Así comienza «La mujer que sabía demasiado», de Silvia Galvis


¿Se pueden novelar escándalos políticos como el renombrado «Proceso 8000»? ¿Sabías que el asesinato de «la Monita Retrechera» en 1996 inspiró esta novela policiaca? ¿Cómo convertir las noticias colombianas y, sobre todo, los contextos de crimen en materia novelable? En el Plan lector 2024 de Diario de Paz Colombia invitamos a nuestra comunidad a leer una novela que no pierde vigencia: La mujer que sabía demasiado, de la autora santandereana Silvia Galvis (1945-2009). Esta obra, inspirada en la investigación por el asesinato de Elizabeth Montoya de Sarria, fue publicada por la editorial Planeta en 2006 y reeditada en su versión original en 2022 dentro de la Biblioteca de Escritoras Colombianas del Ministerio de Cultura y la Biblioteca Nacional de Colombia. El presente fragmento es tomado de la segunda edición, a cargo de Sílaba Editores.

Si te anima conocer este libro, puedes leer en línea la primera edición siguiendo este enlace (en el buscador del portal escribe el nombre de la novela) 🤓📚👌🏽.

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La mujer que sabía demasiado
(Fragmento inicial)

Por Silvia Galvis

–¿Sabes qué le ocurrió a la verdad?
–Murió sin encontrar marido.

Antonio Tabuchi, Tristano muere

Aquellos que recuerden este suceso sabrán que la ciudad, los detectives y los implicados tenían nombres distintos de los que aquí les he asignado. Y también sabrán que los hechos son reales. Algún tipo de nombre hay que poner por motivos de claridad y cuando el empleo de nombres verdaderos provoca malestar e incluso puede resultar peligroso, los seudónimos se convierten en una opción realmente satisfactoria.
Dashiell Hammett, ¿Quién mató a Bob Teal?

Los personajes de este libro parecen ficticios. Cualquier parecido con la realidad colombiana no es una coincidencia, sino una vergüenza nacional.
Anónimo


La mujer se desplomó sin vida sobre el piso de baldosín.

Tres hombres armados bajaron atropellándose por las escaleras hendidas de un edificio sin ascensor y abordaron dos Mazda Asahi, uno gris, que se dirigió al norte, y otro negro, que se desplazó al occidente. En ese momento otros dos hombres huyeron en una Yamaha azul.

Arriba, los inquilinos del apartamento 302, Félix Hernández y Calixto Armenta, se asomaban a la ventana. Afuera, a pleno sol de mediodía, la calle, antes bulliciosa, ahora parecía como petrificada.

Durante el recorrido hacia el norte de Bogotá, el hombre conocido como Pilatos hizo dos llamadas.

La primera al Alacrán:

–Entonces qué, mijo. Como que la dejamos convertida en una hijueputa coladera, ¿no? Mejor dicho, le va a quedar jodido reencarnar.

El alacrán oyó la carcajada metálica de Pilatos.

–La dejamos vuelta mierda, pero a mí se me quedó el oficio sin hacer, hermano. Allá no encontré ni mierda. La bolsa con el video y los papeles se los tragó la mandinga. Y en la cartera de la vieja, tampoco.

Pilatos lo interrumpió.

–Ponga atención, Alacrán.: llame a González y recuérdele que si falla, pues se joden los dos. Y de aquello, ¿qué?
–Todavía no, pero ya tiene cara de cadáver; ahora voy para la Caja y después me doy una vuelta por allá. A ver si en la casa encuentro lo que me mandaron a buscar. Me truena que ese puto video debe ser una joda grave. O si no, no estarían tan mamones como están.
–Yo le ayudo a poner ojo, y si encuentro, cuente con eso. Yo me demoro, si quiere lo espero en Santa Ana para que lo dejen entrar. Acuérdese de no dejar repetidores, ¿no?

En la segunda, anunció:

–Aquí Neptuno Uno, para dar el último parte: desde hoy, primero de febrero, a las doce y cuarenta y cinco del día, la vieja dejó de joderlos para siempre.

A la una y media de la tarde Pilatos terminó el recorrido entre el barrio El Edén, en el noroccidente, y Santa Ana, al nororiente de Bogotá. Durante el trayecto iba imaginando la escena. El cuerpo manando sangre a borbotones, el cráneo destrozado, las paredes de la sala salpicadas de masa encefálica. Seguramente ya habría empezado la expulsión de las inmundicias. Y sintió asco. Un asco añejo. Armando Cristo, alias Pilatos, exsubteniente de la Policía, servía de escolta a la occisa desde hacía ocho años. Con el tiempo, se había convertido en conductor, mensajero y sirviente; últimamente, le hacía de masajista.


