Leamos juntos la «Convocatoria a la paz grande»


Con este texto damos inicio a una estrategia de lectura, apropiación social y difusión del Informe Final de la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición: «Hay futuro si hay verdad». Conoce el plan 2023 del Club de Lectura de Diario de Paz ¡y lee con nosotros!

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Derechos de autor y créditos correspondientes: El Informe Final Hay futuro si hay verdad es una obra de dominio público, que constituye una medida de reparación del derecho a la verdad individual y colectiva de las víctimas del conflicto armado en Colombia, y por tanto debe ser objeto de la máxima divulgación. En ese sentido, se autoriza a cualquier persona natural o jurídica, pública o privada, a reproducir, comunicar y distribuir la Declaración y los tomos del Informe Final, siempre y cuando se haga un uso parcial o total de los mismos de manera contextualizada, y se reconozcan a la Comisión de la Verdad como autor corporativo y a quienes aparecen en los créditos correspondientes de cada tomo y documento en sus diferentes roles y actividades. El Informe Final podrá descargarse en el sitio web de la entidad: http://www.comisióndelaverdad.co.


Convocatoria a la paz grande

Declaración de la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición

Tabla de contenido del primer tomo del Informe Final. Para leer completo este capítulo, visita: https://www.comisiondelaverdad.co/convocatoria-la-paz-grande-0
Lectura completa disponible en el canal de YouTube de Mujer leyendo en voz alta.

Lectura en voz alta – Apertura del Plan lector 2023

📌 Así vivimos el primer encuentro de lectura. Lectores conectados desde Cali, Montería, Barrancabermeja, Ibagué y Bogotá, nos acompañaron en esta apertura del Plan lector 2023. Revívelo siguiendo este enlace.

Introducción

El llamado

Traemos un mensaje de esperanza y futuro para nuestra nación vulnerada y rota. Verdades incómodas que desafían nuestra dignidad, un mensaje para todas y todos como seres humanos, más allá de las opciones políticas o ideológicas, de las culturas y las creencias religiosas, de las etnias y del género. Traemos una palabra que viene de escuchar y sentir a las víctimas en gran parte del territorio colombiano y en el exilio; de oír a quienes luchan por mantener la memoria y se resisten al negacionismo, y a quienes han aceptado responsabilidades éticas, políticas y penales.

Un mensaje de la verdad para detener la tragedia intolerable de un conflicto en el que el ochenta por ciento de las víctimas han sido civiles no combatientes. Una invitación a superar el olvido, el miedo y el odio a muerte que se ciernen sobre Colombia por causa del conflicto armado interno.

Lo hacemos a partir de la pregunta que ha cuestionado a la humanidad desde los primeros tiempos: ¿dónde está tu hermano? Y desde el reclamo perenne del misterio de justicia en la historia: la sangre de tu hermano clama sin descanso desde la tierra.

Llamamos a sanar el cuerpo físico y simbólico, pluricultural y pluriétnico que formamos como ciudadanos y ciudadanas de esta nación. Cuerpo que no puede sobrevivir con el corazón infartado en el Chocó, los brazos gangrenados en Arauca, las piernas destruidas en Mapiripán, la cabeza cortada en El Salado, la vagina vulnerada en Tierralta, las cuencas de los ojos vacías en el Cauca, el estómago reventado en Tumaco, las vértebras trituradas en Guaviare, los hombros despedazados en el Urabá, el cuello degollado en el Catatumbo, el rostro quemado en Machuca, los pulmones perforados en las montañas de Antioquia y el alma indígena arrasada en el Vaupés.

Llamamos a liberar nuestro mundo simbólico y cultural de las trampas del temor, las iras, las estigmatizaciones y las desconfianzas. A sacar las armas del espacio venerable de lo público. A tomar distancia de los que meten fusiles en la política. A no colaborar con los mesías que pretenden apoyar la lucha social legítima con ametralladoras. Convocamos a proteger los derechos humanos y poner las instituciones al servicio de la dignidad de cada persona, de las comunidades y de los pueblos étnicos. A asumir juntos, por las vías democráticas, la responsabilidad de los cambios sociales e institucionales que la convivencia exige, como se estableció en el Acuerdo de Paz entre el Estado y las FARC-EP, y a abrir, con el entendimiento de las actuales circunstancias, este acuerdo al ELN y a otros grupos armados.

No pretendemos acabar con el debate legítimo entre quienes mantienen el statu quo y quienes desean cambiarlo. Llamamos a tomar conciencia de que nuestra forma de ver el mundo y relacionarnos está atrapada en un «modo guerra» en el que no podemos concebir que los demás piensen distinto. Los contrincantes pasan a ser vistos como conspiradores, sus argumentos dejan de parecernos interesantes o discutibles para ser peligrosos y temibles, y tenerlos en cuenta a la hora de debatir es una supuesta traición a lo propio. Así, la oposición se vuelve mortal porque las personas se convierten en meros obstáculos. Esa forma de pensar es la que ha posibilitado aberraciones como que los seres humanos fueran convertidos en humo y cenizas en las chimeneas del horno crematorio de Juan Frío, o pasaran a ser simples cifras en los listados de «dados de baja en combate» de los «falsos positivos»; también fue lo que posibilitó que los soldados devinieran trofeos de caza para la guerrilla, que encontráramos en bolsas de basura los despojos de políticos abaleados, que nos acostumbráramos a las muertes suspendidas del secuestro y a recoger los cadáveres diarios de líderes incómodos.

Llamamos a aceptar responsabilidades éticas y políticas ante la verdad del daño brutal causado y a hacerlo con la sinceridad del corazón. Hemos constatado que quienes reconocen responsabilidades, lejos de destruir su reputación, la engrandecen, y de ser parte del problema pasan a ser parte de la solución que anhelan las víctimas y que necesitan ellos mismos, los perpetradores.

Esta nación tiene la riqueza conmovedora de su pueblo, la multiplicidad de sus expresiones culturales, la profundidad de sus tradiciones espirituales y la tenacidad laboral y empresarial para producir las condiciones que satisfagan la vida anhelada; tiene la feracidad salvaje de su ecología, la potencia natural de dos océanos y miles de ríos, montañas y valles; la audacia de su juventud, el coraje de sus mujeres y la fuerza secular de sus indígenas, campesinos, negros, afrocolombianos, raizales, palenqueros y rrom. Al mismo tiempo, paradójicamente, es una sociedad excluyente, con problemas estructurales nunca enfrentados con la voluntad política y la grandeza ética que era indispensable: la inequidad, el racismo, el trato colonial, el patriarcado, la corrupción, el narcotráfico, la impunidad, el negacionismo, la seguridad que no da seguridad. De esta manera, la riqueza cultural, natural y económica ha ido de la mano con la ausencia de reconocimiento del otro, de la otra, y ha propiciado la violación de derechos y el desprecio de los deberes ciudadanos. Esto es precisamente lo que hay que cambiar por caminos pacíficos y democráticos; de lo contrario, las maravillas de Colombia continuarán flotando sobre una de las crisis humanitarias más brutales y largas del planeta.

