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Los parientes de Ester
(fragmento inicial)
Por Luis Fayad
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Después de la muerte de su esposa, Gregorio Camero continuó viviendo en la misma casa con sus tres hijos, a quienes atendía Doris, una criada que había crecido como una hermana para Ester, desde cuando fue recogida de la calle e incorporada a la familia, en condición de desamparada primero y luego de muchacha del servicio, con un trato especial que con el tiempo la convirtió en la compañera de Ester por encima de la hermana, de las amigas y de las primas, sin separarse de ella ni aun después de su matrimonio, cambiando de vida en ese momento tanto como Ester, participando del nuevo hogar con su misma autoridad, así como Ester colaboraba en los quehaceres de la casa con el mismo empeño de Doris, atenta a las obligaciones domésticas como si fueran suyas, permitiendo más tarde que sus hijos tuvieran el mismo afecto por su compañera como por ella. Por eso cuando Ester murió Gregorio Camero sintió su ausencia por todos los costados, pero no la falta de orden en el hogar. No comprendió entonces la insistencia de los parientes para que los hijos y él se separaran y fueran a vivir a casas ajenas. Fue la tía Mercedes la que hizo la propuesta. Al día siguiente del funeral de Ester, en la visita de condolencia que se había prolongado desde la noche del velorio, le dijo a Gregorio Camero que no tenía de qué preocuparse ya que Hortensia podía trasladarse para su casa, Emilia para donde Enriqueta y León para donde Rosario. Lo dijo de manera que se supiera que ya todo estaba arreglado, aunque Gregorio Camero no conociera al menos el origen de la idea. En todo caso, y a pesar de que por ahora no hubiera necesidad de llevarla a cabo, el hombre le agradeció a la tía Mercedes y a través de ellos a los demás parientes, si es que ellos estaban enterados del asunto. La tía Mercedes sonrió, sin despegar los labios para no desentonar con el carácter de las circunstancias.
–No te preocupes –le dijo–, todo resultará bien.

Se encontraban en la sala, junto a las mujeres que hablaban en voz baja y a los hombres que fumaban sin descanso. El humo subía a través de la nube que ya se había arremolinado a la altura de las cabezas y que las velaba en su vaivén gris. Los muchachos estaban en un canapé, entre tres tías que parecían custodiarlos. Gregorio Camero salió y se dirigió a la cocina. A su paso los murmullos de los que se encontraban en el patio se apaciguaron y volvieron a elevarse cuando él desapareció. En la cocina Doris preparaba café. Gregorio Camero se sentó en un butaco y la contempló vaciar varias cucharadas en el agua que empezaba a hervir y esperó a que le pusiera un poco de azúcar. Luego le pidió una taza. Doris continuó mezclando la bebida.
–Ya ha tomado mucho –dijo–, se va a enfermar –ella no había soportado con más valor la muerte de Ester pero parecía menos agotada a pesar de que durante tres días no había dejado de pasar café a las visitas. Sirvió un pocillo y se lo entregó al hombre.
–Se va a enfermar –repitió. Él dio unos sorbos, pensativo. Pensaba en que quizá no fuera tanta la tragedia si los demás no contribuyeran a agrandarla, y pensaba también en que quizá no existiera tal tragedia. Por primera vez había pensado en la muerte, o al menos tenía conciencia de que existía verdaderamente. Alcanzó a pensar en que la vida es una estafa. Terminó el café levantando el pocillo de manera que pudiera beber hasta la última gota, y se incorporó. En la puerta se detuvo y Doris creyó oírlo sollozar. Y tal vez fuera sólo eso porque era ella la que no siempre podía reprimir un gemido de desahogo, pero en ese momento debía preparar el café para las visitas y algo de comer para los parientes. Ellos habían estado entrando y saliendo de la casa, dando la impresión de que no la habían abandonado desde la noche del velorio. Aquella noche y las siguientes algunas tías se acomodaron en los sofás para acompañar al hombre y a sus hijos, levantándose a veces a beber un poco de agua o a inspeccionar las ollas de la cocina o a consolar el llanto de los muchachos, que de todas maneras siempre estaban amparados por Doris. Gregorio Camero se dirigió a la sala. Antes de entrar lo detuvo en el patio un amigo que llegaba en ese momento y que lo abrazó fuerte como si no quisiera soltarlo. Le parecía inconcebible que él ni siquiera supiera que Ester había estado enferma, y otro que se encontraba un poco más atrás no podía creer que hubiera muerto ya que hacía sólo ocho días había pasado por la casa para que le prestaran una herramienta. Cuando Gregorio Camero entró la tía Mercedes esperó que se acercara, pero él no avanzó demasiado y lentamente se dio vuelta y se encaminó de nuevo a la puerta. Una mujer que había seguido sus movimientos supuso que se retiraba porque no hallaba lugar para sentarse, entonces se levantó y le ofreció su silla, y al gesto de rechazo del hombre le insistió y lo obligó a ocupar