De melcochas o ladrillos. Una mirada al presente desde la psicología social


¿Por qué hay tan poca disposición para dialogar en una sociedad que tiene la pretensión de entenderse como democrática? En este ensayo corto, la investigadora Gisela Ruiseco Galvis comparte su mirada de los acontecimientos retomando un imaginario: el «Fin de la Historia».

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Por Gisela Ruiseco Galvis*

Estamos despidiendo un año que posiblemente aparezca en los recuentos de la historia como un hito, si es que el género humano sobrevive para contarlo. Historia que parece estar renaciendo, parafraseando a Joseph E. Stiglitz, en un reciente artículo en el diario español El País [1].

El economista se refiere a que estamos saliendo de la creencia, de décadas, de haber llegado como humanidad al cenit del posible desarrollo, al Fin de la Historia, como anunciara Fukuyama en los años noventa del siglo pasado. Esta concepción describe muy bien el arrogante mito de una época que se acaba (pequemos de optimistas).

A muchos les sorprenden las marchas en Colombia o en otros países. Les cuesta tomarse en serio la rebeldía, el renacimiento de las utopías. Se insiste en que la rebelión multitudinaria, tozuda e incansable –y por añadidura simultánea en tantos países–, es comprada o manejada por hilos conspiradores, en Colombia de manos de un Gustavo Petro o en Venezuela de un Nicolás Maduro, imaginados poderosísimos (¡ya quisieran serlo!).

Intentemos comprender el porqué de tan poca disposición para dialogar en una sociedad que tiene la pretensión de entenderse como democrática. Para esto, tal vez ayude el examinar el imaginario acerca del Fin de la Historia, pues los imaginarios son persistentes y tardan mucho más en mutar que las circunstancias que expresan.

La idea del Fin de la Historia expresa algo terminado, culminado, que ya no permite cambios. Tiene que ver con cómo imaginamos al sistema socio-económico. Si cualquier interrupción o increpación al Estado o al Sistema se entiende como disturbio, es porque se parte de la creencia de que estos sistemas ya están perfectamente armados para funcionar como debe ser, sin que pueda haber disenso. Solo se puede pensar esto desde un terreno de «pensamiento único»[2] en el que no existen diversas maneras de pensar y hacer las cosas; solo una, pues a eso se han reducido las ideas democráticas en las que creemos seguir viviendo.

Hay aquí una grave falta de consciencia histórica de cómo todo sistema ha sido el producto de diálogos, revueltas, reivindicaciones. Algo muy ignorado e irónico: el capitalismo no sería lo que entendemos hoy en día sin las reivindicaciones de los sindicatos. Solo las revueltas y las marchas lograron sacar (en los países industrializados) a la clase trabajadora de la miseria y a las mujeres de la dependencia y confinamiento al hogar.  Sin estos «disturbios», la economía de un país como los Estados Unidos, el súmmum del capitalismo, nunca hubiera podido forjar la demanda de productos necesaria para un sistema que se basa en consumo masivo.

Hemos reificado al capitalismo, convirtiéndolo en un monolito sin historia. Esto se expresa bien en una frase conocida, de esas que nos ayudan a pensar, esta vez de Fredric Jameson: «Es más fácil imaginarnos el fin del mundo que el fin del capitalismo». Para empeorar las cosas, como ya lo expliqué alguna otra vez con el ejemplo de las rebeldías feministas: al que está en el poder le cuesta mucho entender que ‘»allá abajo» algo anda mal[3].

Devolvámonos a la consciencia de que nuestro sistema socio-económico es un resultado, constantemente cambiante, de reformas, reivindicaciones, y también permisividades, de intereses siempre en lucha. Y por lo tanto maleable y a negociar.

Hoy nos queremos despedir de monolitos dañinos, dar la bienvenida a la utopía, a crear nuevas realidades. Para este fin, ¿que tal si imaginamos a nuestro sistema económico (y al Estado) como una melcocha en constante negociación, y no como un ladrillo, listo y cocido? Así tal vez entendiéramos lo valioso que es el diálogo, y lo peligroso que es el autoritarismo.

Muchos se imaginan al gobierno de la Casa de Nariño como un ladrillo –cualquier negociación lo podría resquebrajar–. En vez de esto imaginemos una melcocha: ésta necesita que la batan, si no se endurece. Necesita el calor del diálogo, ese calorcito que se viene forjando desde la Constitución de 1991, pero que no hemos comprendido en su cabalidad. La gente quiere participar en la cocción, re-formar la melcocha para que se ajuste al cambio de los tiempos. ¡Y qué tiempos de cambios necesarios estamos viviendo!

En este momento hay esperanza. Los que son presas de un «pensamiento único» pueden ser minoría, incluso se pueden dejar hablando entre ellos si no logramos convencerlos de participar en la melcocha. Pues ésta recibe su calor de las diferencias: allí, idealmente, todos cabrían.

Los números y la juventud de los que marchan dan razón a la esperanza, y también júbilo. Aunque se trate de una esperanza a futuro, pues hoy el gobierno es reacio a querer modificar su identidad de ladrillo.

Mientras tanto, el resto, a vivir en la riqueza de la diversidad y a seguir escribiendo historia.

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Este artículo de opinión es una colaboración de Gisela Ruiseco Galvis @GiselaRuiseco. Gisela ha sido columnista del periódico Vanguardia Liberal y se ha dedicado a investigar temas relacionados con la psicología social. Referencias en el texto:

[1]   Aquí puedes leer el artículo «El fin del neoliberalismo y el renacimiento de la historia. ¿A quién se le ocurrió que la contención salarial y el menor gasto público podían contribuir a mejorar los niveles de vida?», de Joseph E. Stiglitz, publicado en el diario El País, el 17 de noviembre de 2019.

[2]  Término acuñado por Ignacio Ramonet.

[3]   Aquí puedes leer el artículo completo: Ideologías invisibles.

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Ilustraciones: © Andrés Caicedo Hernández

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