Este capítulo hace parte del especial Mamá Bárbara. Una vida de liderazgo social en las montañas del Cauca. Escrito por Maria Isabel Zamora Yusti, desde Francia, en homenaje a su madre.
Sandik, el restaurante que mi mamá decidió abrir en Popayán a principios del siglo XXI, empezó con algunos clientes: vecinos, profesores de la Universidad del Cauca, secretarias del colegio de enfrente. Una noche, en la que había comenzado a hacer pizzas en un hornito irrisorio del tamaño de un microhondas, llegaron cerca de setenta estudiantes, con guitarras y pelos largos, dispuestos a esperar lo que fuera con tal de que los dejaran sentarse en el ante jardín a tocar su música. Mi mamá los atendió tan bien que siguieron viniendo.
Poco tiempo después, escudada por su compañero Antonio, consiguió en alquiler una gran casa en pleno centro histórico de Popayán. La casa tenía terraza, patio, una enorme cocina y una habitación con baño para cada una. Las cortinas, que la dueña había dejado, eran rojas y pesadas, como si las hubieran traído de Europa. Contábamos en total con seis balcones, todos mirando hacia el casco antiguo, y una biblioteca –que no podía faltar–, donde se pusieron a disposición de la gente libros de todas las religiones.
Ahí sí se convirtió el restaurante en un verdadero refugio. Sobre todo para los estudiantes, que cambiaban una jornada de trabajo como meseros por el almuerzo. A ellos mi madre les dedicaba tardes enteras: les daba consejos, les consolaba sus corazones rotos, evitaba abortos y suicidios. Además de estar al frente del restaurante, mi madre era también la madre de «la gente rara», incomprendida de Popayán: los poetas depresivos, los Hare Krishna, los que practicaban yoga, los matemáticos. Cada día, de tres a seis de la tarde, mi madre tenía un espacio que llamaba: Mamá Bárbara te escucha. Y siempre había personas esperándola para conversar.

Sandik era un restaurante distinto a los demás: era vegetariano y, una vez por mes, ofrecía tertulias con comida gratis. Mis hermanas y yo veíamos como cada día de tertulia llegaba gente con comida o bebidas para compartir, o con poemas, canciones, cuentos.
Recuerdo como nosotras, sus hijas, tuvimos el lujo de ver varias veces al grupo Kalenda Maya, de música barroca europea, presentarse gratuitamente en la sala de nuestra casa. Mi madre recibía con los brazos abiertos a la tropa de artistas, clowns y teatreros que venían para el festival de teatro de Popayán, y saludaba a los profesores más eminentes o a los extranjeros más peludos como si fueran nuestros más cercanos amigos.
Un día mi mamá tuvo la gran idea de inaugurar «el cuarto de la siesta», lo que atrajo a otro tipo de público. Empezaron a llegar ejecutivos y políticos que dormían a grandes ronquidos sobre la alfombra, habiéndose quitado los zapatos.
Al llegar, antes incluso de decir cualquier cosa, mi mamá desarmaba de rencores a toda esta gente, al recordarles que todos tenemos, en el fondo, alma de niños. Les sacaba una lámpara de aceite de oriente que ella presentaba como la lámpara de Aladino, les pedía que la frotaran y que pidieran un deseo. A los que llegaban cargados, les mandaba a traer una bolsa negra de basura donde les pedía depositar todo lo que no les servía (el malgenio, por ejemplo). Y no solo se iban contentos con los platos exquisitos y coloridos que ella se ingeniaba cada día (cuyo ingrediente principal, dice siempre: «es el amor»), sino que salían, como decía el letrero de Sandik, con el alma llena.
En las noches, cuando hablábamos con ella, mi mamá nos decía a mí y a mis hermanas que estábamos en el «Pachacutic», una era de grandes cambios para la humanidad. Nos decía que éramos seres grandes, seres de luz, con grandes misiones en la Tierra. Tal como «Sido», la madre de la escritora Colette, ella estaba convencida de haber engendrado prodigios. Y creo que aún lo está segura de ello.
Por supuesto, con su generosidad portentosa y su vehemente voluntad de salvar al mundo –a las embarazadas solteras, a las personas desplazadas por la violencia en Colombia, a la gente del campo, a su familia, a sus amigos pobres–, la economía del restaurante tarde que temprano tenía que flaquear. Un día, para tristeza de todos, vimos cerrar las puertas de Sandik.
Nos quedamos sin nada, y debiendo. A mi mamá le prestaron una casa en el pueblo de Coconuco, a treinta kilómetros de Popayán y, poco tiempo después, fuimos de regreso a la escuela de La Florida.
Próximo capítulo:


* Maria Isabel Zamora Yusti estudió en la Escuela de Ciencias del Lenguaje de la Universidad del Valle. Actualmente reside en Francia en donde estudia una maestría en traducción en la Université Lumière. Es una apasionada de la escritura y la liteartura. Fotos: Archivo Particular Edición: Koleia Bungard
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Cada capítulo es una pincelada cósmica en este mar de posibilidades, asistimos por ventura al prodigio de una vida dedicada a servir al prójimo, y en esta coyuntura se me dio la oportunidad de que nuestras almas se encontraran, ya hacía mucha tiempo desde las soledades de la escuela donde laboraba,el corazón me avisó certera salida, en las calles de Popayán, sentí el llamado, este vínculo con Mamá Bárbara se concretó fue así como recorriendo los andes, se nos presentó el cóndor, y a nuestro alrededor los quinto jinetes del arco iris inician su recorrido de almas,su pisada de infinito, bienaventuranzas lluevan en este tercer capitulo donde nuestra amada hija Maria Isabel describe con esa pluma de escritora incidencias del encuentro de dos mundos cosmogònicos.
Libera Universitá dell´autobiografia´en Italia le concedió a María Isabel el premio ciudad de la autobiografía gracias a su trabajo de grado «embarcarse en busca del oro extraviado de la memoria presentado como tesis de grado en la Universidad del Valle habiendo recibido su correspondiente mención de honor.
Esta contribución a rescatar en toda su dimensión las semillas de Mama Bárbara sembradas en cada corazón es el presagio del despertar la conciencia universal desde América Latina.
Heroínas y héroes de la cotidianidad levantan el estandarte para asegurar desde Colombia (nido de palomas) la instauración de la paz, pero antes debemos pasar por la técnica que nos enseña Bárbara «el kinder del alma», sanando las heridas, y perdonando a los demás.
PAZ INVERENCIAL, GRACIAS TE AMO
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