Con el interés de explorar de qué manera la escritura puede convertirse en un dispositivo liberador en contextos de encierro, tres comunicadores se unieron para promover la creación literaria en una cárcel del Tolima. ¿Qué encontraron? Un artículo del especial Historias que liberan, contenidos que resaltan experiencias admirables en centros penitenciarios colombianos. Si conoces alguna historia sobre este tema, anímate y compártela con nosotros.
No hay barrera, cerradura ni cerrojo que puedas imponer a la libertad de mi mente.
Virginia Woolf
Por Flor María Morantes Valencia, Cristian García Villalba y Mariana Ariza Rodríguez*
Los avatares de la investigación y de la academia presionan constantemente a la construcción de objetos de estudio innovadores y capaces de aportar nuevas conceptualizaciones al campo de estudio bajo el cual se circunscriben. Pues bien, fue en medio de uno de esos avatares que se formuló la propuesta de trabajo que fue ejecutada al interior de la Cárcel y Penitenciaría de Mediana Seguridad de El Espinal, Tolima.
Para comenzar, este documento se construyó de manera ágil y estuvo ampliamente nutrido de literatura sobre contextos de encierro y personas privadas de la libertad, y se apoyó en experiencias de trabajo realizadas en otras latitudes. El núcleo de la propuesta era explorar la manera en que la escritura se podría convertir en un dispositivo liberador y, para ello, se apeló al uso de crónicas como un género literario capaz de explorar una narrativa experiencial sin dejar de lado la ficción.
Una vez consolidada la propuesta y adelantados los trámites administrativos para acceder a las instalaciones del penal, procedimos como equipo investigador a presentarnos ante el Teniente Ramírez, quien, dicho sea de paso, se convirtió en nuestro gran aliado y, porqué no decirlo, en nuestro mayor fan, ya que creyó en la propuesta desde el inicio y manifestó su entereza por llevar a feliz término esta empresa.

Bienvenidos a la Cárcel y Penitenciaría de Mediana Seguridad de El Espinal, Tolima
Llegó el día. La ansiedad y la curiosidad se apoderaron de nosotros, pues en principio pensamos que solo nos reuniríamos con el Teniente y no tendríamos aun acceso a los pabellones. No obstante, después de presentarnos formalmente y exponer nuestra propuesta, el Teniente nos invitó a hacer un recorrido por las instalaciones del penal y fue allí cuando tuvimos nuestro primer acercamiento con las personas que meses después se convertirían en nuestros pupilos, en nuestros escritores y, sobretodo, en nuestros nuevos compañeros de trabajo.
El recorrido por los pabellones estuvo precedido por todo un protocolo de inspección que incluyó perros antinarcóticos, escáneres y requisa manual. Después de atravesar varias puertas nos encontramos en el corazón del penal: allí donde el grueso de los ciudadanos no quisiera entrar ni siquiera por curiosidad, pues el solo hecho de pronunciar la palabra cárcel, ya implica una enorme lista de ideas en torno a la delincuencia, el mal, la culpa, el castigo, la justicia, entre otros.
La ansiedad no se iba, es más, se acrecentaba a medida que el Teniente y los guardias de seguridad que nos acompañaban explicaban qué tipo de internos había en cada pabellón. En este recorrido nos anunciaron que nuestro grupo de trabajo estaría compuesto por internos del pabellón número diez, conocido como el pabellón de condiciones excepcionales; allí se encontraban recluidos extranjeros, indígenas, personas discapacitadas, afrodescendientes, adultos mayores y población LGBTIQ+.
Durante ese primer recorrido, el Teniente también nos invitó a ingresar al pabellón número seis, del cual él se sentía muy orgulloso porque había iniciado un proceso de afianzamiento de la identidad que se manifestaba a través de lemas, insignias, escudos y una organización interna para las labores de limpieza y distribución de la comida. Estuvimos allí no más de media hora y fue tiempo suficiente para estrecharles la mano a muchos de los internos, para escucharles con atención sus narraciones acerca de cómo elaboraban peluches, mochilas, bolsas y demás objetos fabricados durante las horas de encierro.
