«El atajo»: promoción de lectura, miedo y resignación en el Pacífico colombiano


En la novela El atajo, (Himpar, 2019) la escritora Mery Yolanda Sánchez narra el viaje de una promotora de lectura enviada al litoral Pacífico. En su recorrido se cruzan una serie de reflexiones sobre el conflicto armado, las comunidades y la promoción de lectura en territorios afectados por la inoperancia del Estado. Compartimos una reseña y algunos fragmentos de la obra.

Por Josué Cabrera Serrano* [Bogotá]

El atajo es una encrucijada literaria. Aquí un hálito de violencia se mezcla con la incertidumbre de una mujer que se pregunta una y otra vez qué puede hacer la promoción de lectura en situaciones de abandono y contextos de guerra. ¿Cómo puede la participación en grupos de lectura o de conservación de tradición oral hacerle frente al miedo o al hambre? ¿Qué tienen para ofrecer la lectura y la literatura a quienes han tenido que desarrollar técnicas de supervivencia para nadar sin ahogarse entre la corrupción, el abandono estatal, el racismo sistémico y la violencia? El atajo tamiza las dudas alrededor de la lectura en las zonas rurales afectadas por el conflicto armado y la pobreza extrema.

En esta novela, Mery Yolanda Sánchez (Guamo, Tolima, 1956) mezcla elementos de géneros narrativos que ya han tenido encuentros con versiones pasadas de Colombia, es decir, en El atajo hay algo de aquellos diarios de viajes decimonónicos que se caracterizaban por mantener cierta distancia entre quien explora el territorio y aquellos a quienes encuentra en su recorrido. En esta obra también se evidencia aquella búsqueda de términos que permitan nombrar una realidad para la cual no se hallan palabras, esa mirada tan propia de las crónicas de Indias.

En El atajo, sin embargo, la voz que recorre el Pacífico colombiano hace de su narración un espejo: se mira a sí misma y, en lo que narra, ve rastros de quién es; se reconoce en los rasgos de las personas que encuentra y en ese territorio que recorre. La pregunta por la ausencia de referentes con los cuales comparar la realidad que se abre ante ella se responde cuando la voz explora dentro de sí misma. Esto sucede sin caer en una apología fácil del discurso de la diversidad étnica de Colombia. Ninguno de los dos paisajes es plácido, el tamaño y las implicaciones de la desolación de lo que se encuentra en este viaje solo se asemejan a las dimensiones de la frustración resignada que carga la voz narradora. 

«Toma forma esa necesidad de calmar la sed y romper algo contra el piso, en especial cuando subo a una lancha y está a mi lado el hombre de siempre y que al llegar a los pueblos se pierde. Es como un gato enfermo, no deja ver sus uñas y duerme con los ojos entreabiertos. Se acomoda y descarga sobre mis piernas un maletín con algo en su interior, parece una escuadra. Podría dispararse y darme con exactitud en el ombligo. Entonces me tirarían al mar. Porque los muertos son una carga muy pesada, pesan por dentro y por fuera. Tal vez no me lancen al mar, porque la sangre atrae a los tiburones. Buscarán la orilla para taparme con hojas de olvido y un día encontrarán un brazo mío para mostrar un trofeo. Un ojo mío se quedará en la lectura sin voz y sin poder escribir sobre párpados mojados». (pág. 69)

A medida que se mueve entre pueblos, ríos y puertos, esta voz adquiere más y más conciencia de su cuerpo: el calor, el malestar y los síntomas de la enfermedad crecen hasta palpitar detrás de cada palabra. Las pausas ortográficas acaban por convertirse en jadeos.

En poemas en prosa que aparecen en diferentes partes del libro surge otra voz que nos acompaña en el viaje. Esta voz chapotea entre charcos de líquidos oscuros de colores lorquianos: el rojo de un tomate se espesa hasta convertirse en sangre y la sombra de una silueta se condensa hasta convertirse en la noche. Esta voz trata de describir sueños que se escapan entre la niebla de la vigilia, mientras se confunden con los delirios de la fiebre y la desilusión. A esta voz se le podría tildar de “onírica” o “poética”, pues abre un espacio para imágenes que nacen en la frontera entre la intuición, la imaginación y lo desconocido. Sin embargo, surge por otra razón. A medida que se acumulan estas intervenciones poéticas y el relato del viaje avanza, se hace evidente la búsqueda infructífera que la narradora hace para encontrar algo que la sostenga. Ella misma lo anuncia en las primeras páginas del libro:

“Soy las manecillas de un reloj que busca su eje para no quedar en el giro involuntario del aire”.

El paisaje, ya deformado por la fiebre y el sueño, se confunde con el miedo, y viene a la mente ese verso de García Lorca en Llanto por Ignacio Sánchez Mejías: “la muerte puso huevos en la herida”.

