Desde Armenia, Quindío, una lectora de la comunidad de Diario de Paz se une a la conversación sobre la novela ¡Que viva la música! Compartimos sus impresiones sobre esta novela, cuarta obra del reto 5 libros en 2022. Si tú también la leíste y quieres unirte al diálogo, envía tu colaboración a editores@diariodepaz.com. Leer nos une 🤓🔥 (Fe de erratas: hemos corregido los enlaces en el post anterior)
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Por Myriam Zuleta Valencia* [Armenia, Quindío]
“Lo único que quiero es dejar un testimonio, escribir, aunque sea mal, aunque lo que escriba no sirva de nada, que, si sirve para salir de este infierno por el que voy bajando, que sea ésa la verdadera razón por la que he existido…”.
Carta de Andrés Caicedo a Carlos Mayolo. Cali, 13 de enero de 1972
La Siempreviva quedó flotando en el cielo de la sucursal, Cali, con olor a caña, grosellas y sabor a melao, la meca nacional de quienes con el paso de los años viajan a través de la “Cavorita” musical. Leyendo esta novela, los cuerpos deliran a ritmo de salsa, guaguancó, bomba y bugalú…, desdoblan su alma al infinito de la sabrosura y destellan generación tras generación, cual herederos de babaloo y de Changó. Aquí se serpentean los pasos al son de las palmeras, impregnados en el sudor ardiente de la brisa del pacífico, descollando sedientos de más y más ritmo, “Cali es Cali lo demás es loma”. Al unísono de la herencia, los poros del caleño salsero transpiran sabor y alegría.
Andrés Caicedo tuvo el soplo divino y, al anochecer del último suspiro, dejó su hálito en una obra que pervive en cada bailador; vaho que exhaló el joven inquieto y contumaz y que, pasados cuarenta años, su estela trasciende, se dulcifica y reivindica. Destella en los rostros de jóvenes y adultos, muchos aún sin saber quién fuera aquel que regara semillas de la otra manera de observar y plasmar la literatura a través del baile, la salsa, las vivencias urbanas y sacar a flote las carencias emocionales, sociales y culturales que se esconden bajo el traje luminoso de la vida en fiesta; porque bailar ese ritmo no es fácil; coger la cadencia de una realidad y conseguir los pasos apropiados, exige un alto vuelo; libertad que se enreda en el submundo del laberinto enajenado de la sociedad.
No solo quebrantó la línea de la realidad envuelta en el celofán de lo mágico, además, rompió las normas mojigatas y emperifolladas expresadas en los suaves e hipócritas pasos de los bailadores del ritmo tropical. Recibió zancadillas, porque la esencia de ser diferente tiene el precio de la incomprensión y el rechazo de los cánones de su entorno que no están dispuestos a soportar las extravagancias de un nuevo ritmo.
¡Que viva la música! palpitó en mí de una forma estridente volver a recorrer a Cali, retada por la Mona, María del Carmen; me produjo un poco de recelo. Un delirante relato enmadejado en su frondosa cabellera causa desazón, sus viajeros recuerdos entre la lucidez y el deliro producido por la droga y el baile en procura de una fiesta sin fin, describen los caminos de vivir sin freno hasta llegar al borde del precipicio por la incesante búsqueda de la felicidad y su más allá. La Mona abrió el abanico de sus vivencias y sentires juveniles, trasegó entre la noche y el día de su propia oscuridad, que de alguna forma retratan al autor quien vivió vertiginosamente. Su angustia ante la vida, lo desborda a sus 25 años; acude entonces, a una dulce cita fijada de antemano.
Entre los diferentes viajes “psicodélicos” por los que cruzamos el extremo de la locura y el desenfreno, me suscitó un afán por encontrar los versos o frases musicales allí diseminados, subir el volumen del radio, vibrar, cantar, bailar y, frenar ante las turbias calles de perdición de sus personajes, que poco a poco invadieron la experiencia lectora en agotamiento y conmoción; empero, también se develó el incesante anhelo del autor para que a través de la rumba, la música y la descarga se atendiera al llamado que debatía su interior entre el amor y desamor por su ciudad. “Oiga mire vea, véngase a Cali para que vea”, porque al “final no queda sino la música”
Encontrarme con la obra ha sido como tropezar con una caja de Pandora a quien todos le temen u odian, un cofre que se ha llevado al cuarto de San Alejo y que, al hallarlo con cierto aspecto de polvo u abandono, permite descubrir una joya a la que la mala hierba le enmarañó su entorno.
La hora de su despertar fue cubierta por una nube negra del atardecer del 04 de marzo de 1977. Por fortuna, su oscura noche no fue eterna, un rayo en su sendero permitió que unas manos laboriosas y persistentes limpiaran cuidadosamente los abrojos y abrir el camino de su legado; hoy se posiciona como otra de las estrellas tutelares de las calles de la Sultana del Valle.
Por las crestas pasudas de los Farallones con su horizonte tornasolado, atraviesa el retumbar del eco de las orquestas, sus tambores, platillos, cueros y bongos; y el brillo de lentejuelas florecidas de las escuelas salseras que iluminan la eterna noche de Andrés; no en vano: ¡Cali, es la sucursal del cielo!, “De romántica luna el lucero que es lelo”.
Y, en los estantes de mi preciado rincón; en posición estratégica queda un tesoro que brilla y “Se viste para su fiesta más popular…” con la fe que, en algún momento, ¡llegarán mis abejitas lectoras y seguirán esparciendo la semilla de La Siempreviva! ¡Porque hay que vivir la música, para contarla!

*Myriam Zuleta Valencia es diseñadora de modas, aunque no ejerce su oficio. Es participante activa del Club de Lectura Virtual y del Taller la Tertulia Café Letras, Renata, Armenia, en la Biblioteca municipal La Estación.
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