Estamos convencidos de que hay un futuro para construir juntos en medio de nuestras legítimas diferencias. No podemos aceptar la alternativa de seguir acumulando vidas despedazadas, desaparecidas, excluidas y exiliadas. No podemos seguir en el conflicto armado que se transforma todos los días y nos devora. No podemos postergar, como ya hicimos después de millones de víctimas, el día en que «la paz sea un deber y un derecho de obligatorio cumplimiento», como lo expresa nuestra Constitución.

¿Desde dónde hablamos?

Fuimos once los comisionados y comisionadas nombrados por el Comité de Escogencia que estableció el Acuerdo de Paz. Venimos del acompañamiento a comunidades, de las causas étnicas y a favor de los derechos de las mujeres; del desarrollo regional, la ciencia, la cultura, el arte y la memoria, los derechos humanos, el periodismo analítico y el trabajo con todas las víctimas; de la universidad y los centros de investigación social; de la administración pública; de otras comisiones de la verdad, y de la Iglesia y otras tradiciones espirituales. También, de acoger a organizaciones de soldados y policías y a exguerrilleros heridos en combate. Y debemos nuestro origen al coraje de estos grupos que forman el movimiento por la salida negociada al conflicto, la paz y la reconciliación.

Somos una de las tres entidades creadas por el Acuerdo de Paz entre el Estado colombiano y las FARC-EP. Formamos el Sistema Integral para la Paz, junto con la Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas (UBPD) y a la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP).

La Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición —o, simplemente, la Comisión, como la llamaremos aquí—, es una entidad del Estado, autónoma, de carácter constitucional, que no depende de la Presidencia, el Congreso ni el poder judicial, con el deber de esclarecer la verdad sobre el conflicto.

Dedicados a esta causa murieron nuestros compañeros comisionados Alfredo Molano y Ángela Salazar. Alfredo, hasta su último día, recorrió ríos, caminos y páramos en su pasión por los campesinos, y Ángela gastó su fuerza y alegría en favor de tantas comunidades hasta que una noche del Urabá el cóvid la arrancó de su gente. Siguiendo el reglamento, elegimos a quienes tomaron el relevo de nuestro amigo y nuestra amiga. Dos meses antes de concluir el Informe Final, uno de los comisionados, escogido al inicio de la Comisión, decidió retirarse.

Lo que hicimos

Durante más de tres años escuchamos a más de 30.000 víctimas en testimonios individuales y encuentros colectivos en 28 lugares donde establecimos Casas de la Verdad, en resguardos y comunidades afrocolombianas, en kumpañys gitanos y entre los raizales, así como en el exilio en 24 países. Recibimos más de mil informes de la sociedad civil organizada, empresas, organizaciones por la defensa de los derechos humanos y la naturaleza, buscadoras de desaparecidos, mujeres y población LGBTIQ+; de cientos de niños y miles de jóvenes, además de quienes fueron llevados a la guerra a esas edades. Escuchamos a todos los expresidentes vivos, a intelectuales, periodistas, artistas, políticos, obispos, sacerdotes y pastores, y nos reunimos muchas veces con la fuerza pública y recibimos del presidente Iván Duque el Aporte a la verdad de las Fuerzas Militares. Escuchamos a comparecientes ante la JEP y sostuvimos reuniones y actos de reconocimiento con excombatientes de las FARC-EP, miembros del Partido Comunes, exintegrantes de las demás guerrillas, exparamilitares del Pacto de Ralito y otros responsables que están en las cárceles.

Realizamos la misión a partir de dos procesos interconectados: la escucha en diálogo social abierto y la investigación. La Corte Constitucional prolongó por siete meses más nuestra vigencia inicial de tres años, en respuesta a la solicitud de víctimas y organizaciones de derechos humanos, para recuperar el tiempo reducido por la pandemia, ampliar nuestro ejercicio de escucha y terminar la preparación del Informe Final y del legado que entregamos.

La serie «Anímate a la verdad», es un abrebocas a cada capítulo del informe final de la Comisión de la Verdad. Este es el capítulo 4, un resumen animado de la Declaración: Convocatoria a la paz grande.

La solidaridad internacional

Tuvimos el apoyo del Sistema de Naciones Unidas y todas sus agencias, del secretario general, el Consejo de Seguridad, la Misión de Verificación y el Fondo Multidonantes, la MAPP OEA; y recibimos el respaldo claro y discreto del papa Francisco, el apoyo eficaz de la Unión Europea y sus países miembros, además de Noruega, Suiza y el Reino Unido; de la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID); de todos los países de América y de Japón. Contamos con más de 200 aliados internacionales que incluyen entidades bilaterales, el Centro Internacional para la Justicia Transicional (ICTJ) y fundaciones privadas como Porticus, Ford, Open Society y Rockefeller. En el encuentro con la comunidad internacional, que conoce de guerras, nos ha impresionado el aprecio que dan al proceso de paz de Colombia como una de las noticias positivas en un mundo en conflicto y una de las negociaciones más serias entre un Estado y una insurgencia poderosa.

Como parte de la verdad que somos como nación, constatamos la solidaridad con las víctimas y el apoyo al proceso de paz de la comunidad internacional en contraste con la indiferencia de grandes sectores de la sociedad colombiana, que parecen no tener conciencia del sufrimiento de millones de compatriotas por causa del conflicto armado interno.

Creemos que es posible

Aunque hay nuevas formas del conflicto armado y a pesar de haber zonas del país donde las comunidades consideran que ahora la inseguridad es peor, somos conscientes de que no estamos en los tiempos de la guerra en los que las FARC-EP llegaron a controlar la iniciativa de la confrontación violenta y cuando el paramilitarismo, en el grado mayor del terror, llegó a constituir una alternativa política a las puertas del poder. Tiempos en que las masacres eran de 50 o 100 personas, las desapariciones y los secuestros se contaban por centenas; los desplazamientos, por cientos de miles, y todas las camas del Hospital Militar estaban copadas por heridos de guerra.

Lo ganado con el Acuerdo de Paz de noviembre de 2016 es una realidad. Si bien no se dio la transformación participativa regional que se esperaba y los planes de desarrollo con enfoque territorial (PDET) se limitaron a proyectos demostrativos validados por la Misión de Verificación de la ONU, estos mismos y la elección al Congreso de las víctimas en las circunscripciones especiales de paz muestran que se puede y se debe ir más allá, «hasta que amemos la vida», como lo hemos cantado en los territorios. El pueblo conoció en 2017, el año más tranquilo vivido en medio siglo, lo que significa la paz, y no va a renunciar a ella.

