En esta breve reseña sobre el libro El desbarrancadero, de Fernando Vallejo, se destacan sentimientos como la compasión y la generosidad que siente el escritor hacia los animales, virtudes que contrastan con el carácter contestatario y mordaz que él mismo suele expresar en su obra. Aquí se describen algunas emociones que puede experimentar el lector al enfrentarse a una novela tan íntima y a la vez tan cruda como esta. Un artículo del Club de Lectura Virtual.
Por Gerardo Ovalle [Bogotá]
La novela El desbarrancadero puede resultar difícil de leer para algunos lectores. Es una novela que refleja varios rasgos de la personalidad del polémico escritor Fernando Vallejo. Este autor antioqueño obtuvo el Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos en el año 2003 y, como todo alrededor suyo, esta distinción también fue polémica, pues Vallejo donó los 100 mil dólares del galardón a la sociedad protectora de animales de Venezuela, más específicamente «a los perros abandonados de Caracas».
En el discurso que dio al recibir el premio, Vallejo dijo:
Los animales tienen alma, no son cosas, no son negociables ni manipulables y hay una jerarquía en ellos que se establece según la complejidad de sus sistemas nerviosos, por los cuales sufren y sienten como nosotros: la jerarquía del dolor. En esta jerarquía los mamíferos, la clase linneana a la que pertenecemos nosotros, están arriba. Mientras más arriba esté un animal en esta jerarquía del dolor, más obligación tenemos de respetarlo. Los caballos, las vacas, los perros, los delfines, las ballenas, las ratas son mamíferos como nosotros y tienen dos ojos como nosotros, nariz como nosotros, intestinos como nosotros, músculos como nosotros, nervios como nosotros, sangre como nosotros, sienten y sufren como nosotros, son como nosotros, son nuestros compañeros en el horror de la vida, tenemos que respetarlos y sentir compasión por ellos, son nuestros prójimos.
De vuelta a El desbarrancadero, en la narración confluyen diversos elementos: un amor inconmensurable por el padre y en especial por el hermano enfermo de Sida, un odio hacia la madre que podría llegar a ser desproporcionado, homosexualidad, religión, risa, llanto y humor negro. Aquí los lectores descendemos por un tobogán de emociones pues, después de un párrafo fuerte y saturado de insultos e improperios (queremos estrellar el libro, el Kindle o el portátil contra una pared y no seguir leyendo), respiramos profundamente, le damos otra oportunidad al texto y nos encontramos con una broma, un diálogo entre el narrador y la muerte o un recuerdo de la infancia, y el vértigo nos envuelve hasta dejarnos llevar de nuevo por la narrativa a la que el autor nos tiene acostumbrados.
De pronto chocamos de nuevo con el odio latente, entonces volvemos a dudar buscando el muro de turno, inhalamos, exhalamos y el carrusel emotivo continúa. Allí estamos los lectores al lado del hermano que agoniza, entre la misma nube de marihuana que también nos perturba los sentidos, y cuando estamos a punto de llorar tan frustrados como Vallejo porque la medicina para detenerle la diarrea a su hermano –la sulfaguanidina– no sirvió, otra pared hace su aparición y cambiamos de dirección: ahora el autor se lanza en ristre contra los sacerdotes, contra el Papa, contra la iglesia.

Recordemos un pasaje de la novela que habla sobre Darío y su etapa terminal:
Al final de su vida a Darío le entraban antojos de embarazada. Quería lo uno, lo otro, lo imposible. Creo que porque sabía que ya se iba a morir. Yo me iba al centro de Medellín a ver qué le conseguía: tamales, buñuelos. Pero los tamales y los buñuelos le alborotaban la diarrea. Nada le caía bien, Darío se me estaba muriendo. Entonces sin diferir más el asunto resolví darle con agua bendita la sulfaguanidina de las vacas. Con esto lo mato o lo salvo, pensé. Ni lo maté ni lo salvé. La sulfaguanidina le funcionó una semana y después volvió la diarrea de antes, la que le había mandado en su bondad eterna Dios. La dosis de la sulfaguanidina la calculé por el peso: Si a una vaca de quinientos kilos se le da tanto, ¿cuánto hay que darle a un cadáver de treinta? Tanto. Y eso le di, dos o tres veces al día. El resultado inicial fue prodigioso: la diarrea se cortó. ¡Después de meses y meses y de que no se la detuviera nadie!
El panorama se torna confuso y perdemos partes de la imagen como un rompecabezas al que le faltan piezas, como mirar a través del parabrisas en una tarde cualquiera en la que el cielo se desploma mientras se conduce hacia adelante, pero sin saber realmente a dónde ir.
Ay abuela, si me oyeras, si vivieras, si supieras en lo que se han convertido mi vida y este país y esta casa, ya ni nos reconocerías. En mi cuarto escueto en que la noche empantanada no avanza, mirando por entre las tinieblas sin ver, miro el sillón vacío de la abuela, el sillón en que la abuela se sentaba a oír correr las horas cuando el abuelo se murió y ya no tuvo aliciente para seguir viviendo y se quedó mirando al techo. ¡Aliciente! La palabra es suya, de ella, y también ya se murió. Se murió y ni nos dimos cuenta.
Solo queda un profundo vacío existencial después de la muerte de los seres queridos y una pregunta constante que en su momento atormentaba a Vallejo y que para muchos de nosotros cobra vigencia hoy: ¿y yo qué hago aquí?

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