Después de ese día vinieron una serie de miércoles ininterrumpidos que iniciaban con un desplazamiento desde el municipio de Girardot hacia El Espinal, donde debíamos estar con una hora de anticipación para dar espacio al registro de nuestros datos y atravesar los diferentes filtros de seguridad que se encuentran al interior de la cárcel. Nos fuimos acostumbrando, de a poco, a andar sin nuestros teléfonos celulares, sin nuestros bolsos, a tener un sello marcado en el antebrazo y a guardar nuestra cédula como el bien más preciado. También, paulatinamente, nos fuimos acostumbrando a la rutina de la cárcel, que semana a semana podía tener una variación, ya sea porque había una visita de una organización internacional de derechos humanos o porque se había producido algún enfrentamiento al interior de un pabellón.
De esta manera empezó nuestra relación con las personas del pabellón diez. Allí nos recibieron con interés y agrado, aunque, dicho sea de paso, muchos rostros tenían la semblanza de quien ya no se sorprende con nada ni con nadie. Los y las integrantes de la comunidad LGBTIQ+ nos recibieron con bastante agrado y mostraron mucho interés en hacer parte del proyecto que recién les anunciábamos: integrar el grupo base de escritores y escritoras de crónicas del pabellón diez. En ese momento nuestro entusiasmo aumentó, pues empezamos a ver que subía el número de interesados y que pronto llegaríamos a la meta de tener cincuenta personas en el equipo de trabajo.
A lo que vinimos, vamos
Cuando llegó el momento de desarrollar la primera actividad —que planeamos con tanta entereza y para la cual discutimos sí sería conveniente o no llevar lápices y esferos o si por el contrario éstos se podrían convertir en armas letales y activar una riña—, optamos por el uso de crayolas y papel periódico. Esta primera actividad tuvo lugar en la sala de educativas, como se le conoce a la biblioteca y a los salones que están a sus costados. Eran espacios muy cómodos, limpios, dotados con mesas y sillas confortables.
Solo había un factor que nos desgastaba como equipo: el clima. Trabajábamos bajo temperaturas que alcanzaron los 40°C y hubo momentos en los que, físicamente, tanto ellos como nosotros, nos sentimos abatidos por la ola de calor, por la deshidratación y por el agotamiento que esta condición climática nos generaba. No obstante, durante nuestro primer taller, al cual llegaron cerca de quince personas, la actitud y la disposición para trabajar fue generalizada.
Con crayolas en mano, este grupo de trabajo realizó acrósticos en torno a las palabras prisión y libertad. De allí surgió una reflexión que aún tenemos inserta en nuestras memorias: «ustedes también están en una prisión». Esas palabras hacían referencia a nuestra estructura laboral, la cual nos mantenía encerrados en una oficina por horas y solo teníamos un reducido espacio de tiempo para comer. También estábamos atados a unas reglas que de ser rotas nos acarrearían una sanción. Y sí, después de reflexionarlo, entendimos que en muchas ocasiones los lugares de trabajo se convierten en modernas cárceles donde estás siendo constantemente observado, donde te sancionan, donde debes cumplir un horario y, sobre todo, donde te absorben el tiempo y la vida.
Por ello, los miércoles se convirtieron en nuestros días de libertad, en nuestro día favorito de la semana, pues teníamos la oportunidad de interactuar con personas cuya realidad, en muchos sentidos, no distaba de la nuestra. Eran personas que tenían familias, que amaban, que eran amados por alguien más, que tenían sueños, personas a las que les gustaba conversar y, ante todo, personas que estaban esperando el momento para empezar de nuevo, para retomar sus vidas en los puntos en los cuales las dejaron una vez fueron detenidos y reiniciar el cronómetro de la existencia para tener una segunda oportunidad.
Nuestro grupo de trabajo contó con la participación de extranjeros, algunos mexicanos y un venezolano; también contó con representantes de la comunidad LGBTIQ+, adultos mayores, indígenas y una persona con una limitación física. Entre ellos había respeto y siempre que tenían la oportunidad manifestaban que este espacio propuesto por nosotros para escribir era muy valioso para ellos, ya que les permitía salir de su pabellón, estar en un lugar distinto y compartir con otras personas.
El síndrome de la hoja en blanco
¿Sobre qué escribir? ¿Por dónde empezar? ¿Puedo estar en el grupo sin escribir? Esas fueron algunas de las preguntas que surgieron entre el grupo base una vez les contamos que ya había llegado el momento de empezar a escribir sus historias, sus crónicas, sus narraciones.
