En las montañas del Cauca. La historia de Mamá Bárbara, capítulo 3


Este capítulo hace parte del especial Mamá Bárbara. Una vida de liderazgo social en las montañas del Cauca. Escrito por Maria Isabel Zamora Yusti, desde Francia, en homenaje a su madre.


La escuela rural en donde trabajaba y vivía su nuevo compañero, el poeta Antonio Vélez, fue el escenario de las mayores aventuras de mi infancia, el lugar donde podíamos ser libres, donde aprendimos el valor del campo y del campesino.

Esta lección no es menos importante que la del padre erudito y músico que nos hacía leer una hora diaria desde los siete años, que se aparecía en diciembre con una organeta inmensa, nueva y carísima como regalo, o un curso completo de inglés de Berlitz, del tamaño de la organeta. El que nos enseñó de orden, disciplina, honestidad y pulcritud.

Sin embargo, para mí, niña-mariposa, cabeza-en-la-luna, la presencia de este poeta en mi vida, y el amor de mi madre maga, fueron claves para comprender lo que soy ahora.

En esta época no vivíamos con mi mamá sino con mi papá, porque él podía hacerse cargo de nosotros gracias a su trabajo. Y aunque los viajes en chiva a la vereda La Florida –las montañas del Cauca adonde se fue a vivir mi mamá– eran la odisea de nuestra vida, llegar a la escuela y reunirnos con ella, hacía de esta una aventura feliz.

En la escuela de La Florida (una escuela que casualmente llevaba el mismo nombre de su pueblo), mi madre no llegó tan solo como la mujer del profesor. Ella se encargaba de la cocina escolar cuando hacía falta, de sacarles los piojos a los niños a la orilla del río, de vestirlos para las obras de teatro que escribía Antonio, y de hablar con las madres sobre sus problemas femeninos.

Mi madre, siempre muy espiritual, mística, conocedora tanto del Baghabad Ghita, del Corán, de las enseñanzas del conde Saint-Germain como de la Biblia, nos hablaba de Sidharta Gautama cuando apenas teníamos ocho años (“Si tensas mucho la cuerda, se rompe; si la aflojas, el instrumento no suena”). Cuando mi abuelo paterno falleció, ella nos decía que podíamos comunicarnos con él si le hablábamos a su espíritu a través de las estrellas.

En todo caso, todas las noches nos hacía recitar junto a la cama, el “angelito de mi guarda”, aún cuando el catolicismo de la abuela le generaba la misma cara que hace un niño frente a una sopa.

En esa época, mi mamá hizo llevar en chiva. desde Popayán hasta la escuela rural, la inmensa biblioteca que el abuelo nos había legado. Luego la instaló en un salón entero solo para los libros. Pero, al constatar que nadie entraba a leer, se inventó un curso para enseñarles a los campesinos a amar los libros, a tocarlos, olerlos. Les mostraba cómo abrirlos, cómo consultarlos, los animaba a saber qué había en ellos y a viajar entre sus páginas hasta el fin del mundo. No quería que a esos libros les pasara lo mismo que a las muñecas que reunía en diciembre y que, al entregárselas a los niños, sus papás colgaban en la pared dentro de las mismas cajas de plástico, para que los niños “no las ensuciaran”.

Era divertido verlos, luego, venir a horas inusitadas a consultar libros sobre los astros y, con sus miradas atónitas, perderse callados en el espacio; o ver a las mujeres llegar de dos en dos a ver imágenes de una enciclopedia familiar donde mostraban el aparato reproductor femenino.

En la vereda, mi madre se convirtió en consejera de niñas embarazadas y coartada de mujeres que querían hacerse operar al escondido de sus esposos para no tener más hijos. Además, con su gran poder de la palabra y don para convencer, comenzó a trabajar con los hombres para que sanaran ese mal tan grande que se ha vivido por generaciones en el campo: el maltrato familiar.

