Unas semanas antes de la toma guerrillera del 1 de noviembre de 1998, llegó a Mitú, Vaupés, un abogado recién graduado que esperaba su nombramiento en un cargo público. En este texto, escrito en tercera persona, el autor rememora su breve paso por la ciudad y destaca el hallazgo de una historia de vida que lo sorprendió, la de Richard Evans Schultes (1911-2001), considerado el padre de la etnobotánica moderna, conocedor en profundidad de las plantas medicinales y alucinógenas e investigador durante 47 años en la Amazonía colombiana. ¿Por qué le impactó tanto conocerlo? ¡Gracias por leer y comentar!
Por Gildardo Cárdenas Morales* [Villavicencio, Meta]
Solo cuando bajó el último peldaño de la escalerilla del avión, el abogado sintió el calor del poblado. Salió de la pista de aterrizaje para buscar dónde hospedarse durante los siguientes seis meses. El conductor del transporte que lo alejaba de la pista comenzó a ofrecerle diferentes servicios, desde ubicarlo en un hotel –nombre arrogante para aquel municipio–, hasta enseñarle los sitios donde apreciaría mejor el río. Su pensamiento, sin embargo, estaba más bien enfocado en la responsabilidad que asumiría cuando levantara la mano jurando ser el asesor en asuntos ambientales del municipio. Recién había terminado su carrera de abogado y acababa de llegar allí para desempeñar su primer cargo público.

Para ese entonces, Mitú tenía tan solo unas pocas calles. Solo las cuatro que rodeaban el pequeño parque estaban pavimentadas. El abogado se bajó de la moto y se detuvo en la orilla del río, sus aguas pasivas no dejaban entrever su dirección, pero era majestuoso y ancho, de aguas turbias, interrumpido ocasionalmente por una silenciosa canoa que lo atravesaba dejando un hilo de olas proporcionales a su tamaño.
El silencio era total. Respiró profundamente y buscó donde refugiarse del sol de mediodía. Entonces sintió que era brusco el cambio de la ciudad capital de donde venía y donde había estudiado: grande, con mucho tráfico, ruido, polución, inseguridad, un ambiente muy diferente al de este pequeño poblado en medio de la selva. Aquí, el atronador silencio despejaba cualquier sensación de inseguridad.
Muy pronto, el abogado consiguió donde hospedarse. La habitación estaba en un segundo piso y era pequeña, tenía toldillo, un ventilador viejo y ruidoso, y una ventana grande de madera. Acomodó la maleta en una silla y se recostó en la cama mirando al techo, con las dos manos entrelazadas debajo de su cabeza. De pronto percibió un ruido en la habitación que en un primer momento no logró distinguir; pensó que tal vez lo había soñado. Enseguida supo que era un escarabajo y pensó en exterminarlo, pero prefirió no optar por una solución primaria y acabó por ignorarlo, total, podría surgir entre los dos un pacto tácito de no agresión. Desde entonces, ese pequeño coleóptero fue su único acompañante día y noche, durante el mes y medio que el abogado permaneció allí.
En la tarde bajó de su habitación y se dirigió a la alcaldía para preguntar por la primera autoridad del municipio. Solo encontró a dos funcionarios que hablaban entre sí de la boa que había sido vista en el río. Decían que nada que encontraban al niño de cuatro años que vivía con sus padres en una comunidad cerca al pueblo, que a lo mejor se lo había engullido la serpiente. Preguntó por el alcalde. «No sabemos –le dijeron–. Anoche estaba en el pueblo, pero se pudo haber ido para alguna comunidad».
¿Qué hacer entonces mientras el alcalde regresaba? Por lo pronto, el abogado salió de la vieja casa que servía de alcaldía y caminó sin rumbo por la alameda empedrada paralela al río. Volvió a apreciar el silencio y vio encallar una canoa de la que bajaron dos indígenas que apenas si hablaban. Son muchas generaciones haciendo el mismo trabajo, pensó, salen en la mañana de sus comunidades y regresan en la tarde con el producto. Traían un racimo de plátanos y un bejuco del cual colgaban varios peces negros y largos. Luego supo que, con estos peces, agua y ají, preparan en la región una comida típica que llaman quiñapira, y que va acompañada con bebidas fermentadas como la chicha y el guarapo, junto a otros alimentos como la papa, la yuca brava y el maíz.
