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La marquesa de Yolombó

Tomás Carrasquilla


A guisa de prólogo

El Yolombó actual es caso peregrino de resurrección. Helo ahí desenvolviéndose por lo pecuario, por lo agrícola y lo minero; helo ahí con su cabecera de traza y aire urbanos, con buenas construcciones, con palacio municipal, de materiales y estilo arquitectónicos, con planta eléctrica y tubería de hierro; con Gota de Leche, teatro y hospital; helo con prensa, con gentes laboradoras y enérgicas, con ediles estudiosos y progresistas; helo ante una perspectiva de prosperidades más o menos cercanas, más o menos seguras.

Pues, ahí donde le veis, era, cincuenta años atrás, una región medio desierta. ¿Qué son, para un territorio tan extenso, uno que otro fundo, tal cual laboreo aurífero, en reducida escala, dispersos y alejados unos de otros? Lo que era la población daba grima: dos o tres casas desvencijadas y roñosas, dos o tres sostenidas por puntales, ruinas y asientos, cubiertos de rastrojo y habitados por murciélagos, barracas improvisadas con escombros y hojarasca. En un tinglado, de cuyo techo colgaban dos campanas, se decía la misa, si había cura, pues este llegó a faltar en ocasiones. Los restos de altares, las imágenes, los ornamentos y demás enseres rituales se guardaban por ahí en cualquier parte, lo mismo que una custodia, de diseño ingenuo y bronca hechura, pero de oro macizo y cerco de esmeraldas.

Con decir que Yolombó era, en ese entonces, fracción insignificante de un municipio de quinto orden, están dichos su inopia y acabamiento por aquel tiempo.

Tamaña desolación tenía detalles dolorosos al par que pintorescos; un viejo trémulo cavando unos matojos; negritos tuntunientos, tendidos a la vera, que, en su mudez, imploraban la limosna, con la miseria de sus harapos y la tristeza de sus ojos agrandados; gallinas flacuchentas persiguiendo saltones y gusarapos; perros tirados al sol, rascándose la sarna, más por espantar el hambre que por la pica; caras rugosas, asomadas en ventanillos, en atisba del viandante, pues ha de saberse que aquello era camino real, ni más ni menos, aunque no siempre fuera transitable. Gente moza no se veía ni para muestra: unos se alquilaban en alguna finca, otros en alguna mina; estos, monte adentro, buscaban con su escopeta con qué llenar la olla de su prole; aquellos, metidos en riachuelos o a su orilla, zarandeaban la circular batea, medio colmada de agua, de arena y de cascajo. Este último trabajo daba a muchos proletarios montañeros la mazamorra cotidiana; y de ahí le viene, probablemente, a labor tan primitiva, el nombre de mazamorreo, aceptado en la terminología mineralogista. Es de verse en las regiones auríferas de Antioquia cómo escarban en ríos o en vetas abandonadas, hombres y mujeres, niños y ancianos, en busca del granillo codiciado.

Al atardecer, apenas si se turbaban aquellas soledades yolomberas, con el regreso de uno que otro; y, cuando la noche se echaba encima, con todas sus tristezas, era el único consuelo ver la candela de Dios, en aquellas cocinas sin paredes, plantadas en aquellos predios sin cercados. Mas, si la noche era estrellada, no sería para afligirse, ante estas ruinas de la tierra, sino para alabar al Creador con las obras de su firmamento, porque desde esta breña de los Andes, donde se emplaza Yolombó, se destapa el cielo a la redonda que es una gloria; ninguna silueta altanera sobresale demasiado de la línea que cierra aquel horizonte: al redor del lugar se agrupan, como cabezas de espectadores que lo contemplasen, un sistema de collados, de forma y de tamaño casi iguales. En sus encañadas y vericuetos corren muchas aguas, de donde se saca algún oro, mucho paludismo y muchísima anemia tropical. Llaman a esta formación «Las Lomas» y sus flancos están cubiertos de pastos naturales.