Información de contraportada:
Año 1996. El presidente de la República es investigado tras comprobarse que a su campaña ingresaron dineros del narcotráfico. «Fue a mis espaldas», se defiende él, pero una «mona reteñida», vinculada a la mafia, tiene pruebas que demuestran lo contrario. Entonces cae asesinada.
La mujer que sabía demasiado, de Silvia Galvis, recrea uno de los episodios más sórdidos de nuestra historia. Los hechos del trasfondo ocurrieron, pero la trama es inventada, y el protagonista, Bruno Nolano, es un personaje de ficción: un fiscal empecinado en resolver el crimen con la ambición de escribir una novela policíaca.
Esta es una novela policíaca que, como una muñeca rusa, contiene otra novela policíaca: una ficción dentro de la ficción de un crimen de la vida real. Sin traicionar el género, ni falsear nuestra idiosincrasia, Galvis usa los artificios de la literatura para desentrañar la realidad. Cuando se publicó por primera vez, le censuraron algunos nombres, descripciones, referencias y parlamentos demasiado cercanos a los de la vida real. Esta es la primera edición sin censura.

«La vieja hijueputa solo vivía para las liposucciones y las cirugías plásticas y se murió sin saber la repulsión que me causaba sobarle los muslos y la barriga, pura carne amoratada, asquerosa. Perra maldita, ojalá se esté achicharrando en el cochino infierno. ¡La puta que la parió».

Pilatos se acordó de su hermano. La venganza es dulce y amarga, como la miel y como la hiel.

Dejó de pensar en la mujer. Se palpó el costado, como acariciando la pistola automática de nueve milímetros que guardaba en su funda de cuero, bajo la axila. Le pidió al Perro la suya.

–Yo me encargo –le dijo.

Ahora debía decidir qué hacer con los secuestrados: dos expolicías como él, pues antes de servir a la mujer y, hasta la fecha de su expulsión en 1988, Pilatos había sido miembro de la Policía Nacional.

Aquel año había comenzado mal. En febrero, quince polícias –en la nómina clandestina de Pablo Escobar– atentaron contra la vida de los Rodríguez. El golpe fracasó, y Pilatos no solo perdió mando y destino, sino que firmó su sentencia de muerte. Ocho años después la recompensa del cartel permanecía: quinientos millones de pesos por Armando Cristo, alias Pilatos, vivo o muerto.

Pilatos era una cara conocida y no tuvo dificultad en pasar el retén de vigilancia de Santa Ana. Ordenó disminuir la velocidad y repasar dos veces la manzana antes de estacionar el carro. Finalmente, el Perro detuvo el Mazda. Aun así, demoraron unos minutos en bajarse. Pilatos quería la absoluta seguridad de que nadie los había seguido.

Aparte de una fotografía gigante, del tamaño de una puerta, de la extinta con el presidente de la República, exhibida como un trofeo en el muro más alto de la sala, la casa estaba desierta. Seguido por el Perro, Pilatos subió la escalera. Los pasos resonaron sobre las gradas de mármol rosado que indicaban la entrada a otras habitaciones. A Pilatos aquel cuarto le era familiar: las paredes, el techo de colores rosa y blanco, la cama, la mesa de noche y el tocador hechos de una madera africana de color rojo, una especie rara y costosa. El cubrelecho también era blanco y rosa. Al fondo, a la izquierda del vestidor, había una estancia espaciosa y oscura, sin ventanas. «Aquí cabe una familia de pobres», pensó el Perro.

El Perro alcanzó a divisar un altar atiborrado de objetos: cirios apagados, vasijas llenas de agua y varias estatuillas que le parecieron raras, colocadas en forma de rectángulo; dentro del rectángulo, un crucifijo de marfil a cuyos pies, enroscado como un gusano luminoso, había un rosario de cuentas de cristal. Entró en la habitación atraído por la figura de un diablo que empuñaba una horca, el cráneo de un animal con las fauces abiertas y un muñeco de tela perforado; observó que los alfileres eran de plata y formaban círculos alrededor del corazón y la pelvis; al Perro le gustaron los collares de chaquiras de oro y plumas de papagayo que pendían del extremo izquierdo del altar. Los cogió y los guardó en los bolsillos del pantalón. Habría querido llevarse también los alfileres de plata, pero no se atrevió.

Pilatos reconoció la cabeza de Atila en la fotografía, en el cabecero de la cama. Entre todos los caballos del criadero, Atila era el favorito de Perla del Socorro Barragán de Saldarriaga. Lo trataba y exigía para él trato de príncipe. Los aperos estaban adornados con pedrería fina y las herraduras eran de oro, hechas en la joyería Ruan, a la medida exacta de los cascos.

El Perro abrió las cortinas, y la habitación se llenó de sol; Pilatos encendió el televisor. Quería enterarse de las noticias. La búsqueda empezó de manera meticulosa.

–Que no se nos quede sitio sin esculcar. Hasta entre los zapatos –ordenó.
–Pues en esas nos vamos a morir –protestó el Perro–, porque, mire, aquí hay como unos… como, ¿más de trescientos pares?, y la mayoría sin estrenar.

Pilatos soltó una retahíla de procacidades; la arpía era compradora compulsiva.

–Pues hay que hacerle, Perrito. Willi me aseguró que aquí estaban dos millones de dólares en diamantes, hermano. Recuerde, el que tiene gustos de rico no puede ganar como pobre. Olfatee, Perrito, que los brillantes tienen su olor.