En El atajo, la realidad aloja la sombra palpitante de la muerte. Vemos esto con el rabillo del ojo, y esta visión oblicua determina la experiencia de lectura, en la que es imposible ignorar la presencia del conflicto armado colombiano. Aquí la muerte es un paisaje que se ve desde una ventana que no se abre, pero de la que no se puede alejar la mirada. En el epígrafe de la novela se lee:

Muchas sombras pesan. La sangre tirada en las calles habla y toma forma de país. Las detonaciones que nadie escucha siguen conmigo y, en el comedor, bocas abiertas reciben el eco de la confusión”.

Esta novela nos muestra algunos de los tejidos sociales deshechos que hoy tenemos como tarea reconstruir. Su lectura abre el primer signo de interrogación de preguntas que aún debemos hacernos sobre el papel de conceptos como “cultura”, “literatura” y “lectura” en un país que, a veces, trata la violencia que lo habita como una enfermedad distante que puede ignorar.


Fragmentos

Señor, présteme un rastro, una huella, un segundo de equilibrio. Sí, señor, usted que piensa como racista y cree que lo soy. Convénzase, soy de color pálido, mire mi rostro, es el amarillo del miedo, de la impotencia. Esa mezcla de cansancio y dolor molesta en mi carne y escarba en los huesos de la pierna derecha. Ese suplicio nunca se va a perdonar, siempre será un grito, un reclamo. Sí, usted, que mira con odio, deme la salida, no importa pasar por su laberinto, por sus torturas. Quiero seguir en mis dos pies; están agotados, nunca habían estado tanto tiempo entre botas pantaneras. Sí, las mismas que se usan en la zona. En las noches no hacen ruido, pero se llevan los últimos gestos de los niños y arrastran historias que ni siquiera se pueden recordar. Sí, no se puede nombrar nada, ni siquiera de parte de quién vengo. Sí, usted no tiene la culpa; yo tampoco. Vengo de parte del diablo, del ángel o quizás vengo de mi necesidad, de mi otra cara: la de servir. Yo no pedí venir a este lugar. Alguien me concedió esta sagrada ruta por otra verdad, esa que algunos creen ver cuando almuerzan y glorifican con un vino seco. (pág 11)

Jamás había leído tanto de una persona con solo mirarla a los ojos. Ese comprender la respiración atropellada del victimario se acumula en mi oído nuevo. Dar la mano al asesino para bajar no es descender, es hundirse. Sus dedos rasgan en la columna dorsal. Tienen aún el calor del último disparo. Son los mismos que ayer violaron, han obligado y doblegado. Un estremecimiento y los vellos de mis brazos firmes esperan el golpe. Estar frente a esa humanidad con olor a cerdo en su rabia y ojos que evitan el encuentro con los míos, es sentirse sin origen, sin nadie amigo atrás o adelante, menos al costado. Allí, uno de los dos lados debe estar nulo, borrado, no admite discusión. Por eso llevan en el pecho la foto del progenitor. Alguien que domina los contrarios de la conveniencia social. Hablan y patean sus odios. Caminan y no dejan de jugar fútbol con las cabezas de los muertos. Dan la mano y es como si alargaran el brazo de la muerte.

De hotel en hotel, de cama en cama, con el enigma de ¿quién durmió anoche para organizar la próxima masacre? ¿Quién tuvo sexo con su número quince de la lista? ¿Quién metió en una vagina el dedo con el que al día siguiente apretaría el gatillo? ¿Quién besó con los labios de gritar FUEGO? ¿Quién bebió con un amigo mientras lo preparaba para su muerte? (pág. 68)

Dormir con miedo no es fácil. Sabía que al otro día estaría en tierra firme. Quise inventar un amanecer diferente. Era la antesala a una fiesta. En la ciudad mis jefes no perdonarían mi llegada con el rostro desencajado. No podía mostrar la cara de esos días, aunque mi alma estuviera hecha pedazos. En mis gestos se encontrarían con una verdad que pensarían como invención de mi parte. Tendría que hablarles de mi cobardía y mi falta de humor para andar por esos caminos donde hay varios gobiernos que se pelean entre sí. En medio, los civiles, particulares, los que no quieren entender nada y otros que, como yo, cometen el error de pensar. Pensar es estar al margen. Contextualizar es podrirse. Cuestionar es tirar de la soga que aprieta. (pág. 89)

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* Josué Cabrera Serrano lee, escribe y trabaja con libros en Bogotá. Estudió un pregrado en literatura buscando respuestas y solo logró afinar preguntas. Ha colaborado con varias iniciativas autogestionadas relacionadas con autoedición y distribución editorial cooperativa y comunitaria. Reseña libros con frecuencia caprichosa en Instagram: @josuenotieneig. Apoyo editorial: Christian Vásquez.

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