Si aquellos testimonios de otra época y otras gentes daban mucho en qué pensar en las claridades del meridiano, mucho más daban, todavía, a la luz de las estrellas, oyéndole contar a cierta vieja, memoriosa y colorista, las grandezas de aquel Yolombó del siglo antepasado, de su amo el Rey, de los Capitanes a Guerra, de la sangre azul, de las fiestas y galas, de tantas damas y tantísimos caballeros.

Confirmaban aquellas narraciones los pedazos de muro de algún templo, trozos de columnas, capiteles, puertas y muebles historiados, fragmentos de altares; confirmábanlas los derrumbamientos, enmarañados con la maleza, cascotes de tejas y de loza, vigas maestras, dispersas acá y allá y que aún respetaba el hacha del labriego.

Según tradición y deducciones, era Yolombó, desde los comienzos del siglo XVIII, villa muy importante e infanzona, con tres iglesias, casa consistorial, cárcel, habitaciones cómodas y las grandes oficinas de las rentas reales. Cobrábase en estos despachos el impuesto de los indios, los quintos del Rey, o sea el del producto de las minas, y todas las otras alcabalas de su Sacra Real, cuyas eran estas Indias. Y lo eran no tanto por derecho de conquista cuanto por donación que de ellas le hicieron su Santidad Alejandro VI y su Santidad Julio II, para difusión de la santa fe y exterminio de las idolatrías.

Sí, señor: del Rey era este mundo de acá; del Rey solo, no de España, como algunos suponen.

Cobrábase, asimismo, en aquellas colecturías, el permiso para comer carne, en tiempo de cuaresma, témporas y adviento, merced a la obligación que tenía todo cristiano de comprar anualmente la bula de la Santa Cruzada. ¡Y guay del que se mostrase remiso a la tal compra! Cepo y azotes era lo menos que le sobrevenía. El producto de esta dispensa iba a las arcas particulares de su Majestad, pues en virtud del patronato que le concedió la Santa Sede, tenía en España y sus colonias, gajes, intervenciones y mandos, en muchas fosas eclesiásticas. A más de estos reales publicanos, tenía asiento en esa villa —que debió ser cabecera de cantón— todo el tren de empleados que su administración requería, a saber:

El Alcalde Mayor o Regidor, que, por ser Capitán a Guerra, tenía, a más de las ejecutivas y policiales, atribuciones militares, con todo el rigor y disciplina del ramo, entonces más severo y draconiano que lo ha sido después. Aquel era un poder dictatorial de hecho; y los mandones coloniales, de todo tiempo y lugar, se han pintado solos para el caso, fuera de que los españoles nunca fueron mansos pastores con el rebaño de estas sus Américas. A cualquier indio o zambo, mulato o negro que le oliese a rebeldía o pillaje, a su alteza el Alcalde, le mandaba colgar de la horca, así fuese en las benignidades de aquella paz casi imposible de turbar.

En Yolombó dizque hubo, según relatos, varios ahorcados por hurtos de oro, en vetas y aluviones. ¡Horrible era este delito que menoscababa las rentas del Rey! 

Había también el Escribano letrado, que anotaba y redactaba los magnos autos; que interpretaba la enredada jurisprudencia española de aquel tiempo, a más de las leyes que su Majestad y el Consejo de Indias fueron expidiendo, para estas colonias.

