En el año 2018 la docente y columnista Anacristina Aristizábal publicó el libro Medellín a oscuras. Ética antioqueña y narcotráfico. En una reflexión sobre la dupla memoria y violencia en la capital de Antioquia, César Jaramillo comenta una obra que, dice, aporta a un diálogo analítico sobre los valores tradicionales y la evolución de un conflicto complejo, conformado por niveles y relaciones asimétricas.
Por César Jaramillo
Quiero ofrecer una imagen tan completa de Dublín que, si la ciudad desapareciera repentinamente de la faz de la tierra, se pudiera reconstruir a partir de mi libro.
James Joyce
Parafraseando al autor de la emblemática novela irlandesa Ulises, si Colombia desapareciera, o si, siendo más específicos, la capital antioqueña fuese borrada por un fulgor definitivo, ¿tendríamos suficientes palabras e imágenes para resucitar al menos sus recuerdos más determinantes?
Viéndolo bien, entre tantas novelas, investigaciones, antologías de periodismo e incluso catálogos visuales de su arte en bastidores, calles y museos, quizá resulte complejo hacerse una visión de Medellín que vaya más allá de los relatos de mafia, narcotráfico, contrabando y violencia: la realidad de la ciudad es esquiva, evita la confrontación; es una realidad que se encuentra con más facilidad en las voces de los barrios y las versiones de ladera.
Como resultado de un ejercicio constante de observación de los acontecimientos locales desde sus orígenes, causas y reflexiones que provienen de la academia, la columnista y profesora universitaria Anacristina Aristizábal Uribe publicó en el año 2018 el libro Medellín a oscuras: Ética antioqueña y narcotráfico.
Según la autora, esta obra surgió por “una deuda que yo tenía, primero conmigo misma, y luego con el futuro, porque en nuestra ciudad pasaron demasiadas cosas en esos seis años en los que pongo la lupa, y creo que nunca logramos salir del estupor que ese periodo nos produjo”.
El texto, que según Anacristina es pertinente para menores de treinta años –que probablemente no tienen una memoria de aquella época–, hace parte de la familia de documentos que, en un caso eventual y quizá solo en fragmentos, nos permitirían reconstruir Medellín desde la base de sus voces y sus narrativas investigativas.
Así, esta reconstrucción estaría ligada, primero, a un aspecto elemental: la historia del conflicto y sus efectos colaterales; y segundo, a una pregunta medular: ¿por qué razón los valores tradicionales se alteraron de la forma en que lo hicieron, o en casos más puntuales, por qué el narcotráfico y la violencia revelaron la verdadera naturaleza de muchos habitantes de Medellín? Ambos puntos de partida son legítimos porque hoy esas condiciones, esa dicotomía de sentidos, permanecen.
Medellín a oscuras
El libro parte de una declaración: la actualidad demanda conocer la historia de los momentos más fuertes del conflicto armado en la ciudad, que puede referenciarse entre finales de los años ochenta y principios de los noventa. Con respecto a esto, en la página 11 se puede leer: “Hoy, la obtención de dinero fácil ha generado consecuencias sociales profundas entre personas que quedaron acostumbradas a ganar mucho con muy poquito esfuerzo o, por lo menos, con el esfuerzo que suponen las actividades ilegales”.
El primer bloque del texto, a modo de introducción, expone la metodología y el enfoque periodístico del trabajo. Luego entra en el corazón de la premisa que impulsó la escritura del libro: ¿cómo la ambición se transmutó en contrabando, y luego en tráfico de drogas y enriquecimiento, especialmente en Antioquia?
Una anécdota muy particular da las primeras puntadas: “Cuando el viajero francés Charles Saffray escribió sobre su visita en 1861 a la Nueva Granada (faltaban dos años para cambiar el nombre por el de Estados Unidos de Colombia), y pasó por Medellín, uno de los aspectos que más le llamó la atención fue la manera como se valoraban entre sí los habitantes de esa pequeña ciudad, que ya para entonces (desde 1826) era la capital de Antioquia. Escribe Saffray:
El término único de comparación es el dinero: un hombre se enriquece por la usura, los fraudes comerciales, la fabricación de moneda falsa u otros medios por el estilo, y se dice de él: ‘¡Es muy ingenioso!’. Si debe su fortuna a las estafas o a las trampas en el juego, sólo dicen: ‘¡Sabe mucho!’. Pero si piden informaciones sobre una persona que nada tenga que echarse en cara sobre este punto, contéstase invariablemente: ‘Es buen sujeto’, pero muy pobre’.” [1]
Luego de un capítulo dedicado los inicios del narcotráfico a nivel global, y después en nuestro continente, encontramos entrevistas a seis personajes que han habitado la ciudad, bien sea desde las oficinas de la administración de Medellín, o bien desde la trinchera del periodismo o la barricada de la investigación. Haber militado durante aquellos años en cualquiera de estos tres escenarios era oficio de valor y de cierta osadía.
