El siguiente es uno de los capítulos de la primera novela del periodista y escritor Róbinson Úsuga Henao. En torno a los recuerdos de su infancia y adolescencia con su hermano, asesinado después en un barrio de Medellín, esta novela invita a viajar al interior de una familia antioqueña durante los años noventa. Lee también una entrevista con el autor.
Julio César destapó un tarro con pintura blanca y lo encontró lleno de gusanos. Lo había comprado un mes atrás para renovar las viejas y deslucidas paredes de la casa de la señora Odila, su suegra, el lugar donde vivía. «Qué raro, es la primera vez que veo gusanos revueltos con pintura», comentó. Contemplaba aquello en mitad de la cocina. Aquel suceso pudo ser el último presagio entre las señales de muerte que le llegaban en las recientes semanas. Pero esta vez, inexplicablemente, Julio no hizo ninguna alusión a la muerte. Adelaida, su mujer, que a esas horas calentaba leche para el tetero de Juliana y ponía huevos a fritar en una cacerola, le dijo a regañadientes que se fuera a otro lado con ese tarro, que olía feo y terminaría por dañarles el apetito.
«Y corré a desayunar, que Robin te está esperando», lo afanó.
Julio César se dirigió al lavadero, situado en mitad de la casa, guardó debajo el tarro con pintura y regresó a la cocina. Se tragó el desayuno como si no masticara. Se cepilló con la furia que siempre le hacía arder las encías. Empacó ropa deportiva. Besó a sus hijos, a la pequeña Juliana y al pequeño Joney, también a Adelaida, y salió a encontrarse con su hermano menor, Róbinson.
Yo, Róbinson, a las nueve de la mañana, miraba el reloj y me percataba de que Julio estaba demorado. Llegaría tarde, como siempre. Tal y como lo habíamos aprendido de nuestra señora madre, mamá Emma. Estábamos condenados a ser una familia de impuntuales. Esperaba a Julio para que cumpliera la promesa que me hizo varias semanas atrás: ir a pasear en el taxi que conducía.
—Te mereces ese premio por ponerle el nombre a tu colegio —me dijo entonces.
—¿Mamá te contó?
—Sí, ella me dijo. ¿Y a dónde quieres ir?
—A ver… qué tal el Parque de las Aguas: dicen que es una cosa de locos.
—Buen plan. Tampoco lo conozco todavía.
Solo debíamos esperar a que le dieran un día de descanso. El tiempo fue pasando y cuando pensé que Julio había olvidado nuestro arreglo, apareció un viernes por la noche diciendo: «Este fin de semana. Así que ve consiguiendo el bronceador que me echarás en la espalda». En la parte trasera del taxi empacamos lo necesario para pasar un día de sol: pantalonetas de baño, toallas, sandalias, gafas oscuras, gorras y paquetes de mecato. Mamá insistió en prepararnos una lonchera para el almuerzo, pero nosotros preferimos comer en algún restaurante del parque de diversiones acuáticas.
Julio hundió el acelerador. Era un domingo como cualquier otro. Sin acción. Solo perros callejeros olisqueando las basuras del suelo, borrachos tumbados en las aceras y señoras regresando de la iglesia. Algunas de ellas llevaban niños cogidos de la mano. Era más divertido ver a los borrachos entregados a sus miserias que a las señoras metidas en sus vestidos de flores con olor a colonia.
El barrio seguía tan pobre como treinta años atrás, cuando se hicieron las primeras casas en los bordes de la empinada montaña. Solo había una calle que conectaba con la ciudad, la calle 39. Tomamos esa avenida y pasamos al lado de El Festín, la tienda de mercados, y vimos gatos grises prestando guardia en la sección de carnes. Avanzamos frente a la cancha de tierra y la vimos vacía, como la superficie de la luna. Cruzamos junto a la terminal de buses y vimos la reja de su puerta hundirse en charcos de pantano y aceite. Pasamos al lado del pequeño hospital y hallamos la gente de siempre, agolpada en la entrada y discutiendo con el vigilante de turno. Seguimos junto a la escuela Carlos Vieco Ortiz, donde ambos cursamos la educación primaria, y finalmente llegamos al barrio San Javier. A partir de allí la ciudad empezaba a expandirse y ordenarse, con casas, aceras y avenidas más amplias y espaciosas. Más tiendas y autos. Más movimiento. Una manzana después de la iglesia de Nuestra Señora del Carmen, volteamos a la derecha y seguimos derecho por la calle San Juan, hasta acercarnos al centro de la ciudad. Al cruzar el puente sobre el río Medellín, viramos hacia el norte, por la autopista paralela al río.
—¿Te pasa algo? —le pregunté a Julio cuando transitábamos frente a la plaza de toros La Macarena. Había estado callado durante el viaje.
Levantó la mirada como si le hubiesen dado un chasquido cerca de la cabeza, despertándolo de un letargo de siglos. Sonrío y me dijo:
—Tranquilo, Robin. No pasa nada. Estamos aquí para divertirnos, ¿no? Es precisamente lo que vamos a hacer.
No fue muy convincente, pero tampoco insistí. Era otra señal de que mi hermano mayor, el que había sido mi ventana para conocer el mundo, mi héroe de carne y hueso, se alejaba de mí. Ya no era su fiel cómplice, el cofre de sus secretos. Atrás quedaban los días en que me decía que vigilara en la puerta mientras subía al segundo piso de nuestra casa, acompañado de Sandrita, la vecina. O cuando dormíamos en la misma cama y me desvelaba confiándome sus aventuras mujeriegas [Continúa…]
Lee también la entrevista con Róbinson Úsuga: «En mi novela, la venganza está desde el título». También te recomendamos la entrevista: Escribir para ser libre. Así funciona el taller de escritura enfocado en paz en la cárcel de Envigado. Dictado por Róbinson Úsuga Henao.
Para leer la novela A un hombre bueno hay que vengarle la muerte, puedes:
–Buscarla en tu biblioteca más cercana. Si no está disponible, consulta por el servicio de préstamo interbibliotecario.
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