Había dos Jueces de Toga u Oidores, uno para lo criminal y otro para lo civil, de cuyas sentencias podía apelarse, ante el Virrey o ante el Rey mismo. Unidos a los dos dignatarios anteriores, formaban audiencia, que sólo se reunía en los casos graves y delicados. Sus decisiones estaban sometidas a la Audiencia General de Santa Fe. Este empleo de jueces, que siempre implica honor y conocimientos, se remuneraba con largueza y recaía entre los más granados valvasores y casi siempre entre los nacidos en la Península; pues a criollos o canarios se les tenía por inferiores a los peninsulares. Los puestos de cobradores, pagadores de empleados y vendedores de la bula consabida recaían, asimismo, en varones de alta prosapia, de reputación y hombría de bien esclarecidas. Lo cual no impedía que metiesen la uña en el real erario. Apoyábanlos, más que a los otros magistrados, una taifa de alguaciles, corchetes y paniaguados, más o menos onerosos, a fin de que ningún indio ladino o criolletas ventajoso fuera a hacer trampa en lo que debían al Rey.

Al par que estas entidades, regía, por lo legislativo, el Cabildo o asamblea de notables; pues su Majestad, con tal que no le tocasen sus dineros ni le regateasen su mando, dejaba a sus súbditos, hasta en las mismas colonias, la facultad de hacer y deshacer, en los asuntos de vecindario. Bastante sangre había costado a la Península el triunfo de los fueros municipales, para que su Sacra Real fuera a escatimárselos a unos vasallos tan poco temibles como remotos. Pero a los zambos no hay que dejarles ningún postigo abierto, porque se cuelan hasta la alcoba; ya ven lo que pasó, años después, con los tales Cabildos: abiertos o sin abrir, fueron factores iniciales en la emancipación hispanoamericana.

Elegíanse los cabildantes por votación popular, igual que en estas calendas democráticas, y, como ahora, era el tal cargo obligatorio y oneroso. Sabe Dios lo que se entendería por pueblo en el Yolombó de aquel entonces, como no fueran negros esclavos o indios de encomienda. Los magnates se elegirían unos a otros, cual acontece siempre en achaques de sufragio, pero sin el aparato legal, sin las trampas y engañifas que se estilan en nuestras actualidades.

En cuanto al clero de aquella época, y muy especialmente del de Yolombó, habrá bien poco qué encomiar, si no mienten la historia y la conseja. Los sacerdotes apostólicos y heroicos de que se ocupan los historiadores son contados; a la mayoría nos los pintan harto preocupados de sus intereses propios y temporales, y harto desentendidos de los de Cristo. La cura de almas no se cifraba tanto en el precepto y en el ejemplo cuanto en obligar a los indios, mediante cárcel y azotes, a cumplir con los preceptos de la misa dominical, la comunión por Pascua y el pago de diezmos y primicias.

El curato en referencia dependía directamente del Arzobispo de Santa Fe. A tamañas distancias, sin caminos expeditos, sin correos periódicos ni prensa eclesiástica, no era para esperar demasiado de los ministros de ninguna religión. Según fama, los dos o tres sacerdotes que ejercían en Yolombó no daban el precepto, ni mucho menos el ejemplo: como los perros mudos del Evangelio, obraban según la voluntad de los magnates, autorizándoles sus abusos y despreocupaciones.

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Aparte de las oficinas de recaudación, existía la del estanco del papel sellado, de aguardiente y de tabaco; y el almacén real de los artículos españoles, ya por cuenta de la corona, ya por alguna compañía o individuo peninsular, a quien se hubiese concedido el monopolio, pues en la Colonia no había libertad de comercio ni de industria.

Nadie ignora cómo se administraban estos dominios reales, residiendo el amo en el otro hemisferio y teniendo los subalternos facultades casi dictatoriales sobre este rebaño aborigen, criollo y esclavo. Nadie ignora que, si menos cruentas y frecuentes que en la conquista, hubo en la Colonia muchas atrocidades, entre los mismos mandones, por rivalidades en todo campo. Nadie ignora aquella sed de oro de los españoles, ante la cual nada eran los lazos del compañerismo ni de la sangre. Y, si en los centros más adelantados y populosos de la colonia reinaban la crueldad y la codicia, ¿qué no sería en un rincón, tan obscuro y tan remoto como Yolombó?