Entre los personajes entrevistados hay tres alcaldes de la ciudad: Juan Gómez Martínez (1998 a 1990), Ómar Flórez (1990 a 1992) y Luis Alfredo Ramos (1992 a 1994). Los otros tres entrevistados son Gustavo Duncan, periodista, escritor y Doctor en Ciencia Política; Alonso Salazar, periodista, y escritor, autor del libro No nacimos pa´semilla, entre otras obras; alcalde de Medellín de 2008 a 2011; y el periodista Carlos Alberto Giraldo, quien también ha recibido numerosos reconocimientos por su labor.
En esta parte, que recoge las voces históricas, presenciamos un diálogo directo que procura adentrarse más en la relación que titula el libro.
–¿Usted cree que el narcotráfico cambió algunos valores de la sociedad antioqueña? –le pregunta Anacristina a Gustavo Duncan.
–No los cambió –responde el entrevistado–. Lo que pasa con los narcos es que rompen una serie de valores que eran caducos de por sí. Estamos hablando de una sociedad donde los ricos poco gastaban, el sector empresarial ya se había agotado por la sustitución de importaciones en los años 70 y 80 (del siglo XX), y hay unos cambios mundiales en los modos de consumo. Los valores católicos súper reprimidos de la mujer, en los años 60 y 70, ya eran inviables. Ese ideal del antioqueño de los años 50 o 60 no podía seguir existiendo, eso se iba a acabar, pasara lo que pasara.
Ahí radica, como hemos reseñado, el impulso periodístico de la autora. En una entrevista para Diario de Paz Colombia hecha en febrero de 2020, dijo: “Lo primero que afirmo es que no se pierda en el tiempo lo que nos pasó; pero también estuvo siempre la pregunta sobre esa idea del antioqueño, que incluso se ha considerado superior, pero, ¿con relación a qué o a quién? Quise desmitificar un poco ese asunto con un espejo que nos cuestionara, sobre todo luego de haber producido fenómenos tan fuertes como los que abordo”.
En esta misma línea, en 1991 un funcionario de la administración de Ómar Flórez le dijo en entrevista a la periodista mexicana Alma Guillermoprieto:
Los paisas somos aventureros por naturaleza, ¿sabes? Antioquia se colonizó apenas en el siglo pasado y la gente que llegó acá eran casi todos gambusinos [2]. Somos un pueblo migrante, emprendedor, amante de la riqueza y el riesgo. Lo trágico es que en los años setenta, cuando se estaba estrellando aquí el modelo de desarrollo empresarial, llegaron los traficantes con una alternativa. Decían: ‘Tú también puedes tener una piscina y sin necesidad de trabajar. El trabajo no da plata’. [3]
El caos se desata
Por muchos motivos, es preciso conectar el fenómeno del narcotráfico con los índices de violencia y los horrores colosales que alcanzó. El libro de Anacristina cierra con una revisión de testimonios y de datos. Como cuenta la autora, el equipo investigativo dedicó todos los viernes del primer semestre de 2017 a hurgar en la prensa del Centro de Información Periodística del periódico El Colombiano, comenzando por los archivos de enero de 1988 (cuando explotó el carro bomba frente al edificio Mónaco contra la familia de Pablo Escobar), y finalizando el 3 de diciembre de 1993, un día después de la muerte de éste. Precisamente en las últimas páginas del libro hay una cronología que abarca ese periodo.
Más allá de los apodos cándidos y glamurosos que han adornado el nombre de Medellín, el sello imborrable del conflicto armado está presente, como cicatriz que invita a recordar y construir en torno a las reflexiones sobre los errores del pasado. Según cifras del DANE, para 1991 vivían en Medellín 1.721.767 personas, y justamente en ese año se reportaron 6.810 homicidios, es decir, una tasa de 395 por cada cien mil habitantes (la tasa para 2016 muestra la reducción radical: 21,47).
El 14 de mayo de ese mismo año de 1991, un día después de la celebración del Día de la madre, en la ciudad se registró el puente festivo más sangriento de la historia local: 126 homicidios. El 26 de junio de 1990 un artículo publicado en la página 9 del periódico El Tiempo titulaba: Medellín: 2.784 muertos en 175 días.
Y no podemos dejar pasar lo que se cocinaba en el resto del mundo: a finales de los años ochenta resonarían las declaraciones del entonces alcalde de Nueva York, Ed Koch, sobre la situación de tráfico de drogas y Medellín:
Si ustedes nos solicitan que les prestemos personal militar para bombardear a los narcotraficantes de la droga, yo estaría dispuesto a decir que sí. Si ustedes nos piden que les enviemos tanques de guerra para invadir a esa ciudad, ¿cómo es que se llama…? Medellín, yo diría también que sí. [4]
Algunos homicidios rompían las barreras de la figura pública o del alto rango, y enviaban un mensaje directo al Estado, que indicaba que en Medellín existía un foco de mafia sin temor o frontera para sus acciones: como ejemplos podemos mencionar el asesinato del coronel Valdemar Franklin Quintero, la mañana del 18 de agosto de 1989 (en la tarde asesinarían a Luis Carlos Galán), el ministro Lara Bonilla, asesinado por sicarios del cartel de Medellín en abril de 1984, o el asesinato del gobernador Antonio Roldán Betancur, en agosto de 1989.