el sitio. Gregorio Camero entrelazó los dedos sin poder hacerse cargo de la situación y sintió algunas miradas sobre él y los altibajos de los murmullos femeninos. Doris entró con la bandeja y repartió los pocillos de café y fue por más. Al llegar adonde unas parientes se inclinó para decirles que en la cocina había algo de comer. Pero otra señora que se encontraba a su lado alcanzó a oír, entonces ellas rechazaron y prefirieron recibir el café. Doris volvió a salir para llenar los pocillos y les hizo el ofrecimiento de la comida a otros familiares. Cuando llegó a la cocina, luego de haber pasado varias veces la bandeja, ya se había formado allí un grupo que la esperaba. El humo de la carne asada era picante y hacía entrecerrar los ojos y se escapaba por el vidrio roto de la ventana. Doris dispuso unos platos sobre una mesa situada contra la pared y les colocó un poco de ensalada y un pedazo de carne, y los repartió sirviéndoles primero a las mujeres. El espacio de la cocina era pequeño y los parientes (de pie porque no había sillas y porque no hubieran cabido) apenas podían mover los brazos. Para cortar la carne apoyaban el plato en la mesa o en cualquier otro mueble, empujando en su incomodidad a los que se encontraban a su lado. Algunos partían un trozo y comían mientras otros preferían aprovechar la oportunidad del espacio y cortar toda la carne de una vez. Alguien pidió un pan y otro le ofreció su ensalada a una prima porque a él no le gustaba. Afuera de la cocina había un corrillo de parientes que esperaba turno, en tanto que Doris lavaba los platos y los cubiertos, servía la ensalada y cortaba la carne moviendo las manos como si quisiera hacer desaparecer algo. Unos comían rápido y otros lo hacían despacio para no ver tan pronto sus platos vacíos. El tío Amador se acercó a Doris y en secreto le preguntó si podía repetir. Ella asintió sin dejar su tarea. El humo de la carne comenzaba a disiparse pero aún quedaba el olor a comida recién preparada. Los parientes entraban en la cocina a pesar de que los otros no habían salido, de modo que empezaron a estorbarle a Doris el acceso a los utensilios en que se encontraban los alimentos, y la mujer debía pedir permiso para pasar a los platos lo que necesitaba, la carne de la sartén, la ensalada de una gran vasija y los cubiertos de una palangana llena de agua. Luego del tío Amador también los demás pidieron una nueva porción y estiraron los brazos por encima de las cabezas para entregar los platos. Doris los recibía empinándose en la punta de los pies, y como ya eran muchos los que habían entrado la arrinconaron contra el lavaplatos y para desplazarse no le bastaba con pedir permiso sino que debía abrirse paso con los codos. Era imposible entonces apoyar los platos en ninguna parte para cortar la carne y los parientes decidieron comérsela con la mano, chorreándose de salsa y de ensalada y sin interesarles que los que estaban detrás les mancharan los vestidos, y si querían repetir ya no mostraban el plato sino que se servían ellos mismos y si no encontraban cuchara para sacar la ensalada lo hundían en la vasija. Quedaba poca carne asada y Doris puso nuevamente la sartén al fuego. Para moverse se agachaba, metía la cabeza por entre los cuerpos y se impulsaba con los pies. El chisporroteo del aceite y el humo que se esparcía otra vez por la cocina y por el corredor aumentó el deseo de los que se encontraban afuera, y los que estaban adentro avanzaron más al interior para evitar que los sacaran. Doris quedó inmovilizada contra una pared, entonces se escurrió hasta el suelo y por entre las piernas de los parientes fue a situarse debajo del lavaplatos. Al rato llegaron a su lado una tía y un primo que continuaron comiendo encorvados, y otros se escondieron bajo la mesa y algunos se encaramaron sobre ésta y sobre los demás muebles cuidando que los que habían logrado entrar no les quitaran los platos. Pero ellos no esperaron a que los desocuparan y tomaron la carne y la ensalada con los tenedores y con la mano, y por fin la sartén y la vasija quedaron vacías. El que cogió la última porción anunció la noticia y los parientes le echaron otra mirada a los recipientes, y sólo entonces empezaron a retirarse. Los de afuera entraron a inspeccionar las ollas y al comprobar la verdad rezongaron ante Doris, y al salir continuaron con las protestas formando un clamor y aún en la puerta se volvieron y antes de desaparecer murmuraron un improperio. En la sala las voces eran un solo susurro delicado. El humo de los cigarrillos y la pesadez del trasnocho continuo empezaban a irritarle los ojos a Gregorio Camero, y él los cerró con fuerza y se los frotó con los nudillos de los dedos. Pero no obtuvo ningún alivio y sólo logró que se le nublaran y volvió a frotárselos. Una lágrima le humedeció el ojo derecho pero no alcanzó a rodar por la mejilla. La tía Mercedes lo había visto todo y cuando Gregorio Camero salió porque no podía soportar más el humo se fue tras él y lo detuvo al trasponer la puerta.