Durante horas rompieron, abrieron, desagarraron y maldijeron. El jardín quedó como si un batallón de ropos enloquecidos hubiera pasado por allí.

–Tengo el pálpito de que se dejó meter el dedo en la boca, Pilaticos. Aquí no hay nada. Mejor llame al Willi a ver qué pasó –dijo el Perro.

Pilatos llamó por celular.

–Óigame, cabrón, en su casa no había nada y aquí tampoco encontramos ni puta mierda. Me huele a que usted lo que quiere es dejar un par de huerfanitos sufriendo en este mundo cruel, ¿no? Yo no soy juguete de nadie, mijo.

Silencio.

–Nada de que no sabe nada, hermano. Yo sé que usted es el único que vio dónde los escondió. O me cuenta o se muere, pero antes lo despellejamos de a poquitos, ¿me entendió? No me mienta. Mejor dicho, ahorita me aparezco y empiece a pedirle a la Virgen, mijo.

No terminó la frase. Un rastro de sangre seca que ascendía por las losas de mármol de la escalera captó su atención. Se sentó en la sala y se quitó los mocasines. Adheridas a las suelas había unas costras bermejas y pegajosas, como de sangre coagulada. Soltó una ruidosa carcajada. Durante tres años había planeado cada movimiento a la perfección, desde la primera pisada hasta el silencio final. Sin embargo, nunca imaginó este momento de gloria: apoderarse de la casa y pisotear su sangre.

Ordenó al Perro desmanchar el piso y subió al dormitorio principal con su pistola automática en la mano. La limpió cuidadosamente y la colocó entre los objetos del altar.

–Ahí le queda el dulce recuerdito de la venganza, grandísima puta –dijo con la voz ronca de rencor.

Apagó el televisor y salió.

Rayaba la noche cuando abandonaron la casa; de salida, el Perro pateó el cojín blanco, acuchillado y exhibiendo las tripas de algodón, del sillón predilecto de Perla.

Cuando subían al automóvil vieron que el Mazda negro del Alacrán se estacionaba.

–Qué hubo, hermano. Por aquí nada de nada –dijo Pilatos–, ¿lo suyo, bien?
–Bien va a estar cuando encuentre el encargo del patrón. Usted ya sabe cómo es la vaina en este negocio, mijo. Fracaso igual a pepazo. No crea que porque están encanados uno se escapa. Así que voy a entrar a darle una repasadita, a ver si de golpe a ustedes se les quedó algo sin revisar.

El Alacrán se dirigió a la casa. Pilatos cruzó unas palabras con el PErro y volvió sobre sus pasos. Que se quedaba para ayudarle a buscar, le dijo al Alacrán.

–Qué hijueputa desconfianza la suya, ¿no? Ya creyó que se me encontraba sus putas piedras me iba a quedar con ellas. Un trato es un trato, mijo, y eso yo lo respeto. Los diamantes son suyos y de Willi; lo mío es hacerles el mandado a los patrones y, de paso, hacerme yo el favorcito de cobrarme una platica, y de allá vengo. Usted me respeta y yo le correspondo, y después nos decimos adiós.

Que no se tomara a ofensa lo que solo era amistad, dijo Pilatos. Que si no quería ayuda, él se iba y que buena suerte en la pesca. Hablaba casi con dulzura, como diciendo «Eso es lo que saca uno por ser buena persona y querer ayudar». Pero sentía el alma en llamas. Pilatos era un actor nato. Muchas veces había pensado en cómo convertirse en actor de televisión. Soñaba despierto con las hembritas de las telenovelas.

Okey, hermano, usted manda –dijo y soltó una risa breve y ronca.

Se despidieron con un apretón de manos.

El Perro conducía. Bajó por la calle 108, tomó la carrera séptima, dobló por la avenida Pepe Sierra y siguió hasta la autopista. Luego, enrumbaron hacia el norte.

[Continúa…]


Sobre la autora:

Silvia Galvis Ramírez fue una periodista y escritora colombiana. Nació en la ciudad de Bucaramanga, el 24 de noviembre de 1945, en el seno del matrimonio de Alejandro Galvis y Alicia Ramírez. Su padre, un periodista destacado y político del partido Liberal, tuvo una gran influencia sobre ella, que durante su vida profesional, dirigió el periódico Vanguardia Liberal, fundado por él en 1919. Silvia terminó sus estudios escolares en Cincinnati (Estados Unidos) y posteriormente se graduó de Ciencias Políticas en la Universidad de Los Andes. Su trabajo periodístico es admirado por la templanza con la que asumía sus posiciones críticas y su buen sentido satírico, además, es reconocida por su contribución al periodismo investigativo. Por otra parte, su obra literaria combina elementos de ficción con los resultados de investigaciones históricas y sus novelas contribuyen al reconocimiento del espacio de las mujeres dentro de la historia nacional. Murió a los 64 años en su ciudad natal, Bucaramanga. [Fragmento tomado de La Enciclopedia, Banco de la República Cultural]

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