El legado

Recibimos la misión de esclarecer en tres años y medio la verdad de este conflicto armado de más de seis décadas, dignificar a las víctimas, alcanzar el reconocimiento voluntario por parte de los responsables, favorecer la convivencia en los territorios y formular propuestas viables para la no repetición. Con decisión y en medio de presiones, oposiciones y riesgos, así como del cóvid, hicimos lo que nos fue posible. Entregamos el Informe Final, conformado por un conjunto de tomos que abordan las diferentes dimensiones del conflicto, en un diálogo constante con la sociedad, para dejar en marcha un proceso que esperamos que sea irreversible y creciente. Queremos que el Informe produzca el efecto de una piedra que cae en un cuerpo de agua y que sus ondas ericen la superficie entumecida de Colombia.

Con la entrega, legamos también un Archivo de Derechos Humanos y nuestro Sistema de Información Misional que contiene el compilado de toda nuestra investigación con los instrumentos tecnológicos para seguir produciendo conocimiento hacia la paz, así como la Transmedia Digital, accesible en computadores y celulares desde cualquier parte, y en la que quedan el Informe Final, las recomendaciones de la Comisión, narrativas audiovisuales y productos pedagógicos construidos en el cumplimiento de nuestra misión.

Entregamos este legado de verdad a la sociedad colombiana, a la JEP, a la UBPD y a la Unidad para la Atención y Reparación Integral a las Víctimas (Uariv), y lo ponemos en manos de más de 3.000 organizaciones e instituciones aliadas. Tenemos confianza en que el presidente elegido, Gustavo Petro, y la unidad social y política que él ha convocado, así como las altas cortes, tomarán el Informe Final y sus recomendaciones e impulsarán el diálogo democrático e institucional para desarrollar los cambios necesarios. Queda en marcha el Comité de Seguimiento y Monitoreo sobre las recomendaciones, formado por siete personas, la mayoría mujeres, elegido por nosotros mismos en cumplimiento del Decreto 588 de 2017 y del reglamento de la Comisión.

El acontecimiento de la verdad

Junto con la JEP, la UBPD y el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), la Comisión ha contribuido a hacer de la verdad un derecho público y un acontecimiento dentro y fuera del país.

Esto se constata en la disposición de las víctimas que llegaron por miles a la Comisión, superando el miedo que aún se vive en algunos territorios; en las palabras de aceptación de los responsables en actos de reconocimiento; en la generosidad de pueblos que tras escucharlos acogieron a victimarios; en los documentos entregados por centenares de grupos; en las instituciones y empresas que aportaron su visión sobre el conflicto. Muestras del acontecimiento son también los cuestionamientos, tergiversaciones y fake news, así como el negacionismo, las mentiras, los ataques y las estigmatizaciones contra miembros de la Comisión.


Esclarecer la verdad

Recibimos la misión de esclarecer la verdad sobre el conflicto y lo hemos hecho en dos momentos. Primero, al escuchar para acoger la realidad del impacto físico y emocional de la violencia en las personas y las comunidades, esos daños y dolor incuestionables que no necesitan interpretación. Segundo, al buscar la verdad que explique: ¿por qué pasó eso? ¿Quiénes lo hicieron, cuál es su responsabilidad y cómo evitar que continúe? ¿Qué pasó con la sociedad y el Estado mientras eso ocurría?

Primer paso del esclarecimiento: acoger la realidad de las víctimas

«Antes de cualquier discurso o sermón, pongan las manos sobre el cuerpo ensangrentado de su pueblo», les pidió el papa Francisco a los obispos reunidos en Medellín. Nosotros, los comisionados, acogemos el llamado poniendo las manos sobre la Colombia herida.

Nos han puesto ante la realidad de las víctimas y responsables los más de 500 encuentros de diálogo social para escuchar la verdad, los de reconocimiento de responsabilidades, las juntas de mujeres, la presencia en mingas y comunidades ribereñas o de montaña, con sus correspondientes caminatas, horas de mula, camioneta y aviones; los actos de convivencia, las acogidas de grupos que traen su tragedia y los miles de horas de testimonios individuales y colectivos.

Los testimonios, con sus palabras elocuentes y silencios conmovedores, están recogidos en los tomos del Informe Final y particularmente en el libro dedicado al relato oral de la vida en el conflicto: Cuando los pájaros no cantaban.

Estamos ante las kilométricas filas de niños y niñas llevados a la guerra; la procesión interminable de buscadoras de compañeros e hijos desaparecidos; la multitud de jóvenes asesinados en ejecuciones extrajudiciales; las fosas comunes y cadáveres de muchachos y muchachas rurales desperdigados en las montañas, muchos de ellos indígenas y afros que fueron llevados como guerrilleros, paramilitares o soldados y que murieron sin saber por quién peleaban; los miles de mujeres abusadas y humilladas; los poblados masacrados y abandonados; resguardos indígenas y comunidades negras devastados y en confinamiento; millones de familias desplazadas que abandonaron parcelas y ranchos; miles de soldados, policías, exguerrilleros y exparamilitares que deambulan cojos, mancos y ciegos por los explosivos; miembros de comunidades que tuvieron que sufrir ese mismo destino por cuenta de las minas antipersona; centenares de miles de exiliados que escaparon para sobrevivir; multitudes de familias que llevan el golpe del secuestro y lloran a retenidos que no volvieron; la naturaleza victimizada en los ríos y el canal del Dique, convertidos en cementerios y quebradas de aguas negras de petróleo por causa de las voladuras de oleoductos; las selvas quemadas y centenares de especies nativas desaparecidas, cientos de miles de hectáreas envenenadas con los químicos producto de la elaboración de la pasta base de coca y arruinadas con el glifosato rociado a diestra y siniestra para marchitar su cultivo. Y las tradiciones, las risas y los afectos de la fiesta del pueblo invadidos por símbolos de tristeza, terror, oscuridad y desconfianzas.

El reclamo de la indignación

No teníamos por qué haber aceptado la barbarie como natural e inevitable ni haber continuado los negocios, la actividad académica, el culto religioso, las ferias y el fútbol como si nada estuviera pasando. No teníamos por qué acostumbrarnos a la ignominia de tanta violencia como si no fuera con nosotros, cuando la dignidad propia se hacía trizas en nuestras manos. No tenían por qué los presidentes y los congresistas gobernar y legislar serenos sobre la inundación de sangre que anegaba el país en las décadas más duras del conflicto.

¿Por qué el país no se detuvo para exigir a las guerrillas y al Estado parar la guerra política desde temprano y negociar una paz integral? ¿Cuáles fueron el Estado y las instituciones que no impidieron y más bien promovieron el conflicto armado? ¿Dónde estaba el Congreso, dónde los partidos políticos? ¿Hasta dónde los que tomaron las armas contra el Estado calcularon las consecuencias brutales y macabras de su decisión? ¿Nunca entendieron que el orden armado que imponían sobre los pueblos y comunidades que decían proteger los destruía, y luego los abandonaba en manos de verdugos paramilitares? ¿Qué hicieron ante esta crisis del espíritu los líderes religiosos? Y, aparte de quienes incluso pusieron la vida para acompañar y denunciar, ¿qué hicieron la mayoría de obispos, sacerdotes y comunidades religiosas? ¿Qué hicieron los educadores? ¿Qué dicen los jueces y fiscales que dejaron acumular la impunidad? ¿Qué papel desempeñaron los formadores de opinión y los medios de comunicación? ¿Cómo nos atrevimos a dejar que pasara y a dejar que continúe?