–Hay que tener valor –le dijo–. En estas ocasiones es cuando se conoce a los hombres.
Gregorio Camero desconfió de haber oído bien y se retiró dándole pequeñas miradas de reojo. En el patio había menos gente y en la cocina Doris preparaba café. Él le pidió una taza y encendió un cigarrillo.
–Deberían acostarse –dijo señalando hacia la sala–. No tiene objeto que se queden ahí entre ese humero.
–Termino esto y voy por ellos –dijo Doris. De dos olletas colocadas a fuego lento salía un agradable olor a café. La mujer lavó los pocillos y fue a la sala por los muchachos. Ellos la siguieron hasta la cocina y redoblaron sus deseos de ser mimados. Gregorio Camero le dio una palmadita a León y Doris les hizo un gesto cariñoso a las muchachas, y en el momento en que el hombre les preguntaba por qué no se habían ido a la cama la tía Mercedes apareció en la puerta.
–Es cierto –dijo–, es hora de ir a dormir.
Luego de un silencio Doris abrió los brazos como si quisiera cobijar a los muchachos.
–Vamos –dijo–, vamos.
–Yo los llevo –dijo la tía Mercedes tomando a Hortensia y a Emilia por los hombros. Ellas miraron a Doris y a su padre pero él les hizo un ademán con los dedos para que salieran. Hortensia dio un paso para liberarse de la mano de la tía Mercedes, no porque tomara a mal su afán por dirigir su conducta, sino porque no compartía su desmedida obsesión por el orden, y señaló la olleta.
–Quiero un tinto –dijo.
–Estás muy joven para tomar tinto –dijo la tía Mercedes.
–Siempre tomo –replicó Hortensia –Pero hoy ya es hora de dormir –dijo la tía Mercedes. Gregorio Camero les hizo otro ademán y las muchachas salieron de la cocina. En la puerta la tía Mercedes se detuvo y se volvió hacia León.
–Tú también –le dijo.
–Yo voy con Doris –contestó él.
–Vas de una vez con tus hermanas –dijo la tía Mercedes. Pero León se acercó a Doris buscando la aprobación en sus ojos. Cuando la mujer iba a responder la estufa chirrió y todos volvieron la mirada. El café había hervido y se rebosaba por los bordes de las olletas. Doris se apresuró a retirarlas con un trapo limpio de los fogones que continuaron chirriando. La tía Mercedes la dejó terminar y enseguida se dirigió a León.
–¿Te das cuenta? –le dijo–. Es mejor que vengas de una vez.
Doris lo vio turbarse y se inclinó y le tomó la cara entre las manos.
–No hagas caso, mi niño, la culpa es toda mía –le susurró. Se irguió y acariciándole la cabeza le dijo que fuera con sus hermanas. La tía Mercedes evitó presenciar la escena y por fin pudo retirarse con los tres muchachos. Gregorio Camero se sentó en el butaco y encendió un cigarrillo. Doris limpió las olletas y volvió a pasar el trapo por los fogones y alistó la bandeja con los pocillos.
–Se han portado bien –dijo–, casi no han llorado.
–Todavía no se han dado cuenta de lo que sucede –repuso Gregorio Camero–. Y quizá nosotros tampoco.