Quienes estamos inmersos en el mundo de la academia sabemos lo complejo que es escribir, lo difícil y frustrante que puede llegar a ser el universo de la escritura; sin embargo, también sabemos lo liberador que es poner en palabras los pensamientos y transformar una hoja en blanco en un océano de ideas. Esto mismo les dijimos a nuestros pupilos y así, poco a poco, empezaron a surgir historias que, en general, estuvieron alejadas de su paso por la cárcel, de este momento presente. Como ellos mencionaban, no querían hablar de la cárcel porque a esto no se podía reducir su vida y porque a lo largo de sus años habían tenido muchas otras experiencias de las cuales se sentían orgullosos. Esas memorias les causaban un dejo de añoranza que les recordaba que la vida ha tenido sus buenos momentos y que en la línea de tiempo de cada ser humano, su paso por la cárcel era solo un punto.
Un aspecto que nos gusta resaltar de esta experiencia es la participación de dos estudiantes, quienes se vincularon al proyecto en calidad de asistentes de investigación y con quienes corroboramos la necesidad de sacar a los estudiantes de sus zonas de confort y confrontarlos con la realidad nacional. Su participación fue clave en todo el proceso, ya que después de formular su trabajo de grado en torno al valor de los procesos de lectura, escritura y oralidad en contextos de encierro, apoyaron de manera incondicional esta labor al momento de realizar la edición y corrección de estilo de los textos escritos por el grupo base. Es de vital importancia aclarar que los ajustes se limitaron a correcciones ortográficas y de coherencia únicamente.
De esta manera empezaron a surgir historias de taxi en la Medellín de los años 90; relatos sobre amigos y universidad en Ciudad de México; reflexiones sobre el ejercicio de la psicología y la inoperancia del estamento legal en Antioquia; anécdotas en un taller de mecánica en México y relatos de una adolescencia atravesada por la homosexualidad en Ibagué, entre otros. No había un formato preestablecido, no había temas vetados, tampoco había normas gramaticales inflexibles; solo había una oportunidad para escribir y sentir que a través del papel y el lápiz era posible viajar a otros lugares, a otros momentos y desplazarse por un instante a esos espacios añorados, deseados y recordados.
Así, semanalmente nos dábamos cita con el grupo base del pabellón diez y, además de compartir los avances en la escritura de sus relatos, también conversábamos acerca del pasado y del futuro, tanto de ellos como de nosotros. Los saludos cada vez fueron más estrechos y poco a poco fuimos viendo cómo se fortalecía un lazo que nos hacía querer estar allí y departir por unos minutos con estas personas que por azares de la academia habían llegado a nuestras vidas y nosotros a las de ellos. Por esta razón emprendimos iniciativas que nos dejaron llenos de satisfacción y que, estamos seguros, ellos mantienen en sus memorias.
Dignificar la existencia humana en contextos de encierro
Una de las iniciativas que propusimos fue la recolección de útiles de aseo a través de la comunidad educativa de la universidad para la cual trabajábamos. Así, estudiantes, docentes, directivas y administrativos nos allegaron sus donaciones y en el curso de cuatro semanas logramos recolectar más de cien kits de aseo que luego fueron entregados en el pabellón diez, en el marco de la celebración de la Virgen de las Mercedes. Esta entrega también estuvo acompañada de presentaciones artísticas de los internos, quienes cantaron, bailaron, rapearon y mostraron todo el talento que poseen. Un cepillo de dientes es algo insignificante para quien está por fuera de una prisión, pero para alguien que está tras las rejas, este objeto de uso cotidiano, más que un implemento de aseo, puede llegar a significar la materialización de su dignidad y de su valor como ser humano. Eso lo entendimos cuando a través de abrazos, estrechones de mano, sonrisas y gestos, los más de cien integrantes del pabellón diez nos dijeron «Gracias«.
Otra de las reflexiones que nos suscitó nuestro paso por la cárcel fue la manera cómo los seres humanos definimos de maneras distintas, o mejor, desde universos distintos el significado de la paz. Si bien como país llevamos más de cincuenta años en medio de un conflicto armado que pareciera no tener fin, también es cierto que todos los colombianos, de diferentes formas, hemos experimentado la guerra, la violencia y la maldad. Por ello, durante el trabajo en la Cárcel y Penitenciaría de Mediana Seguridad de El Espinal, intentamos comprender uno de los fenómenos que tiene Colombia tatuado a lo largo y ancho de su territorio. Se trata del narcotráfico y de cómo, no solo los colombianos, sino personas de prácticamente el mundo entero, han tenido contacto con este fenómeno. Tal fue el caso del grupo de mexicanos que trabajó con nosotros desde el primer hasta el último día con una asistencia completa y con una participación activa.
