Dos volcanes (y un laberinto) es una conferencia-performance creada por el colombiano Álvaro Restrepo, director de El Colegio del Cuerpo. Aquí, bailarines profesionales de la Compañía del Cuerpo de Indias se unen en un homenaje a dos escritores y a dos obras de la literatura colombiana: El general en su laberinto (1989), de Gabriel García Márquez, y El último rostro (1978), de Álvaro Mutis. Compartimos algunas impresiones de esta obra, en una reflexión sobre las narrativas no tradicionales que invitan a pensar al país.
Por Jaime Alejandro Hincapié García
Estaba sentado en la cuarta fila al costado izquierdo del teatro. Abandoné el cuerpo en ese lugar y me sumergí en un mundo creado por Álvaro Restrepo. Fui un objeto más a orillas del escenario, un ladrillo rojo atrapado en los muros del laberinto.
La danza contemporánea surgió como contraposición a la danza clásica. Las formas preestablecidas del ballet, los cuerpos delgados, los vestuarios estandarizados y los movimientos al ritmo de la música orquestal se desestructuraron para dar paso a un nuevo estilo; con cuerpos diversos y el uso de recursos que serían casi imposibles en la danza clásica, como los desnudos, el trabajo en el suelo o los silencios prolongados.
La danza contemporánea también resultó ser un lenguaje muy propio de esta época, para comunicar sensaciones vertiginosas, indignación, expresividad política e incluso para indagar por las cuestiones existenciales del ser humano. En un sentido estético muy amplio, la danza contemporánea es una hermana de la poesía.

En Colombia, la danza contemporánea encontró artistas –me gusta creer que el arte encuentra su canal en los individuos y no viceversa– que lograron llevar a la escena, con su vida misma, un contexto cultural emergente y un lenguaje nuevo y esperanzador. Por ejemplo, en los albores de la danza contemporánea en Colombia, Álvaro Restrepo expuso Rebis, una obra en homenaje a García Lorca, y esta no sería la última vez que la danza de Restrepo se cruzara con la literatura.
Álvaro Restrepo y Marie France Delieuvin, dos maestros, bailarines y pedagogos, fundaron El colegio del Cuerpo de Cartagena de Indias, una experiencia exitosa de transformación social a través del arte. El Colegio del Cuerpo es, en efecto, una escuela que trabaja por una nueva ética del cuerpo; es decir, establece los pilares de una cultura que encuentra su sentido en el respeto del cuerpo. Conducen por el camino de la danza a niños y jóvenes, la mayoría herederos de una pobreza histórica, pero que según Restrepo pertenecen al estrato “T”, “T” de talento. Este proceso despierta en estos jóvenes reflexiones sobre el valor y la belleza de su propio ser y su potencial creativo. Puede decirse que los enfrenta con sus propias almas a través de la danza.
Como muestra de su incansable producción artística y labor social, Restrepo exhibe su nueva obra, otra hermosa conjunción de la danza contemporánea con la literatura: Dos volcanes y un laberinto. En ella deja entrever su interpretación poética de El general en su laberinto, de Gabriel García Márquez y de El último rostro, de Álvaro Mutis.
El último rostro fue un relato de Mutis sobre el viaje final de Simón Bolívar por el río Magdalena y es el punto de partida de El general en su laberinto, la novela de García Márquez que relata los últimos días del libertador. Por lo anterior, en la obra de El Colegio del Cuerpo costaría decir dónde empieza Mutis, dónde García Márquez y dónde Restrepo. Todos danzan juntos, relatan eventos magistralmente, se agarran de los límites del cuerpo enfermo que atisba la muerte para transitar sobre las preguntas relacionadas con la trascendencia. Los escritores, el director y los bailarines se entreveran para quedarse grabados en la retina estupefacta del espectador.
La obra transcurre en nueve momentos, cada uno protagonizado por un personaje inspirado en la literatura e interpretado por los bailarines extraordinarios de El Colegio del Cuerpo. Los bailarines establecen una relación con una serie de objetos dispuestos en el escenario de manera cuidadosa. Todo tiene perfecto sentido en la escena: los objetos, los cuadros, las imágenes de fondo –una de ellas es una fotografía hermosa y desgarradora de Jesús Abad Colorado, de las víctimas de Bojayá– y los movimientos danzados que podrían ser perfectamente una poesía.
Es una suerte de experimento de taller literario, pero con danza, en el que se escribe un verso con los cuerpos de los bailarines a partir de un texto conocido, en este caso de Mutis o de García Márquez. Todo se mezcla perfectamente en la obra. Logra ser una experiencia estética incomparable, pero a su vez es una denuncia, una voz que grita por encima del mutismo de las víctimas de la violencia interminable en Colombia y que arremete contra las traiciones. Es quizás una oda a la devoción, al amor, a la inminencia de la muerte, a la resignación, a la lucha por no perderse en el laberinto y a las pasiones humanas; es decir es una oda a la humanidad misma. En ciertos momentos pone al espectador a luchar contra sus propias tristezas y en otros acelera el pulso y eleva el espíritu asintóticamente al frenesí.
Al final, extasiado, vuelvo a mi cuerpo en la cuarta fila del costado izquierdo del teatro, aplaudo todavía atónito, cuestionado y al día siguiente me voy a leer otra vez El general en su laberinto, para que no se apague esta llama y tener la oportunidad de seguir presenciando esta obra maestra de nuestros tiempos. Eso también debería ser la danza contemporánea, una creación que no se acaba cuando se baja el telón.
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