«La perra»: esa mancha gris de la vida y nuestra frágil condición humana


El autor de este texto es licenciado en español y literatura, recién graduado de la Universidad del Quindío. Como participante activo del Club de Lectura Virtual, nos comparte en esta reseña su mirada sobre la novela La perra. Un texto del reto 10 libros en 2020.

Por Carlos Jaramillo* [Armenia, Quindío]

La novela La perra, de Pilar Quintana, está escrita con una sencillez formidable. Su lenguaje es semejante a ese mar o a esa selva que a la primera parecen calmos, pero que pronto revelan, desde sus adentros, todo un furor contenido. Su estructura cíclica parece emular la muerte que reincide en este lugar –el Pacífico colombiano– y en la mente de Damaris, la protagonista de la obra. Todos los que la rodean parecen saber lo que ella no, o a lo que se resiste, y sus voces premonitorias, de advertencia, se lanzan aplastantes, figurando sobre ella al sujeto trágico.

En esta historia breve y contundente solo hay lugar para la vida dura. Sobre la altura de un acantilado, la mirada se pierde junto con la esperanza: esa “sola mancha gris” que eran el cielo y el mar –así los describe Pilar– confunde el horizonte y ensombrece la vida, acostumbrada allí, y en lugares olvidados como este, al vuelo en círculos de los gallinazos, que lo hacen como dibujando un ciclo repetitivo e interminable de muerte y desolación; como recordando, cada tanto, las estelas de un destino brutal que, como en toda tragedia, no es posible evadir. La selva, profunda y agreste, que se cuela por los sueños y los recuerdos, que pugna por extender su dominio, completa el panorama y, con ello, ese reflejo hecho palabra, sobre el cual podemos advertir el caos que también somos, que también nos habita, con similar violencia.

Imagino cuántas veces Damaris, mujer afrocolombiana protagonista de esta historia (que es también la historia de tanta gente) habrá mirado esa mancha gris y habrá lanzado algún reproche por su suerte, por el lugar de desgracia en que la ha instalado la vida, por su dolor y frustración, que ha debido crecer de a poco hasta apagar la última esperanza fugitiva. Con cuánto ímpetu habrá odiado su cuerpo, tan obstinadamente opuesto a su anhelo de ser madre, mientras intentaba dormir, distanciada de su marido, bajo un techo y un corazón azotados por tempestades.

Pienso en esa vida dura que a tantos les ha tocado vivir. En esos lugares sobre los cuales la vida se cierne con toda su frivolidad, marcando un destino amargo y triste y, dentro de él, también en esa suma de azares que hacen que los actos de la gente muchas veces dependan de si la marea es alta o baja, que poco tengan que ver la infusión de hierbas, los rezos de Santos (personaje de la obra) o las ceremonias del jaibaná, ya que, quizá, son las circunstancias las que todo el tiempo nos están determinando y hacen que transitemos sin saberlo por esa zona, siempre imprecisa, en que la lógica binaria del bien y el mal pierde su eficacia, pues con qué naturalidad los actos más amorosos terminan rozándose con los más perversos y con cuánta ligereza puede resquebrajarse esa rígida y conveniente bondad con que solemos percibirnos: así como en aquel lugar feroz se traza para el humano un límite inescrutable, una parte nuestra también –la más auténtica– se resiste, por fuera de toda voluntad racional, a ser domesticada, y la novela nos recuerda lo fácil que, bajo ciertas condiciones, podemos sucumbir a ella.

En aquel lugar de casas destartaladas, de playas llenas de ramas, hojas muertas y basura de la gente, de aguaceros que ahogan el llanto, de perros envenenados o lanzados al precipicio, de humedad e insectos, de una selva que es como “una bestia que acabara de tragarse a su presa” y de un mar que es como un “animal malévolo que tragaba y escupía gente”, no hay ilusión posible y la vida es como si creciera al revés. Pero Damaris encuentra una y el vínculo que entabla con un animal, con su perra, es tan intenso como ningún otro con humano alguno, que llega por un momento a salvarla de su profunda pena.

Sin embargo, en este lugar y para ella, que es vista incluso como un ave negra, a la esperanza se la lleva el sopor, se desliza por la lama de las peñas y queda flotando en el ambiente una voz de lamento, de ausencia, de culpa, como resonancia de ese mismo dolor de la Yerma, de Federico García Lorca, cuya relación con Juan es también tan culpable como lo es la de Damaris con Rogelio. A ambas mujeres la maternidad se les muestra como única posibilidad de realización, la anhelan, pero el vacío de sus relaciones y el percibirse a sí mismas como tierra seca, tierra muerta, o como dice Damaris, “una piltrafa de la naturaleza”, acrecienta esa mancha gris que llevan dentro, mientras ven cómo a las demás mujeres, al menos en eso, la vida les ha sonreído un poco.

En La perra todo converge en caos. El mar y la selva y Damaris resuenan convulsos a lo largo de las páginas, mientras ese habitual desencuentro con la perra vida, con la perra suerte, solo señala la fatalidad, de la que ni los sueños se libran. Todo ello quizá venga a decirnos esto curioso de que uno termina pareciéndose al lugar que habita, y que somos, en buena parte, lo que las circunstancias hacen de nosotros.

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* Carlos Jaramillo es licenciado en español y literatura, recién graduado de la Universidad del Quindío. Trabaja como corrector de estilo y pronto se dedicará a la labor docente. Sobre su gran pasión, la lectura, dice: «Me parece que en el acto de leer tenemos la posibilidad de traspasar los límites de nuestras vidas pequeñas, de vivir lo que no hemos vivido, de salirse un poco de sí mismo, de habitar el mundo bajo otras experiencias; un ejercicio maravilloso». Puedes seguirlo en Instagram Cine Foro Los miserables.

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