Mientras contemplada el entorno, el abogado compró una bolsa de agua y siguió por la alameda. Pasó frente los negocios que exhibían no más de cuatro artículos, viejas casetas de lámina instaladas bajo las innumerables matas de bambú regadas a lo largo de la orilla del río dando sombra a la alameda. Había negocios grandes y pequeños, cacharrerías, almacenes y billares, de los que salía una música estridente. Quiso parar en uno de ellos, pero la música se lo impidió, así que siguió de largo y en la noche regresó a su habitación. El escarabajo, que dormía ya en algún lugar, despertó haciendo un ruido de molestia. Tendría que tener más cuidado la próxima vez para no importunarlo.
«Usted sabe cómo son estas cosas púbicas –le dijo al día siguiente el alcalde–, son lentas, hay que esperar un poco. Pero no se desespere que el cargo es suyo», y salió. Impactado, el abogado se quedó allí sentado, pensando que todo era solo una mala jugada de su mente y que enseguida entraría el alcalde de nuevo con el acta de posesión, entonces juraría con la mano en alto y comenzaría a trabajar. Luego comprendió que su mente estaba bien y que el alcalde al fin no regresaría, por lo menos no durante ese día.
¿Y ahora qué hacer? Era aún temprano y no hacía el calor que lo había recibido el día anterior. Preguntó si había alguna biblioteca y supo que el colegio, a la salida del municipio, era el único lugar que tenía una. Llegó hasta allí, se identificó y pidió permiso para entrar. Adentro pudo ver que tenían los libros clásicos de lectura del bachillerato, El Principito, La Iliada, La vorágine, entre otros. De entre todos, solo uno le llamó la atención por su presentación y volumen: El Río, de Wade Davis, uno de los alumnos más sobresalientes de Richard Evans Schultes quien –según leyó en una primera ojeada– fue un etnobotánico norteamericano que en la década de los años cuarenta y cincuenta recorrió la selva amazónica estudiando las plantas y su uso tradicional por las poblaciones indígenas. Aquel era el libro que tantas veces le recomendaron leer en la universidad; el libro que nunca leyó. Ahora, por fortuna, tenía todo el tiempo para hacerlo, por lo menos hasta que la cosa pública se lo permitiera y le tomaran el juramento como empleado público.
Regresó a su habitación en la noche, pero esta vez tuvo cuidado de no hacer mucho ruido para no incomodar a su compañero de cuarto. Se acostó, prendió el ventilador y empezó la lectura que tenía por tantos años atrasada.
Supo entonces que Richard Evans Schultes fue enviado por el gobierno de los Estados Unidos para hacer investigación y exploración del caucho, una planta que para entonces crecía en las partes bajas de los ríos Amazonas y Vaupés. El caucho y la quina se habían agotado en el comercio durante la Segunda Guerra Mundial, razón de la importante labor encomendada al biólogo norteamericano. Súbitamente la energía del cuarto se apagó y el abogado quedó en total oscuridad, silencio y calor. Luego supo que todas las noches, después de las once, suspendían en Mitú el servicio de energía.
Esperando su posesión, el abogado pasó los primeros días en Mitú entre la lectura de El río y las visitas a la alcaldía. Le agradó saber que para Schultes era importante la conservación de la flora, que conoció y estudió el yagé –planta alucinógena del Amazonas–, y que entendió la importancia del conocimiento acumulado por las comunidades indígenas sobre las propiedades de las plantas.
Detenido por las circunstancias, el abogado aprovechó el tiempo de espera para, en varias ocasiones, atravesar el río en las canoas que había visto cuando llegó, observando de cerca y tocando suavemente con su mano aquel hilo de olas que formaban diademas de espumas que se perdían lentamente en la inmensidad del río Vaupés. Visitó varias comunidades indígenas que, por lo general, encontraba sin sus pobladores. Por momentos intentó conversar con algunos de sus moradores, pero pronto aprendió de su timidez y de sus pocas palabras, eran celosos y procuraban contestar con monosílabos.
