Una noche de bridge. Cómo llegó Emilia Pardo Umaña a una sala de redacción


Esta es una de las numerosas columnas que escribió Emilia Pardo Umaña (1907-1961). Lee también Así fue la primera mujer que ejerció el periodismo en Colombia y la historia detrás de Emilia, el cómic biográfico que recrea su vida y obra.

La columna «Una noche de bridge» fue publicada por Emilia Pardo Umaña en la página ocho del periódico El Mercurio, el 14 de enero de 1956. Así cuenta ella misma cómo llegó por primera vez a la sala de redacción del periódico El Espectador en Bogotá. También puedes leer este mismo texto en formato cómic.

 

Una noche de bridge

Por Emilia Pardo Umaña

En el terreno de mi vida regular no entró sino un factor nuevo, el bridge, que jugaba admirablemente. Jugaba con Carlos Obregón, Merceditas Borrero, Camila Suárez Costa, Roberto Wills, José de la Vega, Jorge Cárdenas Nuñez, Humberto Linares –ministro de Bolivia–, don Fabio Restrepo, Rúben Jaramillo Arango, Helena Coustei de Zapata, Elvirita Calderón de Holguín, otra íntima amiga mía, a la que quise inmensamente. Mi amigo predilecto era entonces Jaime Jaramillo Arango.

Es curioso, pero en esa época yo, que no tengo hacia la sociedad una devoción particular, trataba y pertenecía al alto mundo social, en el que tenía todas las relaciones imaginables. Me invitaban a todas partes, cumplía con todo el mundo; yo, que detesto ese formulismo social sin base, sin interés ni importancia, que se llama «cumplir», estaba en todos los salones, era una muchacha banal que jugaba bien bridge y no tenía nada útil ni inútil que hacer.

Conservaba así, seriamente, mis viejas amistades de las que muchas han sido de mi vida entera.

Una noche en el Hotel Regina, en la esquina suroriental del parque Santander, jugábamos calmadamente Merceditas Borrero de Obregón, Carlos Obregón Arjona, Camila Suárez y yo. Era presidente de la República, acabado de elegir y el presidente más popular, más amado del pueblo al que claramente no defraudó, el doctor Enrique Olaya Herrera.

A mi lado se hallaba sentada María Olaya, su hija preferida, linda, con esa su distinción, suavidad, cuidada y muy inteligente, pero que no tenía las cualidades de Olaya, el cual respeta profundamente a sus gobernados. Aquella noche había un baile en honor del presidente.

En ese momento, Camila Suárez me dijo: «¿Sabes que Lucía Echeverri me dijo que en El Espectador necesitaban una muchacha activa, inteligente, que se hiciera cargo de la vida social? Dije que tú serías la indicada…».

Yo, que como todos estaba enervada y en ese momento tenía que jugar, me levanté y me fui ante la chimenea a charlar con Clara Inés Suárez de Zawadsky, que estaba también en el hotel. Conversé un rato hasta que me llamaron a jugar, se dieron las cartas y en tanto las arreglábamos, Camila insistió.

–No, Camila, no digas tonterías. En los periódicos, al menos escribiendo, no trabajan sino hombres. Yo no sirvo para eso.
–¿Por qué no?, ¿por qué no vas a servir?
–No sé de ninguna mujer que trabaje en un periódico.
–¿Y tú necesitas saber de eso?

Al día siguiente me llamó un ser humano que me dijo llamarse Alberto Galindo, jefe de redacción de El Espectador. Quería hablar conmigo. Fuí, porque como dice Claudio Sánchez, «tú lo que tienes –afirma– es un endiablado espíritu de investigación; todo quieres comprobarlo, especialmente si es distinto. Y eso no lo aprueba este medio». Fui creo que por eso.

Alberto Galindo era entonces un hombre de estatura mediana tendiendo a pequeña, flaco, tremendamente nervioso, siempre despelucado, gastando muchas más energías de las necesarias para todo, dominador, sin conocer mucho a las personas y mandando, que es el sistema de errar, pero buen colega, simpático, servicial y desinteresado. Muy inteligente.

El Espectador funcionaba en una vieja casa con frentesobre la carrera séptima que hacía esquina sobre la Avenida Jiménez de Quesada. Era una casa destartalada de la que no servía sino el sitio; entré a un salón, en el que de lado y lado había máquinas de escribir y unos mozos me miraron con cierta discreción, gesto que es muy periodístico. Galindo, en cuanto me presenté, entró en el tema, cosa que me gustó.

–¿Sabe usted inglés?
–No, no sé.
–¿Alemán?
–Ni idea.
–¿Mecanografía?
–No… Realmente no.
–¿Taquigrafía?

Pensé que era absolutamente imposible llegar allí como una muchacha muy capacitada y resultar con que no sabía nada de nada. Muy fresca contesté –y de eso sí es verdad que no tengo ni idea–:

–Sí, de eso sí sé.

Me explicó mis obligaciones: hacer la «Vida Social», tomar en taquigrafía los editoriales de Luis Cano –que sabía escribir, pero no dictar–, luego Galindo también se estaba extralimitando, y… y nada más. Me pagarían setenta pesos mensuales que, por raro que parezca, no era malo. Me hicieron entrar a una oficinita que quedaba al lado de la de don Luis, me pusieron por delante una máquina de escribir… y a trabajar.

Mi padre se indignó, una muchacha bien no trabaja, eso lo criticaría todo el mundo y él no lo admitía. Muy tranquila le contesté:

–Mira, papá: si no te gusta no trabajaré. Pero, en principio, eso no tiene nada de malo.
–En Bogotá, sí; tras de que usted no lloró cuando leyó La María. Aquí no se pueden hacer esas cosas.

Esto porque en la familia de mi padre, cuando una muchacha cumple quince años, le dan La María y llora, no sé por qué, pero llora, y yo la encontré muy aburrida y no lloré.

–No importa, por lo menos durante un mes trabajo; ya me comprometí.

Por otra parte, a mi mamá tampoco le gustó el asunto, pero me quedé y comencé a conocer gente y a saber algo curioso: a mí me encantaba la política.

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