Pero recordar los años ochenta y los noventa, con su carga simbólica y destructiva de guerra, nos permite mirar también de forma crítica las pluralidades de la violencia que vendría después: accionar de milicias populares (que se desmovilizaron en mayo de 1994), el control por parte de los bloques de autodefensas Metro y posteriormente Cacique Nutibara, los brazos difusos pero certeros de la Oficina de Envigado, y los contrastes de la primera década de este siglo.
Los valores antioqueños
La declaración de Duncan no deja de ser interesante: los valores que considerábamos legítimos iban en caída libre, y el narcotráfico apareció en el escenario para aprovechar esa ruina. Pero no olvidemos algo: dicha escala de valores tampoco era –o es– la misma en todas las condiciones sociales, y ahí puede estar un eje de análisis poderoso.
Dice Anacristina en el último capítulo de su libro:
El problema de los valores éticos puede resultar muy subjetivo. Para quienes no han padecido las condiciones más extremas de pobreza e indiferencia social, que comen hasta tres y cuatro veces al día, que duermen en un lugar adecuado y tienen aseguradas mínimas y estables condiciones de vida, salud y trabajo, es muy fácil hablar de vivir una vida ajustada a los principios éticos tradicionales. (…) Pero para quienes han padecido la ausencia de Estado (…) y tienen que ir diario a la calle a conseguir ‘alguna cosa para comer’ porque ven a sus hijos languidecer de hambre, sus principios éticos pueden estar guiados por una dinámica simple: sobrevivir a como dé lugar.
En ningún momento esto representa una justificación de los actos por la condición social o económica; nada más apartado de la premisa. Se trata de leer el conflicto desde la variable más compleja de entender: ¿en qué puesto de la escala estábamos como sociedad cuando llegó el dinero fácil de la droga y se regó como fuego en mancha de combustible? Afirma el cineasta y escritor Víctor Gaviria en otra entrevista concedida a Guillermoprieto en 1991:
Comencé a entender que todo esto era parte de la intensa devoción que los paisas sienten por sus familias, que muchas historias que terminan en los actos más extremos de terrorismo tienen su origen en la incapacidad de algún muchacho de ver sufrir o fracasar a sus familias, que es lo que siempre ocurre en estos barrios: la hermana se vuelve puta, el hermano se envicia con el bazuco. [5]
En el otro pliegue encontramos a las familias de más recursos, y su larga historia con las drogas. En el barrio El Poblado de Medellín (sector representativo de las élites), con una fábrica de muebles como fachada, funcionó un laboratorio de procesamiento de coca de Tierradentro y El Paso (departamento del Cauca), y goma de opio procedente de Ecuador. Los propietarios eran los hermanos Rafael y Tomás Herrán Olózaga, descendientes de Tomás Cipriano de Mosquera y Pedro Alcántara Herrán, es decir, eran la clase alta. El laboratorio fue desmantelado en 1959, varios años antes de que empezáramos a hablar del Cartel de Medellín.
Reconstruir en palabras
Con mapas, videos, literatura y voces podríamos volver a levantar una ciudad como Medellín, si una ráfaga la desapareciera como una brizna sin origen ni destino. Pero la cartografía de sus conflictos podría quedarse en el limbo de la memoria por su nivel de complejidad. Suena a lugar común, es cierto, pero no por ello es menos válido considerarlo.
Este libro, junto a muchos otros, tiene una intención de relato, no de verdad: los absolutos suelen estar más emparentados con la necesidad de olvido que con la búsqueda de recuerdo. Y a Medellín hay que recordarla con sus valores y sus vicios para intentar reconstruirla, o para reclamar con insistencia que ciertas situaciones no se repitan.
Si estás interesado en este libro, puedes adquirirlo en este enlace o solicitar su préstamo en las principales bibliotecas del país. Foto de portada © Cortesía de la autora.
Referencias en el texto:
[1] El texto original se encuentra en Saffray, Charles. Viaje a Nueva Granada. Bogotá: Biblioteca Popular de Cultura, 1948. Páginas 93 y 94.
[2] Término que, en México, se refiere a buscador de oro. Sin embargo, en otros países de América Latina se ha asociado a buscador de aventuras.
[3] En Guillermoprieto, Alma. Las guerras en Colombia. Aguilar, 2008, p. 136.
[4] Esta entrevista fue emitida por Caracol Radio el lunes 4 de abril de 1988. Para más información se puede consultar el artículo Bombardear a Medellín de Juan Fernando Ramírez, publicado en Universo Centro.
[5] En Guillermoprieto, Alma. Las guerras en Colombia. Aguilar, 2008, p. 124.
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