Detengámonos en algunos de los hechos más dolorosos:

Los desaparecidos

Un día, las mujeres que buscan a sus familiares desaparecidos llegaron a Pasto invitadas por la Comisión, y llenaron el parque central con las fotografías de las hijas e hijos que les fueron arrebatados y que nunca volvieron. Venían de todas las regiones y entregaron testimonios de años de lucha entreverados con la consigna que gritan en las calles: «¡Vivos se los llevaron, vivos los queremos!». Otro día otras mujeres, de todo el país, hicieron un plantón frente a la sede de la Comisión y reclamaron al Estado la entrega de sus seres queridos llevados por paramilitares, guerrilleros y miembros de la fuerza pública. Volvieron otras veces. Siempre desde distintos lugares, de diversas organizaciones. Siempre buscando. El último grupo venía de Guaviare y del Pacífico, de La Guajira y Soacha, de pueblos indígenas y comunidades afro del Cauca y de todas las fronteras; y esa tarde pidieron que la Comisión solicitara a la Corte Constitucional la declaración de «estado de cosas inconstitucional» porque, por lo menos desde 1982, la búsqueda sigue sin descanso y el número ya rebasa los 110.000. Es el desafío inmenso de la UBPD que va con las familias por cementerios, laderas y fosas comunes acompañando a quienes convirtieron el dolor del familiar perdido en una lucha colectiva por los derechos humanos.

Los secuestros

Ojalá Colombia toda escuchara un día a las miles de víctimas que fueron secuestradas por las FARC, el ELN, las demás guerrillas y los paramilitares. Ojalá prestara atención a los relatos de la degradación humana de las mujeres cuyos secuestradores despojaban de todo derecho, a quienes les negaban la comunicación con sus hijos e hijas pequeños, las desposeían de la más mínima privacidad, las mantenían entre la incertidumbre de ser asesinadas en una operación de rescate y el pánico por la noticias de fusilamiento de quienes intentaron huir. Que el país entero escuche la historia de los diputados del Valle abaleados en la que supuestamente sería la última semana de secuestro, tras cinco años de padecimiento. También la de las familias cautivas de la iglesia de La María y la de los tres retenidos que murieron en los farallones de Cali después del «secuestro del Kilómetro 18»; la del decano de medicina de la Universidad del Rosario cobrado en rescates después de haber sido asesinado en su prisión. O los relatos de soldados y policías víctimas por más de una década, incomunicados y frecuentemente encadenados, y los de campesinos y pequeños y medianos empresarios privados de la libertad contra cualquier estándar del Derecho Internacional Humanitario.

Durante la guerra, las FARC-EP pretendieron que el secuestro fuera una práctica normal, justificable, junto con los vejámenes y crímenes de lesa humanidad que lo acompañan, y por eso los exguerrilleros pagan el precio de la indignación colectiva, aunque hombres y mujeres firmantes del Acuerdo de Paz reconocieron en carta pública que habían destruido la dignidad de los secuestrados y de paso la suya propia y su legitimidad, y pidieron perdón como organización. Hoy, los máximos responsables responden ante la JEP en el caso 01, denominado «Retención ilegal de personas por parte de las FARC-EP».

La Comisión ha acompañado a exguerrilleros en varios casos emblemáticos de verdad y reconocimiento de responsabilidades –como el secuestro y asesinato de Guillermo Gaviria y Gilberto Echeverri– ante las familias y ante el pueblo de Caicedo, o el ritual de la iglesia de San Francisco, en Cali, cuando el excomandante de las FARC-EP dijo textualmente frente a los familiares de los diputados: «Nosotros los teníamos en nuestras manos, nosotros los matamos, nosotros somos responsables».

Las masacres

Hay que haber estado en Barrancabermeja la noche del 16 de mayo de 1998, cuando los paramilitares de alias Camilo Morantes asesinaron a 7 muchachos y desaparecieron a otros 25 que celebraban la víspera de la fiesta de la madre (y más tarde haber enterrado día tras día a los muertos de la larga masacre que se extendió por más de medio año en ese puerto petrolero). O haber vivido el año siguiente la masacre de San Pablo, al borde del Magdalena, cometida por el Bloque Central Bolívar; o haber acompañado en Bojayá la procesión de los restos de los niños y niñas que explotaron en la iglesia del pueblo por un cilindro de gas arrojado por las FARC-EP en medio de un combate contra paramilitares; o haber escuchado a los sobrevivientes con quemaduras del crimen del ELN en Machuca; o haber participado en el memorial del horror que dejaron los paramilitares en El Salado, en los Montes de María; o haber ido con la comunidad de Toribío a sembrar cadáveres de indígenas nasas masacrados por los invasores de su pueblo; o haber vivido un velorio de lamentos negros en los esteros de Buenaventura después de la masacre de los jóvenes de Punta del Este; o haber escuchado los testimonios de la matanza en la Comunidad de Paz de San José de Apartadó por hombres del Ejército; o haber sido vecino, por un buen tiempo, de los barrios de la comuna 13 de Medellín que sufrieron la operación Orión; o haber acompañado en el retorno a los afrodescendientes desplazados del Cacarica por la operación Génesis. Entonces se comprendería plenamente la tragedia del conflicto en el duelo desesperanzado y en la ansiedad y el terror de los sobrevivientes en los territorios de las grandes masacres de población civil en estado de indefensión.

Estos golpes de la violencia política contra los campesinos, las comunidades étnicas y los habitantes de los poblados rurales y de los extrarradios citadinos se presentaron más de 2.000 veces. Las masacres fueron perpetradas por todos los grupos; el análisis del Centro Nacional de Memoria Histórica muestra que la mayor parte de las masacres fueron ejecutadas por los paramilitares con el apoyo de miembros de la fuerza pública. Hubo pueblos masacrados por el mismo grupo en decenas de ocasiones, como hicieron las FARC-EP con Caldono; otros, destruidos por unos y vueltos a destruir por los otros. Pueblos que, como Vallecito en el Sur de Bolívar, fueron quemados en varias ocasiones, y pueblos que se vaciaron, como El Aro o San Carlos, en Antioquia. Masacres que transformaron la alegría de los campos colombianos en montañas y valles de terror de los que millones huyeron desplazados.

A principios de 2002, un profesor universitario, asistente del jefe paramilitar Salvatore Mancuso, explicó que para ellos las masacres eran opciones éticas en el marco de la guerra: para garantizar que al atacar un pueblo muriera por lo menos un subversivo había que matar a 20 habitantes; y como las FARC-EP tenían 20.000 miembros, para acabarlas, había que eliminar a 400.000 personas. Para él, esa escabrosa matemática evitaba un mal mayor, pues de no hacerlo vendría una supuesta guerra civil en la que morirían millones. Así, crearon una aritmética aberrante y una moral de la barbarie.

