Este capítulo hace parte del especial Mamá Bárbara. Una vida de liderazgo social en las montañas del Cauca. Escrito por Maria Isabel Zamora Yusti, desde Francia, en homenaje a su madre. Lee aquí la introducción a esta serie de cinco capítulos.
La conocí al nacer, literalmente partida de dolor, sus dos fémures estaban separados por una distancia anormal, por culpa de la fractura de pelvis con la que los médicos la obligaron a parirme.
Pero ella había jurado que iba a tenerme, así al tercer mes de embarazo otro médico le hubiera dicho, por error, que yo era “una masa amorfa” y que me tenía que abortar.
Mi mamá duró unos seis meses sin poder caminar. El pronóstico era: toda la vida. Pero ella se paraba a escondidas de su silla de ruedas y, cuando nadie la veía, intentaba dar un pasito.
Luego fui yo la que empezó a caminar. Mi displasia de caderas me hacía llevar un aparato que soportaba sin reticencias. Ella me había transmitido ese espíritu guerrero, lo importante que era caminar, regenerarse. Yo era la tercera de cuatro hijas mujeres: Diana, Andrea, Barbarita y yo.
En cuanto a mi madre, ella era una entre cinco hijas. Nació en Bogotá en 1961. El abuelo, o como se le dice en el Valle, el Papito Luis, cambiaba de ciudad casi cada año. Un día, hacia finales de los años sesenta –cuando, por una falla cardiaca, se pensionó prematuramente–, trajo a su familia de vuelta al Valle. Llegaron al municipio de Florida, tierra prometida, y allí empezó una educación férrea: él, ex-militar; mi abuela, católica y enérgica. Se requerían todas las fuerzas del mundo para educar en mujeres de bien a cinco hijas.
Mis tías, Ada, Gema, Beatriz y Cielo, eran diligentes y hacendosas. Ostentaban el porte gallardo de mi abuela, una mujer alta, blanca y rubia. Mi mamá, llamada Bárbara en honor a la abuela paterna, era delgaducha y morena. Además, era distraída y caótica, se la pasaba hablando de los sueños extraños que tenía, hasta el punto de que un día la abuela decidió llevarla a la iglesia para que el padre le hiciera un exorcismo.
Mi mamá recuerda haber visto la miseria de la infancia colombiana a los ocho años. Aquel día, en las montañas que circundan Florida, mi mamá vio a una niña arrullando a una yuca como si fuera una muñeca. Eso la conmovió tanto que se propuso regresar y cambiársela por su propia y verdadera muñeca. Y así lo hizo.
Mientras su mamá y sus hermanas se ocupaban en su quehaceres y estudios, el refugio de Bárbara era perderse en las tardes a leer libros, sobre todo «libros prohibidos». En los días libres de la escuela, le enseñaba a leer al abuelo Francisco.
Más adelante, en su juventud, Bárbara pasaba mucho tiempo con sus amigos, la mayoría hombres. Gastaba bromas y ponía apodos, pero también escribía cartas de perdón para reconciliar a los que se peleaban. Aprendió a tocar la guitarra que su hermana Gema nunca aprendió a tocar, pero que un día partió trágicamente en dos un amigo de su hermana.
También fue poeta, pero de sus poemas se conserva solo uno, que recita ella misma aún hoy de viva voz, pues lo perdió por prestar el cuaderno entero de poemas.
En el siguiente capítulo, veremos cómo Mamá Bárbara se hizo madre y cómo sus búsquedas morales e intelectuales la llevaron a abrirse un camino único y especial en el mundo.


* Maria Isabel Zamora Yusti estudió en la Escuela de Ciencias del Lenguaje de la Universidad del Valle. Actualmente reside en Francia en donde estudia una maestría en traducción en la Université Lumière. Fotos: Archivo Particular Edición: Koleia Bungard
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