La historia de Colombia narrada en el tono de una melodía equilibrada. Lo que cuenta la novela ‘Ver lo que veo’


Este contenido busca promover la lectura de la obra de Roberto Burgos Cantor, el escritor cartagenero que falleció el pasado 16 de octubre en Bogotá, pocos meses después de recibir el Premio Nacional de Novela 2018 por su obra Ver lo que veo. Lee también algunos párrafos selectos para conocer la voz y la obra de Roberto Burgos Cantor y una reseña sobre su vida y legado.

Ver lo que veo es una novela de 530 páginas, en donde –como el autor describió en esta entrevista– los personajes «son boxeadores, ladrones, cantantes, jugadores de casinos, grandes empresarios del ingenio, mujeres; hay salones de belleza y en ese atiborramiento del mundo se van mostrando los perfiles de una sociedad posible, que surgen normalmente de la calle, de algún gesto, una sonrisa de quien algún día escribirá, esas pequeñas observaciones que van definiendo y alimentando, no siempre de manera consciente, la escritura futura».

Según los jurados del tercer Premio Nacional de Novela del Ministerio de Cultura y la Biblioteca Nacional 2018, esta “es una narración sin fisuras en la que se complementan personajes de diferentes clases sociales que dan cuentan de la formación de un mundo presente y de sus orígenes. Los oficios diversos, los honestos y los que crea la necesidad de sobrevivir, las ilusiones con su esfuerzo, su engaño y también su recompensa. La historia de Colombia narrada en el tono de una melodía equilibrada. La armonía de sus frases, el arte con sentido y sonido, la forma y la fábula unidas en un objeto que pertenece a la mejor literatura».

Roberto Burgos Cantor tardó tres años en escribir esta novela. Afirmó que la escribió porque estaba buscando un acercamiento a ese mundo de la gente que no tiene un nombre, que no tiene un lugar en las páginas sociales; buscaba fundamentalmente un mundo sin voz y un mundo sin lugar. Con esta novela empecé la respuesta a esa búsqueda, con la convicción de que en esa gente humilde, muchas veces silenciosa, hay una humanidad tremenda y un mundo de cosas que no han dicho».

La novela comienza con el monólogo de una mujer llamada Otilia de las Mercedes Escorzia. Con una visión que se va debilitando a lo largo de la historia y una voz cargada de imágenes y recuerdos, narra tanto lo que pasa en el ambiente inmediato como los orígenes y crecimiento de un barrio popular de Cartagena.

Para animar a la lectura y como reconocimiento a una vida dedicada a retratar parte del universo colombiano, compartirmos los primeros párrafos de la última novela de Roberto Burgos Cantor.
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Veo lo mismo

[Fragmento]

Siempre veo lo mismo: abro la puerta y salgo, al amanecer, con la humedad de la noche en los brazos y los ojos pegajoso por las lagañas. Algún mal sueño aún me atolondra. El sol asoma detrás de la colina y revienta su luz rojiza contra las murallas de piedras viejas, negras, sin brillo, pelambre de gato enfermo, con grietas y malezas. Entre las murallas y yo está la calle de asfalto gastado que las bordea. La barandilla en e borde. Evita que los borrachos caigan al agua. Bajo la vista y veo la superficie tornasol del lago. Los islotes de mangle. Las garzas de zancos, alertas, hunden el pico largo y sacan sábalos pequeños que se estremecen con agonía antes que los en engullan.

Mi mamá cuenta que el barrio empezó en la lengua de tierra anegadiza en esta orilla del lago. Después no cabíamos y con disimulo rellenamos. Cáscaras de arroz, basuras, cascajos, piedras y conchas marinas, virutas, cartones, periódicos.

Veo lo mismo: al atardecer más allá de las murallas se pierde el sol en el mar y los pájaros revolotean. Las ratas inician sus carreras entre los restos y desperdicios junto al agua. A esta hora el viento la eriza y unas olas bajas golpean el relleno y se deshacen. Empiezan a llegar los vecinos que salieron del barrio por la mañana. Trabajan en albañilería y los reconozco por el envuelto, papel de bolsa de cemento, donde guardan el palustre. Lo llevan en la mano con el nivel. Los plomeros cargan un maletín escolar, remendado, o un rollo de lona de vela en el que envuelven la llave inglesa, un frasco de ácido para destapar cañerías, un tubo de medio metro, galvanizado, una bola de hijo y la lata con goma para sellar escapes de agua. No es que haya mucho trabajo: limpiar zapatos en la calle sin sacar los pies. Vender lotería. Robar relojes o carteras en el mercado público. Meterse en las casas ajenas y salir con la licuadora de los jugos una máquina de escribir o el radio. Los paseantes quienes dicen que van a buscar un trabajo y se les gastan los restos de los zapatos. Los que juegan dominó después del sol fuerte en el embarcadero de la bahía y reúnen la ganancia de las apuestas para beber ron. No me molesta ver esa felicidad indiferente. Me hace sonreír el bamboleo de equilibrista de los borrachos que no oyen ni entienden. Distingo a los mariguaneros por la serenidad de los movimientos al caminar: paso de pisanubes.

No me aburro de ver lo mismo siempre.

¿Qué gano con aburrirme si es lo que tengo?

Abu: irme. Si me oyera la abuela.

Lo mismo veo: al comienzo veía como al amanecer, de pies junto a la puerta de todas las horas. Y uno se cansa. Las várices. Los hongos en las plantas de los pies. Y el óxido en las rodillas que el internista del hospital de caridad dice que es la artritis o el reuma por este clima endiablado. Entonces puse el taburete con clavos de cabeza oxidada y la madera pulida de tanto sentarme y acomodar las nalgas y estirar las piernas.

Al atardecer llegan las mujeres. Dije primero de los hombres. Sí: de los juiciosos. ¿A quién no le gustan los hombres? Ellos llegan antes porque viven del pechiche. Miedosos. Asustadizos. Si uno no los encentra se pierden. Ahora no voy a pensar en eso. Las mujeres de aquí trabajan en el servicio de las casas de la isla de Manga, de la península de Bocagrande, de la lengua de El Cabrero, de las casonas del centro, que se caen solas, convertidas en inquilinatos. Allí barren, limpian, cocinan, hablan con los loros, puyan con el palo de las escobas las superficies abombadas de los techos altos antes que se desprendan los pedazos de escayola y concreto y le rompan la crisma a alguien. Las libertinas abren su circo, levantan la pollera con alegría espontánea, dejan asomar su estrella de pelusa negra en el vértice de las dos columnas lisas de un ébano suave que dan ganas de besarlas, de pasar la lengua, de oler y oler, y enseñan a los niños de la casa a poner el gusano en las fauces unidas de la leona como ostras, en el balanceo del trapecio. Domesticar el gusano sin látigo. Puro silbido de ternura. Ven, no tardes tanto.

La luz se fuga, los pájaros del lago y de las ciénagas esconden el pico bajo las alas, y el olor que se riega de los fogones en los pies despierta el hambre, tan controlada, las ganas de comer. El arroz con coco cada tarde a punto de quemarse. Los cangrejos hervidos. El plátano asado, tentación encima de las brasas. De tanto ver lo que se ve uno imagina lo que ve. ¿Seré mirona, mira que mira siempre: después el mundo desaparece y si alguien no vio… ¿qué quedará? No es olvido.

Veo lo mismo…

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