Desde el dolor de las víctimas desplazadas, que lloran a los muertos asesinados, las casas quemadas y las parcelas perdidas, la Comisión se pregunta: ¿por qué los colombianos vimos las masacres en televisión día tras día y como sociedad dejamos que siguieran por décadas como si no se tratara de nosotros? Y ¿por qué la seguridad que rodeaba a los políticos y a la gran propiedad no fue seguridad para los pueblos, los resguardos ni los sectores populares que recibieron la avalancha de masacres? ¿Y por qué la guerrilla, que se presentaba como la salvadora del pueblo, cometió cientos de masacres en la lucha por los territorios?

Los falsos positivos

Fue este el nombre que les dieron las mamás a los jóvenes asesinados por miembros del Ejército, donde todo fue falso: la oferta de trabajo para reclutarlos, el combate fingido, los trajes y botas de guerrilleros, las armas sobre sus cadáveres, el dictamen de Fiscalía como «muertos en acción armada» y la acción de la Justicia Penal Militar.

Si hubieran sido diez, sería gravísimo. Si hubieran sido cien, sería para exigir el cambio de un ejército. Fueron miles y es una monstruosidad. La JEP hizo público el número 6.402, que se volvió consigna en los murales callejeros, y la Comisión considera que pueden ser muchos más. El crimen se produjo en casi todas las brigadas y están implicados directamente desde soldados hasta varios generales. No había una ley u ordenamiento escrito que lo mandara, pero el sentir de los soldados que disparaban era estar haciendo lo que la institución quería, por los incentivos y presiones que demandaban resultados inmediatos de cadáveres, la publicidad que se daba a «los dados de baja» y la protección a los perpetradores.

Desde que empezaron a incrementarse estas ejecuciones extrajudiciales, en 2001, hubo denuncias de víctimas y de organizaciones nacionales e internacionales. La monstruosidad se podía detener, como lo hicieron los subordinados que se negaron a disparar por respeto a su conciencia y pagaron el costo de ser señalados y amenazados. Se podía denunciar, como lo hicieron los dos jueces militares que tuvieron que salir al exilio para protegerse. Pero se trataba de un comportamiento corporativo persistente, como se demostró cuando los «falsos positivos» cedieron inmediatamente, en todas las brigadas, el día en que el presidente y el ministro sacaron de la institución a 26 militares, 3 de ellos generales, y a otros 10 oficiales meses después.

Paradójicamente, gran parte de estos crímenes ocurrieron cuando civiles y militares llevaron al más alto nivel la formación en derechos humanos en las instituciones de seguridad. La Comisión es testigo de esa lucha para cambiar comportamientos de altos mandos que podían llevar a hechos que realmente estaban pasando. Estos esfuerzos dieron lugar a la investigación emprendida en el segundo semestre del 2008, que resultaría en la expulsión de los militares. ¿Por qué no lo hicieron antes, cuando eran tantas las denuncias? De haberlo hecho, se habrían evitado cantidades de asesinatos.

Más de mil familias de los asesinados a lo largo del país han puesto en el corazón de la Comisión el propio dolor y la indignación. Soldados y comandantes, en privado y en eventos públicos, han reconocido el crimen cometido y la magnitud del daño hecho. Han pedido perdón a los familiares y a toda la nación, y la Comisión pide al Estado protección para estas personas que han aceptado su crimen y la realidad institucional en que actuaron, y hoy están ante la JEP.

El daño causado por este crimen de Estado a la ética pública de la nación es inconmensurable y tiene un efecto devastador en los niños y jóvenes de Colombia: militares de alto rango del Ejército y mandos medios, funcionarios del Estado, violando la ley, mostraron como positivo públicamente y durante varios años lo que era execrable. Lo hicieron miles de veces, presentaron como punto de honor lo que era intrínsecamente perverso y buscaron hacer de la mentira un motivo de gloria. Y este daño moral a la nación vulnera la legitimidad social de toda la fuerza pública; para dolor, al mismo tiempo, de muchos hombres y mujeres de integridad moral que ponen su honor en ser miembros del ejército de Colombia.

La cuestión de fondo la ponen las mamás en las calles gritando: «¿Quién dio la orden?». Las preguntas son ineludibles: ¿por qué los mayores responsables dentro del Ejército no actuaron a tiempo? ¿Por qué no han hablado ante las víctimas ni ante la nación para reconocerlo? ¿Por qué se llegó a tanta barbarie? ¿Por qué las otras instancias del Estado, el Congreso, las altas cortes no intervinieron?

La Comisión se pregunta sobre los capellanes militares y la Diócesis Castrense. En todas las brigadas donde se dieron falsos positivos había sacerdotes al cuidado de la orientación de la conciencia de los soldados, que eran católicos en su inmensa mayoría. ¿Cómo justificar que lo ignoraban y, si lo sabían, por qué no actuaron? Se trataba de un crimen de tal brutalidad que exigía actuar con la mayor energía ética y evangélica, al más alto nivel institucional y público, costara lo que costase.

El expresidente Santos -quien fuera el ministro de Defensa desde finales de 2006 hasta finales de 2008- vino a la Comisión a contribuir a la verdad con su testimonio, como expresidente y servidor público, y centró su intervención en un análisis riguroso de los falsos positivos, para concluir pidiendo perdón a todas las familias y a Colombia, e invitó a las Fuerzas Militares a pedir perdón a la comunidad nacional e internacional.


📌 Contenidos complementarios
(y maravillosos 🤓)


El dolor de niñas y niños

Fueron más de 30.000 los niños y niñas vinculados a la lucha armada cuando tenían quince años o menos. La Comisión ha escuchado el testimonio de estas víctimas que hoy son jóvenes o adultos. Ha acompañado a las mamás de Argelia, en Antioquia, que reclaman a las FARC-EP la forma como llegaban a sus casas a llevarse a los menores de edad. Ha estado en un acto público en que familias misak y nasa en Caldono, Cauca, les pidieron a los guerrilleros que devolvieran vivos a esos niños o dijeran dónde están enterrados. Un grupo de jóvenes sobrevivientes de la operación Berlín contaron cómo las FARC-EP los reclutaron, los sufrimientos de la marcha que emprendieron y cómo sus compañeros fueron muertos por miembros del Ejército que no ignoraban que estaban matando a niños y niñas. Y esto ha sido confirmado por testimonios de militares en retiro que admiten haberles disparado a niños desarmados. Excombatientes de las Autodefensas Unidas de Colombia han relatado en público a la Comisión que enrolaron con dinero a muchos pequeños. Las FARC-EP y exjefes paramilitares lo han aceptado en actos de reconocimiento. En uno de esos macabros relatos, un excombatiente paramilitar contó que, cuando fue reclutado de niño, vivió el momento en el que un compañero que intentó escapar fue degollado delante del resto de niños. Luego ellos fueron obligados a pasar de mano en mano la cabeza del amigo. Y, entre todas estas víctimas, son más de mil quienes han tenido el valor, en acontecimientos de la verdad, de relatar los sometimientos, adoctrinamientos, abusos emocionales y sexuales, abortos repetidos, tristezas y silencios en que quedó prisionera su niñez.

