Así comienza «Perdido en el Amazonas», de Germán Castro Caycedo


Sumergiéndonos en la selva amazónica, con este reportaje publicado en septiembre de 1978 terminamos el reto lector 5 Libros en 2022. Acercarnos a la historia del ex infante de marina Julián Gil Torres es una excusa para conocer y profundizar en la realidad de esta región de Colombia. ¡Ojalá te animes y leas con nosotros! 🤓📚👌🏽

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Perdido en el Amazonas
(Fragmento inicial)

Por Germán Castro Caycedo

A Catalina, mi hija

Nota del autor:

Esta no es una novela sino un reportaje logrado después de ocho meses de investigación sobre un caso de la vida real sucedido en nuestros días. No se han cambiado nombres de personas ni lugares y se conservan situaciones y fechas, tal como lo relataron los protagonistas frente a una grabadora o como aparecen en archivos oficiales.
Es la historia del ex marinero Julián Gil Torres, un hombre de leyenda, que luego de haber hecho contacto con una tribu hasta hoy desconocida, desapareció en el corazón de la selva.
El relato principal fue realizado por su hermano Efraín, un brillante narrador que logra presentar toda la magia de un lugar desconocido, como es la selva, a través de la vida de Julián.

Cuarenta días después me vinieron a avisar que Julián había caído en poder de esos indios: fue el 14 de marzo como a las tres de la tarde. Yo había terminado de hacer el programa de radiocomunicaciones con el apostadero naval de Leticia –una rutina que venía repitiendo dos veces al día desde hacía cuatro años– y luego de reportar el Q-R-X de costumbre ordené que apagaran la planta. Llevábamos cinco meses sin que el remolcador de la Armada trajera provisiones y debíamos por tanto ahorrar hasta la última gota de combustible. Abandoné la guarnición y cuando iba en la mitad del puente vi a Alejandro en la orilla de la quebrada y me imaginé que nuevamente había problemas con el Cahuainarí. Con Julián cualquier cosa era posible.

–Don Efraín, me perdona pero le traigo una noticia mala: a Julián lo agarraron los indios que se tragan a la gente –me dijo con voz acobardada.

–Maldita sea, ¿y usted es tan marica que me dejó al muchacho solo? –le respondí levantando la voz más de lo normal. Alejandro se quedó mirándome y pude ver que tenía los ojos humedecidos. Entonces nos quedamos unos segundos como atornillados al piso, hasta cuando él comenzó a contar su versión:

«Estábamos abriendo una pica con los machetes y Julián iba adelante con la brújula, nos gritó a Borrachito y a mí: «Por aquí pasó una danta anoche». Seguimos la huella de la danta y unos metros más adentro chocamos con un camino trillado, bien trillado, ancho. Un camino viejo. Raro que hubiera camino por allá tan adentro de la selva, dijo Julián, y nosotros dijimos: «Debe ser ser de los indios bravos». Él se rió y no dijo nada. Se metió al camino. Miró a los lados, miró bien a los palos, miró arriba para la parte más alta de los árboles y nos dijo que teníamos que regresar los tres a esconder en el monte la comida, las hachas, los hules y las hamacas. Las escondimos. Cuando terminamos, caminamos por la trocha de los indios más de dos horas y oímos risas. En una quebrada pequeñita se estaban bañando tres niños, uno como de cuatro años, otro como de seis y el otro como de diez. Jugaban.

«Tan pronto Julián los vio nos hizo señas de que nos quedáramos quietos y callados. Los miró bien un rato desde detrás de un palo y, con mucho cuidado, se regresó y nos dijo que saliéramos del camino:

«–Síganme a distancia, sin perderme de vista pero sin hacer ruido, porque esos niños tienen que vivir cerca.

«Esperamos como una hora bien escondidos y al fin los niños se fueron y los seguimos. Caminamos mucho y por ahí como a las cuatro de la tarde llegamos a una maloca. Una casa muy grande. Julián nos dijo: «Primero vamos a ver qué clase de gente es». Avanzamos con calma y como a unos cinco metros, cerquita, vimos muchos indios desnudos: hombres, mujeres, niños. Todos completamente desnudos. Por lo menos había trescientos de ellos. Entre todos estaban comiendo y bebiendo chicha de chontaduro. Tenían el cuerpo bien pintado con unos dibujos muy lindos y muy finos. Parecía que estaban en una fiesta. Borrachos la mayoría. Todos tenían palitos atravesados en las orejas y en las narices. Palitos tan largos y tan anchos como un lápiz. Los miramos como hasta las seis de la tarde. Julián nos dijo que entráramos ya, pero Borrachito y yo le dijimos que no entendíamos la lengua de ellos. Entonces nos fuimos para atrás, sacamos las cosas de donde las habíamos escondido y nos regresamos hasta el último campamento que habíamos hecho. De ahí nos fuimos hasta otro campamento que habíamos dejado más atrás, para el que habíamos hecho en la margen Del Río Bernardo. Hasta allá, dándole, era más de medio día de camino. Nos llevamos para el río todo lo que teníamos en el centro de la selva para que los indios ésos no nos lo robaran. Todo ese día sacando cosas. Al otro cogimos la fariña, las escopetas, algunos cartuchos y como veinte kilos de sal y nos fuimos para la maloca de los indios bravos. Yo sentía miedo porque los antiguos decían que ellos se comían a la gente. Aquí, hace muchos años, cuando yo no había nacido, se perdieron dos cazadores. Que se los tragaron. Entonces nunca volvió nadie por allá.

«Nosotros chocamos con los niños como el 2 de febrero. El 4 y el 5, dos días con sus noches completas, estuvimos escondidos cerca de la maloca mirando bien qué hacían los indios y ya por la tardecita Julián se decidió.

«–¿Quién me acompaña? Voy a entrar –dijo.
«–Julián, son bravos, no se meta allá –le dije y él me respondió que yo era un cobarde.
«–Cobarde, sí, pero no entro porque no le conozco la lengua a ellos ni sé qué clase de gente son –respondí.
«–Yo sí soy hombre y entro con usted, Julián –dijo Borrachito.

«Julián me repitió que yo era flojo, me regañó, pero como él es muy bueno conmigo, cuando me regaña no le paro bolas. Él me ha regañado varias veces, pero nunca ha intentado pegarme. Después me dio una consigna:

«–Devuélvase ya que no me quiere acompañar y se queda en la casa hasta el 10 de marzo. Si no he llegado ese día, váyase a Pedrera y avísele a mi hermano Efraín que me pasó algo. Donde dejamos la carga escondida voy a poner una señal. Si salgo bien de la maloca de los indios, la señal será una cruz en un árbol.

«Como a cinco metros de la maloca dejamos la fariña y la sal, una revista de Julián y otras cosas, tapadas con hojas de milpero. Luego Julián me repitió dos veces esto:

«–Si llega la fecha y no aparezco, dígale a Natividad, mi mujer, que no le entregue a nadie mis hijos; que son de ella. Que no se los deje ni siquiera a mi hermano. Que yo quiero que ella los eduque como es ella, que los críe y que sufran como sufrí yo, pero que no los saque para otra parte».

[Continúa…]


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