De riñas entre los mandones no se hace memoria en las tradiciones de esta población; mas sí de tremolinas entre gobernadores y gobernados, por el recibo, cómputo y tasa de los oros que le correspondían a su Majestad. Varios mineros de esta región, por el hecho de ser ricos, le harían cara arrogante a los publicanos reales; y estos por aumentar y aquellos por disminuir, habría a cada liquidación de esos quintos áureos, sabe Dios cuántas contiendas y astucias, si no componendas y trampas, por las que se transarían las dos partes.

Cuéntase, también, que había allí algún señorón con encomienda de indios y todo un Caballero de Santiago. Por contar estas cosas unas viejas ignaras, que no podían tener noción libresca de linaje alguno, por no saber leer ni tener quién les hubiese leído un renglón de nada, ni tener quién les sugiriese algo que oliera a realidad histórica o europea, cabe suponer que eso de las encomiendas no sean ficciones de fantasías ilustradas. Todas estas últimas circunstancias, así como alguna parte de los sucesos que pretendemos referir, se conocen por tradición verbal, únicamente. Sobre ello nada se ha escrito, que sepamos, al menos; ni existen, tampoco, por acá, archivos ni cosa tal, en qué documentarse lo más mínimo. Todo el papelorio oficial, lo mismo que los libros parroquiales del antiguo Yolombó, desaparecieron como celajes del ocaso. Algo de ellos debe existir en la ciudad de Antioquia, en Bogotá, en la misma España. A esos tres «algos» debe acudir quien pretenda escribir la historia verdadera de esta población. Cumple a nuestro intento las muchas referencias que de viejos —y muy especialmente de viejas— hemos oído y acumulado. Así es que en este escrito «la verdad… queda en su lugar», como dicen nuestros campesinos.

No se sabe, siquiera, a ciencia cierta, cuándo y por quién fue fundado Yolombó. Suponen algunos que, mucho antes de la fundación de Remedios, existía en aquel punto un tambo de indios sometidos y pacíficos, y que, merced a los minerales que lo circundan, fue creciendo a la buena de Dios, sin formalidades de fundación ni nada que le valga; y que, cuando menos se lo percataba, se vio hecho un señor pueblo, con todo y templo.

Tiene este su leyenda sobrenatural y poética, cual otras muchas de nuestra religión de Estado. Hela aquí, tal como la narraba Doña Rudesinda Moreno de Gómez:

«Un señó Lorenzo de Tal, mestizo muy formalote y devoto, yéndose de madrugada con su batea y su coca de tarralí, a mazamorrear al río San Lorenzo, saca a las veintidós bateadas otras tantas libras de un oro, el más grueso y relumbrante que en Yolombó se viera. Llena la batea vigésima tercia y… ¡nada! Ni lo negro de la uña asoma en ese disco de madera, pando y bruñido como una patena. Llena otra y… lo mismo; y así, sucesivamente, hasta que lo coge la noche en la faena. Guarda, entonces, todo el oral en su capisayo y tira para su rancho, por senda extraviada, para que nadie vaya a darse cuenta de tantísima riqueza. Métese por una roza y al pasar junto a una cepa carbonizada… ¡tilín!, ¡tilín!, ¡tilín!, ¡tilín! ¡Qué son tan lindo y tan religioso! Es ahí cerca, en la misma cepa. Quiere huir, pero se siente como clavado en el suelo; y, de presto, sale de la cepa una luminaria de lo más hermosa. Dentro de ella se le presentó, muy patente, un señor muy acuerpado y respetable. Tiene en la mano una como balanza, que, en vez de platillos, lleva dos campanillas iguales; y sigue repicando, repicando, como un monacillo primerizo. De pronto cesa y le dice al mazamorrero: “No te dé recelo, tocayito. Yo soy aquel Lorenzo a quien asaron en parrilla, por Nuestro Señor Jesucristo. Atiende bien lo que voy a decirte: te he dado veintidós libras de oro de mi río, porque eres cristiano humilde, fervoroso e incapaz de quitarle a nadie un pelo de la ropa; mas no quiero que las riquezas te dañen el corazón. De este oro no darás el quinto al Rey, porque no es justicia. Gastarás dos libras en tu familia; pero con tal disimulo, que nadie note que las tienes. Las veinte restantes las guardarás, de tal modo que nadie sepa su existencia. Con ellas y con las limosnas que recojas en mi nombre, me levantarás un templo aquí, en este mismo punto en donde estamos. Mandarás a labrar mi imagen a Quito, y que le pongan en las manos las insignias de mi martirio y estas dos campanillas que te entrego”. Recíbelas señó Lorenzo; y santo y luminaria desaparecen, al punto»