Pero la realidad del conflicto es compleja. También llegaron a la Comisión mujeres y hombres que entraron como niños a la guerrilla y que aún después de dejar las armas defienden su historia de vida como una en la que hubo respeto y crecimiento personal. No pocos llegaron a la guerra huyendo de hogares destruidos o de la pobreza, en territorios desprotegidos por el Estado y la sociedad, o llenos de rabia ante el asesinato de sus padres o hermanos para tapar en combates a muerte el luto por la familia que les fue arrebatada.

Cuerpos rotos por el desprecio y el prejuicio

El primer acto de reconocimiento que hizo la Comisión fue en Cartagena. Allí llegaron mujeres de todo el país y personas LGBTIQ+. Fue un acto que marcó un hito: a partir de ese momento, la decisión de las víctimas de presentar públicamente las violencias de los actores armados contra ellas se convirtió en una determinación imparable e irreversible. Mujeres y personas LGBTIQ+ contaron cómo sus cuerpos fueron usados como campo de guerra y terreno simbólico de disputa por unos y otros para consolidar la dominación patriarcal. Otras tuvieron el coraje de relatar la violación sexual por parte de varios hombres, delante del marido y de los hijos, bajo la amenaza de matar a su familia y con la exigencia de silencio absoluto, muchas veces con el fin de desplazar a las familias y despojarlas de sus tierras. Algunas tuvieron el valor de compartir la forma como las forzaron a abortar dentro de las filas. Todas y todos, de diferentes maneras, pusieron en evidencia las rupturas emocionales que cargan en el cuerpo y el alma. Hubo quienes se abrieron a relatar los ensañamientos de tortura sexual cuando las empalaron por la vagina o les cercenaron los senos, u otros que compartieron las estremecedoras corrientes eléctricas o la castración a las que los sometieron cuando eran detenidos políticos. Mujeres adultas y perpetradores relataron cómo, siendo escolares, los paramilitares las convirtieron en esclavas sexuales con anuencia de los directivos del colegio. Muchas contaron cómo en distintos pueblos se hizo normal la obligación de satisfacer los apetitos sexuales de los jefes armados cuando a ellos les venía en gana. Pudimos evidenciar la manera como las violencias contra las mujeres se normalizaron y los prejuicios culturales contra las personas LGBTIQ+ permitieron una complicidad social que facilitó las violencias contra ellas. En todos estos casos sentimos el grito de indignación y de rabia. Hemos sido testigos de la manera como el dolor y la furia se han transformado en energía para luchar por la dignidad. No solamente han decidido dejar de lado la vergüenza y hablar, sino que, además, se han convertido en líderes y lideresas por un futuro distinto, en el cual se darán el reconocimiento, la celebración y el respeto de la grandeza de cada ser humano en su identidad de género y orientación sexual.

La multitud errante

Ocho millones de colombianos huyeron. No había lugar para ellos en esta falsa «casa de todos» protegida por los organismos de seguridad. Abandonaron parcelas, animales, amistades. Huían a cualquier escondedero porque los iban a matar. Otros, un millón más, terminaron exiliados en el resto del mundo. Más de cuatro millones eran menores de dieciocho años, y más de cinco millones, mujeres.

Los que no se fueron resistieron al terror y los asedios. En los campos y montañas. En los resguardos indígenas, algunos diezmados hasta el exterminio. En las comunidades afro, confinadas por los grupos armados. Otros originaron «comunidades de paz», o empezaron procesos de resistencia colectiva que dieron lugar a las zonas de reserva campesina. No pocos perseveraron íngrimos, cuando las fincas vecinas quedaron solitarias: «No nos vamos a ir porque lo único que tenemos es el pedazo de tierra y no nos lo podemos echar al hombro».

La explosión de los jóvenes de Cali y de otras ciudades en el paro nacional de 2021 llevaba también la energía y la indignación de los arrimados a las grandes ciudades donde no se los considera gente, después de ser forzados a dejar sus raíces y sus sueños: separados de la cultura propia, sin empleo, sin educación, sin contactos; considerados un peligro en este país que ve por todas partes amenazas internas. E invitados, lo normal, a unirse al microtráfico, los paramilitares o las guerrillas, para ser alguien en «la casa de todos».

Los campesinos, campo de batalla

En diciembre del 2019, después de doce encuentros preparatorios que se llevaron a cabo en siete regiones (Caribe, Centroandina, Orinoquía–Amazonía, Surandina, Nororiente–Arauca, Antioquia–Eje Cafetero y Sumapaz), más de 200 campesinos y campesinas se reunieron en el municipio de Cabrera, Cundinamarca, para analizar los impactos que tuvo en las poblaciones campesinas el conflicto armado. Allí, delegaciones de mujeres campesinas participaron junto con delegaciones territoriales en mesas de diálogo intergeneracionales e interterritoriales en búsqueda del intercambio de saberes, historias y experiencias. El comisionado Alfredo Molano consideraba el Sumapaz como el escenario en que se gestaron las luchas campesinas por la tierra a mediados del siglo XX. Por eso Cabrera, en el corazón de la Zona de Reserva Campesina del Sumapaz, fue el municipio escogido para avanzar en el reconocimiento de los impactos de la guerra sobre un sujeto cultural y político de derechos como el campesinado.

En ese espacio, los campesinos y campesinas de Colombia pudieron expresar una verdad ostensible: el campesinado colombiano fue la principal víctima del conflicto armado interno. Durante la guerra, los campesinos fueron obligados a salir de sus tierras, torturados, asesinados, secuestrados, extorsionados, reclutados forzosamente, invisibilizados, violentados sexualmente, marginados y criminalizados. Todos los actores armados contribuyeron a esta tragedia, y algunas de las heridas generadas por esta guerra aún siguen abiertas. Los despojos y las violencias afectaron especialmente a las familias campesinas: desde las 393.000 parcelas despojadas en la época de la Violencia, hasta los más de 2 millones de hectáreas que se reclaman en el actual proceso de restitución de tierras, tuvieron como mayor afectado al campesinado. Los avances de la lucha campesina por la reforma agraria en el siglo XX fueron revertidos en una contrarreforma agraria violenta a principios del siglo XXI. El campesinado fue perseguido, marginalizado y estigmatizado.

Durante el conflicto armado, campesinos y campesinas cayeron víctimas de las balas y las bombas arrojadas por la fuerza pública en operaciones militares contra el narcotráfico y contra las insurgencias, y también cayeron por los cilindros bomba y los tatucos de la guerrilla en sus procesos de expansión y control territorial. Y fueron víctimas de despiadadas masacres por parte de paramilitares. Al referirse al conflicto en Colombia, el escritor Tomás Eloy Martínez lo dijo con precisión: «Rara vez los adversarios combaten entre sí. Su campo de batalla es el cuerpo de los campesinos».