Todos la querían mucho. Ella invitaba a los que quisieran hacer mingas por la escuela, les preparaba aguapanela, organizaba eventos y los domingos invitaba a almorzar a los niños que llegaban a visitarla, a saludar a “Barbarita”; y eso pasaba casi cada semana.

Porque esa ha sido la historia eterna de mi mamá, todo lo regala, o “todo lo quiere andar regalando”, como decían mi abuela o mi papá. Estando casada, por ejemplo, cuando su esposo logró con mucho esfuerzo conseguir un buen puesto en la Compañía Nacional de Chocolates, pasaba que en la casa se desaparecía el mercado: ella le iba regalando de a poco a todos los que pedían, o invitaba a comer a los pobres. A veces, recuerdo, personas del campo que no tenían adonde dormir, iban a pasar la noche en nuestra casa, pues tenían a sus familiares en el hospital de Popayán.

También llegaban a la escuela amigos suyos de la universidad, estudiantes, barbudos, artistas, intelectuales, e incluso mi papá, que a veces nos llevaba los fines de semana. Y esto daba mucho de qué hablar.

Pero al mismo tiempo que empezó a transformarse la vereda, también se despertaron envidias, rumores, quizá porque a muchas personas no les conviene o les molesta que la gente viva mejor y en paz.

Durante aquél tiempo, como mi madre necesitaba dinero para recuperar nuestra custodia, le oraba a la Virgen. Una mañana se levantó con una idea en la cabeza, más bien una especie de prodigiosa orden divina, entonces le dijo que sí a la propuesta que esa misma mañana le hizo su amiga Íngrid por teléfono.

Así fue como, poco tiempo después, nos fuimos a vivir todas juntas en el barrio Loma de Cartagena de Popayán, primera sede de un restaurante que ella decidió llamar “Sandik: alimento físico y espiritual”.

Mamá Bárbara(15)
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* Maria Isabel Zamora Yusti estudió en la Escuela de Ciencias del Lenguaje de la Universidad del Valle. Actualmente reside en Francia en donde estudia una maestría en traducción en la Université Lumière. Es una apasionada de la escritura y la liteartura. Fotos: Archivo Particular Edición: Koleia Bungard

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Un comentario sobre “En las montañas del Cauca. La historia de Mamá Bárbara, capítulo 3

  1. Se oye un cantar, Marian está embarazadita, entre tanto la gallina merodea con sus 7 polluelos por los alrededores en el reino de Pléyades, se agigantan las visiones de otros mundos en este, las montañas parpadean nubes de neblinas, y en las copas de los árboles brillan los matices de la aurora, el río Quilichao ruge como el tigre, en otro día,en otra bocanada regresaré a su santuario, allí en el estuario, donde confluyen otras arterias, haremos el ritual y Walliman con la piel, pintada de rojo achiote recibirá la cascada como golpes de agua en sus entrañas…
    Y volviendo del viaje de visión hacía la morada, en la cabaña, mi corazón se abre a ser testigo de tan maravillosas buenas nuevas; Bárbara la mayor, me comparte el tercer capítulo de su diario de paz; y no dejo de pensar o mejor de sentir que mientras exista la luz en la mirada de un niño, miles de mariposas revolotearan en convulsos ánimos anunciandonos el reinado del asombro, la divinidad nos habla hoy, congratulados en mi nombre, «los milagros existen»y en este acontecer cotidiano, Buda el gato mascota de mi amada hija, Diana Alexandra, hace su arribo al cuarto, bienaventurada esta hora de feliz comunión con el eterno; pleyades bautizada por la matriarca Bárbara a esta comunidad intergaláctica en pleno corazón del Quilichao abre sus alas con la puesta del internet, ahora no hay distancias entre hermanos, padres e hijos, una conciencia nos anima a engalanar este flujo de sonoridades, este acontecer cotidiano.
    «Vinieron los españoles se lo llevaron todo nos dejaron las palabras»y aquí estamos con los fundamentos de un destino común alimento físico y espiritual.
    Gracias amada hija María Isabel por ser la emisaria y mensajera de viaje «porque nunca sabemos los caminos por los que vamos al encuentro de Dios.

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