Su experiencia dio pie a múltiples elucubraciones sobre el porqué las personas delinquen, sobre el porqué ciudadanos comunes y corrientes deciden traficar droga y sobre cómo ese universo del narcotráfico sigue tan vigente en la realidad nacional. En uno de los talleres realizados hablamos de la paz y de cuál es el rol que juegan las cárceles y los centros penitenciarios en este proceso. Por una parte, teníamos la versión de las autoridades de la cárcel, de los guardias de seguridad, de las trabajadoras sociales, del profesional de pedagogía y, por otra parte, teníamos las opiniones de los internos y las internas de nuestro grupo base.
Hablar de paz al interior de una cárcel
Aunque existían opiniones encontradas, notamos que las versiones de las distintas partes, incluidas las nuestras, convergen cuando se habla de las condiciones mínimas necesarias para dar inicio a un proceso de resocialización real y efectivo. Por ejemplo, las condiciones de hacinamiento impiden desde cualquier óptica la posibilidad de generar relaciones saludables entre los internos y los guardias.
Sobre este punto nos queremos detener para abrir un paréntesis y manifestar nuestra preocupación por el estado de salud y la supervivencia de los internos de esta y otras cárceles del país, dada la situación sanitaria del Covid-19. El hacinamiento como primer factor de riesgo y la imposibilidad de aislamiento físico deben ser motivo de reflexión para el Gobierno nacional y para las autoridades encargadas de asegurar la vida de las personas internas del país. Además, al estar restringidas las visitas a los penales, la entrega de insumos médicos y sanitarios también se ha reducido considerablemente, ya que para muchos este era el único momento en el cual podían acceder a útiles de aseo como un jabón o una barra de crema dental.
Sumado a lo anterior, el sistema penitenciario nacional adolece de estrategias pedagógicas contundentes capaces de promover hábitos para la convivencia en comunidad, el aprovechamiento del tiempo y la proyección como ciudadanos y ciudadanas una vez se cumplen las condenas. Además, si bien existen algunas iniciativas, el mayor problema radica en que no hay garantías institucionales suficientes para darle continuidad a estos procesos y alcanzar realmente resultados positivos.
Es por ello que iniciativas como Diario de Paz Colombia suponen una ventana para comunicar esas otras historias que rodean los contextos carcelarios y que, en muchas ocasiones, distan diametralmente de los imaginarios colectivos sobre lo que son las prisiones y sobre la vida de las personas que allí habitan.
Esta experiencia finalizó en diciembre del año 2019 y, entre otros resultados, arrojó la producción de diez significativos textos escritos por los integrantes del grupo base. También realizamos un evento de cierre en el cual los escritores recibieron diplomas por su trabajo y cerramos este ciclo con palabras de despedida, las cuales esperamos sigan siendo temporales, porque aún quedan en el tintero grandes ideas para desarrollar con ellos.
Nuestro paso por la cárcel tomó cerca de ocho meses y fue completamente transformador, ya que estas personas nos permitieron resignificar nuestros imaginarios sobre la cárcel y, especialmente, sobre los seres humanos que se encuentran allí recluidos.

*Flor María Morantes Valencia es comunicadora social y periodista por la Universidad Central y magíster en antropología por la Universidad de Los Andes. Cristian García Villalba es comunicador social – periodista por la Universidad del Tolima y magíster en comunicación y opinión pública por FLACSO-Ecuador. Mariana Ariza Rodríguez es comunicadora social y periodista por la Universidad Minuto de Dios y magíster en educación por la Universidad Autónoma del Caribe. Ilustración: Andrés Caicedo Hernández.
Este artículo se publica como parte del especial Historias que liberan, contenidos que resaltan experiencias admirables en centros penitenciarios colombianos. Si conoces alguna historia sobre este tema, anímate y compártela con nosotros. Envía tu colaboración con una reseña del autor a editores@diariodepaz.com.