–¿Todos están adentro de la selva?
–Sí, todos están adentro de la selva –contestaba el indígena que atendía la visita.
–¿Todos vuelven por la noche?
–Sí, todos vuelven por la noche.

Días después, en una de sus visitas a la alcaldía, el abogado escuchó de quien en otra ocasión hablaba con su compañero sobre la boa que presuntamente había engullido a un niño de cuatro años, que el alcalde se encontraba en la capital «haciendo gestión». Cuánto le disgustaban esas dichosas gestiones del alcalde, para él esos viajes solo significaban gastos en alojamiento y alimentación. Aún así trató de no desesperarse, para no permitir que su espíritu se debilitara.
Por las mañanas, cuando le subían un café humeante y de buen sabor, se sentaba frente a la ventana de la habitación y desde allí contemplaba las dos orillas del río Vaupés. De vez en cuando divisaba una canoa a motor que subía y bajaba; veía también canoas impulsadas con remos, una escena que le parecía más romántica por los cambios sincopados, silenciosos y cadenciosos de los remos que dirigían el navío hacia la derecha o a la izquierda; a veces el eco dejaba oír las voces de sus ocupantes, sin llegar a entender lo que decían.
«Al otro lado del río hay guerreros», había oído en algunos de sus paseos diarios por las calles, por la alameda o en esas románticas canoas. ¿Guerreros?, ¡pero si había pasado en varias ocasiones hasta la otra orilla que se divisa desde el pueblo y nunca había visto la menor evidencia de su presencia! Pensó que Schultes no tuvo que enfrentarse con ese problema de los guerreros cuando visitó tantas regiones del rio Amazonas y del Vaupés.
En aquellos tiempos, el etnobotánico norteamericano se ganó la confianza de los indígenas en cada comunidad que visitó. Con ellos probó el yagé y subió al cielo y a las estrellas para luego bajar lentamente: su cuerpo levitaba, sus ojos desobedecían dirigiéndose cada uno a lado diferente, las palabras parecían eternas, no terminaban de pronunciarse, eran ecos, hasta que llegaba nuevamente a la tierra. Al otro día, como describiría él mismo, poco recordaba esta sensación que le provocaba la sustancia alucinógena.
En algunas de las fotografías del libro que ahora, tantos años después, el abogado tenía entre manos, se veía a Schultes acompañado de indígenas de diferentes edades, todos con vestidos propios de su cultura. Todo había cambiado ya. En sus visitas a las comunidades cerca de Mitú, el abogado los había visto vestidos con pantalonetas, camisetas de fútbol roídas marcadas con un 9 un 4 o un 10 en su espalda; los había visto jugar con el balón, descalzos o con pares de zapatos diferentes, rotos, viejos, remachados con alguna planta propia. Le llamó la atención ver a un menor con la suela suelta, corriendo con su zapato chacoloteando en cada zancada.
Así se le fueron las seis semanas al abogado en Mitú. Definitivamente esa cosa pública de la política no la terminó de entender. En últimas no hubo trabajo y regresó a su tierra natal, con los suyos. Tan pronto llegó, justo al día siguiente, lo sorprendió una trágica noticia: el 1 de noviembre de 1998 los guerreros se tomaron Mitú. En las fotos de los informes de prensa pudo distinguir la casa donde habitó, ahora destrozada por los cilindros bomba. Entonces recordó a su compañero de habitación.

*Sobre el autor: Gildardo Cárdenas Morales es abogado y tiene una especialización en Derecho Administrativo. Gran parte de su ejercicio profesional lo ha realizado con entidades sin ánimo de lucro. Prestó sus servicios en Cordepaz, Villavicencio (Meta), en el desarrollo del III Laboratorio de Paz, financiado por la Unión Europea. En 2021 participó como asesor jurídicodel proyecto Mascapaz, a través del Instituto Sinchi, también financiado por la Unión Europea.
Un nuevo mapa interactivo en línea, producido por Amazon Conservation Team, rastrea los paisajes y culturas que Schultes exploró en la Amazonía colombiana. Puedes explorar este recurso siguiendo este enlace >> https://www.banrepcultural.org/schultes/
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