Ahí está la imagen quiteña que confirma este prodigio. Verdad que no es tan acuerpado ni tan respetable, como lo viera su tocayo: mas lleva la parrilla en la siniestra, y en la diestra la palma y las campanillas armoniosas. Por supuesto que son de plata maciza los tres utensilios. De la iglesia surgió el pueblo. Llamósele, por esto, San Lorenzo de Yolombó.

Aseguran otros que no hubo tales Lorenzos ni tales garambainas; que esta fundación fue posterior a la de Nuestra Señora de los Remedios, que se hizo con todas las reglas, usanzas y solemnidades españolas; que su Majestad blasonó a Yolombó con escudo emblemático; que la diputó, luego al punto, por «villa muy noble y muy leal», como a la más pintada de su monarquía; y que se dedicó a San Lorenzo, más en recuerdo del Escorial que por honrar al santo.

Sea lo que fuere, no cabe duda de que, por ser región muy rica en minerales, a ella cayeron los chapetones, como gallinazos a la carroña. Desde el siglo xvi debió de ser Yolombó lugar de cita de mineros y vivanderos, a más de punto obligado de tránsito, entre Remedios y el centro de la Provincia. De aquí el que fuese, desde sus comienzos, población de relativa importancia.

Sabido es que la quimera áurea, más que las guerras y el yugo de los Austrias, despobló la Península en el siglo xvii. Por esa época, según la tradición, vinieron a Yolombó esas tandas hidalgas de Caballeros y Olanos, de Morenos y González, de Jaramillos y Romeros, de Ceballos y Obregones, de Layos y de Vieiras, de Viecos y de Montoyas, con su cola de aventureros, galeotes y demonios coronados.

A varios de ellos les cumplió la quimera sus promesas. Lejos de tornar a España, con el riñón bien cubierto, cual lo hizo Doña Ana de Castrillón, cuyo nombre lleva uno de los riachuelos más auríferos de ese municipio, sentaron en Yolombó sus reales; y, hoy uno, mañana dos, se le fueron agregando otros varios más o menos principales, hasta formar un núcleo de mucho fuste y muchas campanillas. Y, como según cuentan, había en esa agrupación andaluces y levantinos, y, como nunca fueron casas de ejercicios loyolescos las poblaciones mineras, hubo, en aquel rincón de estas montañas, rumbo y francachela, disipación y diabluras.

Los Morenos, que eran de origen sevillano, fueron desde el comienzo los más alborotados y garladores. De sus tacos, inverecundias y dicharachos cuentan horrores, sin que tampoco fueran ningunos santos eremitas los demás chapetones y criollos que ahí campaban por sus respetos.

Yolombó tenía en el siglo XVIII la iglesia de su patrón San Lorenzo, hacia el sur y en la parte más alta de la plaza; la de Chiquinquirá, al oriente de la misma; y la de Santa Bárbara, al nordeste de la población. En sus aledaños se emplazaban las casas de los caciques. «Chiquinquirá», «El Tigre», «El Hoyo» y «El Retiro» eran sus puntos más principales y socorridos. No sería villa muy ingente por la sencilla razón de que no había ni local ni habitadores para tanto: el paraje elegido por San Lorenzo, no es de los más a propósito para metodizar un centro urbano. Abrupto y agrio, apenas si puede extenderse en patas curvas y onduladas; y ello a mucho costo, muchísimo espíritu público y gente invencionera.