Los indígenas, negros, afrocolombianos, raizales y palenqueros y rrom

El sufrimiento y la incertidumbre causados por el conflicto armado interno se vivieron en todas partes de Colombia, pero fueron y siguen siendo más destructores y persistentes en las comunidades étnicas por muchas razones. Son poblaciones ricas culturalmente que hacen identidad con las montañas, las selvas y las playas, a donde no llega un Estado en proceso de integración nacional que aún es incapaz de entender plenamente las etnias y las inmensas deudas históricas de exclusión y racismo prevalecientes, a pesar de los esfuerzos constitucionales por reconocer una nación pluricultural y pluriétnica. Allí el olvido nacional y la exclusión crearon condiciones propicias para el despojo y para que la coca tradicional de uso medicinal se volviera una mercancía turbulenta. Los territorios sirvieron de corredores para el narcotráfico y el desarrollo de economías ilícitas que generan rentas para los grupos armados, al tiempo que las guerrillas y los paramilitares, ambos violentamente racistas, encontraron jóvenes y niños para el reclutamiento, se ensañaron contra las autoridades étnicas y ejercieron violencia sexual contra las mujeres.

Más de cien pueblos indígenas distintos vivieron y expresaron su identidad y soberanía, hasta que llegó la Conquista. Entonces, en nombre del rey y del dios de los cristianos, los españoles impusieron la dominación armada e institucional. Esta subyugación física, espiritual, simbólica y cultural de los pobladores, y el irrespeto sin límite al ser humano, se profundizó con la traída y venta en mercado de cientos de miles de africanos esclavizados para usarlos y explotarlos en haciendas, minas y plantaciones.

La normalización cotidiana del sometimiento no les permitió entender a los criollos y españoles que en el corazón de los indígenas y los negros crecía un grito por la dignidad que iba a romper lo injusto de ese mundo racista y esclavista, en una lucha que tomaría siglos y que ya se anunciaba en las rebeliones indígenas locales, en la resistencia de los palenques y en profetas contra el racismo en la Nueva Granada, como los jesuitas Antonio de Sandoval y Pedro Claver. En estos gritos por la grandeza humana, las etnias lucharon por su dignidad y sus territorios y fueron atacadas, expulsadas y, en varios casos, aniquiladas.

En medio de esta realidad institucional y cultural, tuvo lugar la guerra política de la Independencia; y la misma realidad racista y excluyente prevaleció en el establecimiento de la República, en las guerras civiles y en la confrontación entre liberales y conservadores, y se ha dejado sentir con una violencia desproporcionada sobre indígenas y negros durante las décadas del conflicto armado interno.

Por eso, a petición de los pueblos étnicos y por respeto a la dignidad humana, la Comisión desarrolló una consulta previa junto con la JEP y la UBPD. Mediante ese mecanismo se aprobó crear una Dirección de Pueblos Étnicos en la Comisión, que ha mantenido vivos en nuestra búsqueda el clamor de justicia y, en el eco de siglos de memoria, la vivencia del sufrimiento de los pueblos y el aprecio por sus luchas de autonomía, tierra, libertad y dignidad, protocolizadas en sus organizaciones y defendida por la seguridad serena y fuerte de la Guardia Indígena y la Guardia Cimarrona.

Protagonistas a todo riesgo

Es un deber de la Comisión honrar a quienes lucharon sin armas por la dignidad humana y la paz, y fueron asesinados. También, reconocer a sus compañeras y compañeros que cargan el dolor de los amigos perdidos y siguen corriendo riesgo en la misma tarea.

Son ante todo defensores de derechos humanos que se enfrentaron a los tribunales militares y civiles y estuvieron al lado de las víctimas hasta el día en que acabaron los procesos. Jueces y fiscales íntegros, asesinados porque no cedieron a amenazas ni presiones, y contra los cuales se aliaron en distintos lugares algunos miembros de la fuerza pública, empresarios, políticos y paramilitares para perseguirlos. A muchos los asesinaron y otros están en el exilio. Sindicalistas de instituciones públicas y privadas que lucharon por mejores condiciones laborales para todos los trabajadores de Colombia, que ejercieron el derecho a la huelga y a la convención colectiva y enfrentaron a directivos de empresas y a las fuerzas de seguridad no cedieron ante chantajes y no pocas veces acabaron exponiendo su vida. Jóvenes universitarios llenos de entusiasmo por la causa de construir una sociedad sin exclusiones ni desigualdad, y a quienes mataron en expresiones de audacia, resistencia civil y grafitis, música y danza. Líderes espirituales, sabios indígenas y afrocolombianos, religiosas y sacerdotes, obispos, pastores, jóvenes inspirados en la fe fueron asesinados en los campos y ciudades, y sus memorias son veneradas como presencia inspiradora.

El campo del infierno

Miembros de la Comisión que recorrimos el país a finales del siglo pasado recordamos los letreros dejados por la guerrilla en los alrededores de los poblados: «Campo minado, no se salga del camino». Y tenemos el recuerdo de aquel niño ciego y la niña sin pies que se apartaron del sendero cuando iban a la escuela. Y sabemos hoy de las playas del Pacífico sembradas de minas antipersona. Recordamos la llegada de las víctimas al diálogo en La Habana, antes de que empezara esta Comisión, cuando un campesino puso sobre la mesa la prótesis plástica que le servía de pierna para reclamarle a la guerrilla: «Ustedes pusieron el artefacto en el lugar donde ordeñábamos las dos vacas que teníamos en la finquita».

Así, guerrilleros y paramilitares llenaron de bombas las trochas campesinas, las riberas, los sembrados y las selvas. Se calculó que después de Afganistán este país era el más «minado» del mundo. Y en el campo vimos chigüiros y venados, reses y perros que caían en esas trampas para humanos. El suelo campesino y los territorios étnicos, allende los grandes latifundios y los cultivos agroindustriales, se volvieron un infierno. Vimos también a los soldados mancos y ciegos, víctimas de minas escondidas entre matorrales, a la altura de la cara, y a los jóvenes excombatientes postrados para siempre en sillas de ruedas, y hemos encontrado a las familias de unos y otros que vieron reventar ilusiones. Hemos palpado el costo que en sus cuerpos despedazados llevan muchachos policías que seguían órdenes de arrancar coca en campos cargados de pólvora y metralla.

Tras el Acuerdo de Paz se inició un proceso de desminado que está avanzando. Pero los territorios que quedan por desbrozar son enormes. Sobre todo en las regiones indígenas y afro, donde hoy los narcos y grupos en guerra siembran minas de nuevo para atajar así la erradicación manual de los programas de sustitución de cultivos. Mientras las comunidades siguen esperando el día en que empiece la reforma rural integral acordada en la paz.