La tía Mercedes apareció en la puerta con una mueca de disgusto. Desde la muerte de Ester se creía en la obligación de dirigir la casa y de encargarse de los muchachos, y seguramente Hortensia y Emilia no quisieron desvestirse en su presencia y León cerró su cuarto, en el que dormía Doris. Gregorio Camero la observó frotarse las manos, ofendida. La tía Mercedes no era vieja pero tenía la apariencia de que nunca había sido joven, y conservaba una compostura rígida que la hacía sentirse más digna y siempre encontraba motivo para estar vestida de negro. A pesar de que vio a Doris llenar los pocillos dijo que era hora de pasar más café, y antes de retirarse se quedó un rato como si vigilara que se cumplía su sugerencia. Gregorio Camero dejó transcurrir unos segundos y sonrió.
–Nunca pensé que tuviera tantos parientes –dijo. También Doris sonrió para compartir la broma. –No son parientes suyos –dijo–, son parientes de Ester.
–Y son parientes políticos míos –explicó Gregorio Camero. Doris volvió la cara sólo para ver si el hombre hablaba en serio.
–Ese es el cuento que yo no entiendo –dijo sin descuidar la tarea de los pocillos. Gregorio Camero salió de la cocina y continuó atendiendo a la visita. Con algunos sostenía un corto diálogo y a otros los acompañaba a la puerta de la calle. En uno de sus regresos se quedó en el patio con un grupo de hombres en el que se encontraban el tío Ángel y el tío Amador. Con ellos se sentía mejor que con la mayoría de los parientes de Ester, pues a pesar de que muchos tenían un empleo que no era superior al suyo casi todos se comportaban como si se tratara de saber cuál poseía más autoridad que el otro, y si algunos eran pobres creían conservar su dignidad al amparo ficticio de los más pudientes. El grupo se quedó en silencio, y luego el tío Ángel le contó a Gregorio Camero que estaban hablando de jubilaciones y el tío Amador le preguntó cuánto le faltaba a él para pensionarse. Gregorio no tuvo necesidad de hacer cálculos.
–Cinco años –dijo.
–No es mucho –dijo el tío Ángel–. Lo malo es que uno se jubila y después se aburre sin hacer nada.
–Eso es falta de imaginación –replicó el tío Amador–. Todo el mundo se pasa la vida buscando el modo de vivir sin trabajar.
–Y así se les pasa la vida –dijo el tío Ángel–. Pero hay algunos que lo consiguen.
Gregorio Camero se dirigió a la sala y comprobó que al igual que el patio estaba casi vacía. La tía Mercedes se comprometió a hacerse cargo del resto de la visita para que él pudiera irse a descansar, pero los parientes continuaron marchándose hasta que en la casa sólo quedaron la tía Mercedes y otras dos tías que iban a permanecer ahí toda la noche. Gregorio Camero les ofreció su cama pero la tía Mercedes rehusó y preparó un cómodo sillón de la sala y dos canapés. El hombre les agradeció su compañía, aunque sabía de sobra que ya no la necesitaban. En el patio vio que el tío Amador salía de la cocina y se acercaba a él con sigilo, pegado a las paredes, procurando que no lo divisaran desde la sala.
–Me estaba tomando un tinto –susurró cuando llegó al lado de Gregorio Camero. Lo cogió de un brazo y lo llevó por el corredor que conducía a la puerta de la calle.
–Necesito que me hagas un favor –le dijo–. Dejé la plata en la casa y me urgen veinte pesos.
Gregorio Camero se sorprendió, no sólo de que alguien le pidiera un favor en esos momentos sino de que fuera una cuestión de dinero.
–No tengo veinte pesos –contestó. El tío Amador le preguntó cuánto tenía y Gregorio Camero se llevó la mano al bolsillo, pero no sacó los billetes porque no había necesidad de contarlos.
–Quince.
El tío Amador creyó que le mentía.
–Préstamelos hasta mañana –dijo. Gregorio Camero lo miró antes de responder, aunque no estaba dudando lo que iba a decirle.
–No puedo darte más de cinco.
Pero el tío Amador parecía de verdad apremiado por el dinero.
–Dame los quince que mañana mismo te los devuelvo –y parecía tener prisa por marcharse. Gregorio Camero no permitió que lo coaccionara. Dejó una larga pausa para recordarle al otro su condición.
–No puedo darte todo –dijo–. En realidad no puedo darte nada.
–No sabes con la urgencia que los necesito –reclamó el tío Amador cuidando de que no lo oyeran desde la sala. Gregorio Camero sintió como si fuera él quien no debiera hacer ruido. Vaciló un instante.
–Te podría dar cinco –dijo. El tío Amador se mostró insatisfecho.
–Eso no me ayuda mucho, pero dámelos –dijo, y dejó a Gregorio Camero con la sensación de haber recibido un favor.

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