorado expulsados de su propia tierra y perseguidos por los hombres de Ricardo Escobar González y sus socios después del hallazgo de la mina nueva.

Con la ayuda de Jaime y de un grupo de muchachos blancos que conocían algo de minería y que llegaron de Andes por esos días, los emberá reanudaron la explotación de oro en la veta nueva al día siguiente del asalto. Cuentan que al cabo de una semana, en la primera lavada, lograron sacar más de dos libras de oro. En la mina empezaron a colaborar también los mestizos Humberto y Orlando Montoya, primos de Jaime e hijos de Eduardo Montoya y de la indígena emberá Ligia Estévez, y por lo tanto nietos del abuelo Guillermo Montoya, aunque de sangre indígena. Ambos, a pesar de su juventud, eran mineros expertos y conocían muy bien el manto de la mina que los trabajadores de los Escobar estaban explotando.

Esa misma semana –el 17 de junio–, tal como lo había previsto Jaime, un destacamento de 36 policías llegó a la región de Dabaibe con la misión de detener a los culpables del ataque al helicóptero y recobrar las instalaciones de la mina para devolverlas a los antiguos dueños.

Cuando se enteró de que los policías se acercaban a Dabaibe por el camino de La Argelia, y supo cuántos eran, Jaime Montoya se encargó él solo de organizar la defensa del campamento de Río Colorado, primer lugar que podía ser atacado por el destacamento. Para ello se valió de todas las artimañas que había aprendido en el ejército en un batallón de contraguerrilla.

Con el propósito de desconcertar a los agentes, Jaime organizó a lado y lado del camino a un grupo de tiradores todavía inexpertos que tenían la misión expresa de hacer fuego cruzado con las pocas escopetas que tenían y los tres o cuatro fusiles AK-47 que habían logrado traer desde Medellín esa semana, después de vender el oro.

El fuego graneado de esas armas logró contener la primera avanzada de siete policías que se atrevió a llegar hasta el campamento, poco después de las doce del día. La acción de las balas fue reforzada luego por otro grupo de indígenas que comenzó a disparar dardos envenenados con sus temidas cerbatanas.

Durante la refriega, Jaime se apertrechó detrás de un árbol, muy cerca del camino, y con un revólver Magnum 357 que había comprado antes del asalto a la mina reforzó el fuego cruzado contra los policías.

De esta forma, los emberá lograron hacer creer a los agentes y al oficial que iba al mando que estaban armados hasta los dientes y que podían resistir combatiendo durante muchas horas.

Los indígenas participaron en el combate con entusiasmo. Jairo Rivera, por ejemplo, aunque apenas había aprendido a disparar dos o tres días antes, apuntaba con un revólver que le había entregado Jaime cuando se oyeron los primeros disparos y apretaba el gatillo cada que veía moverse un policía.

Con la ayuda de los compañeros que venían detrás, los policías soportaron la emboscada hasta las cinco de la tarde. A esa hora el oficial que los comandaba les dio la orden de retirarse hacia las selvas que rodean el campamento, en busca del camino de herradura por el que habían entrado desde Andes una noche antes. Una niebla temprana que bajó de las montañas los protegió del fuego cruzado de los indígenas mientras se retiraban. Poco después los protegieron también las sombras de la noche. En la retirada, los policías abandonaron cuatro mulas cargadas de alimentos.

El comando de policía del Chocó informó públicamente de algunos de estos hechos el 30 de junio y dijo que varios indígenas tahamíes (1) habían atacado una mina de oro, propiedad del hacendado Ricardo Escobar González, y que luego de robar un cargamento de oro se apoderaron de las instalaciones de las minas Morrón y Palomas, situadas en el municipio de Bagadó, al sudeste de Quibdó, en los límites entre Antioquia y Chocó. La policía confirmó que durante el combate no hubo muertos en ninguno de los dos bandos.

En el bando de los emberá, sin embargo, resultó herido a bala, en una pierna, Jaime Montoya. El proyectil atravesó el muslo y le causó algunos destrozos, pero la herida no revistió mayor gravedad. Con la ayuda de los amigos, Jaime logró contener la hemorragia usando algunos pedazos de tela. El 9 de julio, un dragoneante de la policía, amigo de su familia, le envió con un tío una inyección antitetánica y varios sobres de Tetraciclina, con los que pudo conjurar una posible infección.

Esa herida y la victoria rotunda sobre los policías que habían atacado el campamento cambiaron por completo la vida de Jaime Montoya. Desde esa tarde de junio, para los indios emberá del Alto Andágueda, el muchacho de Andes que estaba vengando a su abuelo, a su padre y a su hermano, estafados en el negocio de la mina, se convirtió en un héroe.

* * *

El ataque al helicóptero cargado de oro que dio comienzo a la guerra larga y sangrienta entre los emberá del Alto Andágueda y la familia del hacendado Ricardo Escobar González no fue el primer ataque armado de los emberá a un emblema de la civilización blanca. Fue, por el contrario, un episodio más de una guerra muy vieja que comenzó en las selvas del Chocó desde el siglo XVI, cuando llegaron a esa región los primeros expedicionarios españoles en busca del oro de los yacimientos de Dabaibe y los indios contuvieron sus avanzadas atacándolos con lanzas, flechas, cuchillos, dardos envenenados y cerbatanas.

Desde esa época lejana, el oro de la región de Dabaibe ha estado unido a la sangre y a la leyenda.
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(1) Nombre tomado textualmente del comunicado del comando de policía del Chocó. En realidad se refiere a los indígenas emberá del Alto Andágueda.
© Juan José Hoyos-8
Este libro ha tenido tres ediciones: Planeta (1994), Hombre Nuevo (2005), y Sílaba (2016).

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Fotos: cortesía © Juan José Hoyos y Sílaba Editores

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