El modelo económico

En la tarea de comprender el conflicto armado y en la búsqueda de caminos de no repetición, la Comisión constató una y otra vez, en testimonios y documentos, la situación de pobreza en el campo y los barrios populares de las grandes ciudades. Una desigualdad que sitúa a Colombia entre los diez países más inequitativos del mundo, sumada a una descomunal concentración de tierra que se acrecentó durante la guerra interna y que les arrebató a los campesinos 8 millones de hectáreas, forzándolos a huir a las comunas urbanas, a tumbar selva y abrir frontera agrícola. Constatamos también la exclusión de los territorios y poblaciones indígenas y afros, y la imposición sobre estos de proyectos de minería y agroindustria que destruyeron sus entornos culturales y ecológicos, y agredieron selvas, montañas y ríos.

Es una paradoja la injusticia social y el abandono de un pueblo de cultura vibrante y creativa que habita un territorio de inmensa riqueza ecológica. Y paradójica la magnitud de la pérdida de vidas humanas, infraestructura, veredas y parcelas: los billones de dólares quemados en un conflicto armado inútil. Hay un país que no cuenta y al mismo tiempo tenemos una de las gestiones macroeconómicas y financieras más estables del continente.

Aunque no hicimos estudios específicos sobre el conflicto armado y la economía, después de cuatro años de escuchar el drama de la guerra, la Comisión da por sentado que si no se hacen cambios profundos al modelo de desarrollo económico del país, sera imposible conseguir la no repetición del conflicto armado que se reiterará y evolucionará de formas impredecibles.

Cuatro aspectos llaman a una consideración especial: primero, el manejo de los recursos públicos por el Estado, que no cobra impuestos como debe a las clases pudientes, pierde un alto porcentaje de los recursos en manos de la corrupción y no redistribuye los impuestos que sí cobra para disminuir la inequidad. Al mismo tiempo, al asignar los recursos públicos, deja inmensas desigualdades regionales y abandona el campo y la reforma agraria integral indispensable para la paz.

Segundo, la conducción de los grandes proyectos exitosos de inversión privada en la industria, la agroindustria y las finanzas, que en Colombia es llevada con rigor administrativo, pero que, contrariamente a lo que la sostenibilidad reclama, se ha resistido a incluir en los mercados a la población popular de las ciudades y a los campesinos, indígenas, afrocolombianos y rrom, y ha dejado por fuera de la participación en la producción de la vida con dignidad a millones de colombianos para perjuicio de la tranquilidad de todos, porque tal exclusión requiere gastos inmensos en una seguridad agresiva.

Tercero, el narcotráfico que hace de Colombia el monopolio mundial de la cocaína y que ha terminado siendo una solución perversa que el modelo «a la colombiana» ha encontrado para la exclusión y la desigualdad, aceptada tácitamente por quienes conducen, en el Estado y los grandes negocios formales, la economía. Una solución fatal que mantiene activo el conflicto armado en los campos y las comunas populares, compra las campañas electorales y amarra la administración pública, disemina la corrupción y hace proliferar el contrabando y la minería criminal, y que provee de recursos a más de la mitad de los colombianos que demandan bienes y servicios en el llamado sector informal, lo que seguramente explica por qué una Colombia en guerra tiene más crecimiento económico que sus vecinos.

Finalmente, lo que ha sido grave por el dolor y la injusticia sobre las víctimas es la constatación de iniciativas empresariales, protagonistas en el conflicto, que pagaron a grupos paramilitares con el fin de desplazar y despojar de las tierras y los territorios a las comunidades, e implantar negocios de agroindustria o minería, o que dentro de los emprendimientos estigmatizaron a los trabajadores y son cómplices de asesinatos de centenares de sindicalistas. También lo es la puesta en evidencia de empresas que pagaron a los grupos armados grandes cantidades de dinero como costos de transacción indispensables para mantener activos los proyectos. Y la realidad de actores económicos que, desesperados por la guerrilla y ante la inseguridad, contribuyeron a la creación de las Convivir y en otros momentos buscaron a los paramilitares para que trajeran su seguridad de terror. Luego estuvieron los que se aprovecharon de las tierras abandonadas en medio del terror para comprar con testaferros y establecer proyectos. Y otros que con dinero pusieron a miembros de las Fuerzas Militares a su servicio privado.

La Comisión también ha escuchado a centenares de víctimas empresarias de Colombia, desde pequeños productores, hasta enormes corporaciones. Personas y negocios que se volvieron objetivo para el cobro de «vacunas», de los cuales un grupo significativo sufrió el secuestro de directivos y familiares, incluidos hijos e hijas menores, y tuvo que pagar elevadas extorsiones y chantajes de paramilitares y guerrilleros, así como pagar el impuesto al patrimonio de las FARC-EP y el impuesto de guerra del Estado, y sufrir la condena a muerte cuando no cumplían con las exigencias de dinero. Las empresas de transporte de carga y pasajeros fueron atacadas en las carreteras con pérdidas humanas de conductores y de capital en buses y tractomulas; y la ganadería de todos los tamaños aguantó el abigeato, la extorsión, el secuestro y el asesinato de trabajadores y finqueros.

La Comisión ha prestado especial atención a los testimonios de pequeños y medianos empresarios que sufrieron la quiebra total en los pueblos destruidos por masacres de paramilitares y guerrilla, y que al desplazarse abandonaron conexiones, mercados, negocios, pertenencias y fincas para escapar de la muerte e intentar empezar de cero en otras ciudades o en el exilio.

En medio de todo, está la realidad de empresarios de todos los estratos que, a pesar de los costos humanos y monetarios pagados, y de las incertidumbres, permanecieron en el país y siguen arriesgando inversiones, convencidos de que su mejor contribución a la paz es perseverar en la tarea cotidiana de contribuir a la producción de los bienes y servicios para la vida con dignidad de los colombianos y colombianas.

Pasamos ahora al siguiente momento del esclarecimiento, cuando la Comisión busca responder a las preguntas: por qué, quiénes, con qué intereses y en qué alianzas.

Continúa…

📥 Descarga aquí el tomo completo: Convocatoria a la paz grande. Declaración de la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición: https://www.comisiondelaverdad.co/convocatoria-la-paz-grande-0.

Créditos Tomo Convocatoria a la paz grande. Declaración de la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición

  • Director de este tomo: Francisco de Roux Rengifo
  • Editor: Karim Ganem Maloof
  • Cuidado de textos: Gustavo Patiño, Fernando Alviar y Sofía Libertad Sánchez
  • Asesores de la Presidencia para lectura del Informe Final: Alberto Fergusson, Elena López Villegas, Esteban Morales Antonio Madariaga, Ana Cristina Navarro, Martha Martínez, María Prada, Sofía Wilches
  • Equipo de analítica: Alejandro Castro y Andrea del Pilar González (coordinadora)
  • Coordinación de diseño e impresión: María Barbarita Gómez Rincón
  • Diseño de portada:Paula Velásquez Molinos
  • Diseño y diagramación páginas interiores: Puntoaparte Editores
  • Dirección de arte páginas interiores: Mónica Loaiza Reina, Mateo L. Zúñiga, Guillermo Torres
  • Diagramación páginas interiores: Mónica Loaiza Reina
  • Supervisión: Andrés Barragán


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