Así y todo, fue cosa importante en aquel tiempo. ¿Por qué se acabó tan tristemente? «Castigo de Dios, porque ahí vivía gente muy caloria y caudilla», asegura la señora que narra el prodigio del santo titular.

Castigo o premio, este acabe no es ningún arcano. Vetas, aluviones y medios para explotarlos se fueron agotando; el oro fue bajando hasta valer menos que la plata; Cancán, que por entonces florecía, y Remedios, que estaba en su apogeo, supeditaron luego a la villa de San Lorenzo. Aquellas gentes, según los principios económicos de la época, sólo tenían por riqueza oro, plata y pedrería: los demás tesoros de la madre tierra, que en esta región abundan, nada eran para el más sutil y entendido.

Muerto el ahijado, acabado el compadrazgo; unos tomaron soleta hacia el valle de Corpus-Christi; otros hacia el centro de la Provincia, algunos fueron a parar a Ocaña, al Socorro y a Santa Fe de Bogotá. La independencia, un incendio, la invasión arrasadora de Warleta, un conato para atajarla, la abolición de la esclavitud, el aburrimiento, la incuria del caído, el abandono, acabaron con lo poco que ahí quedaba.

Tal fue el Yolombó a que pretendemos referirnos en estos cronicones. Serán ellos una novela o cosa así; y, aunque tengan personajes que existieron con el mismo nombre que aquí llevan y los hayamos ajustado al carácter y hechos que les dan la leyenda y la tradición, no es esta, en ningún concepto, más que una conjetura sobre esa época y sus gentes.

Advierto que a una señora le cambio el nombre; y a cierto sacerdote no sólo le cambio el apellido, sino que lo hago figurar diez años antes de su tiempo. A un malagueño lo convierto en zaragozano. Su índole es aragonesa, y, según contaba su nieto, muy mi bisabuelo, vivió mucho en Aragón, de donde partió para estas Indias. A la criolla de su mujer la habilito de española, por descender de andaluces y por justificarle el mote de la Sevillana, con que la apellidaban, por su desenfado y regocijo.

Me he permitido tamañas licencias, por tratarse, tan solamente, de evocar una faz de la Colonia, en estos minerales antioqueños.

Tomás Carrasquilla


I

«Mucho amor, mucho 

viento y mucho frío» 

… y Campoosorio.

Es en los promedios del siglo XVIII.

Entre las familias españolas establecidas en San Lorenzo de Yolombó descuella en primera línea la de Don Pedro Caballero y Doña Rosalía Alzate. Él es rubio y aragonés; ella, morena y andaluza; ambos, apuestos y aventajados de figura, amables al par que imponentes en su trato. Don Pedro viene desde España nombrado, por compra que hizo del puesto, regidor mayor y capitán a guerra de esta villeja minera, que tanto promete. Pronto se hace notar por sus enérgicas actitudes, por su carácter ecuánime y francote, si no por sus aires e ínfulas de gran señor. No le va en zaga la esposa: es dama medio pulida, de mucho adobo y muchas galanuras; cantora, guitarrista, maestra de bailes y diversiones, hábil en labores caseras y, sobre todo esto, virtuosa y abnegada. Tanta cosa es la Sevillana que medio sabe leer y echar la firma. Desde su llegada se propone disipar las nostalgias, con todas las alegrías que su alma, cristiana y recursada, pueda extraer de estas montañas.

Allí encuentra a su paisano Don José María Moreno, casado y establecido hace algún tiempo y, según pública voz y fama, podrido en oro. Los dos prenden candela bajo el agua, con regocijos y chuscadas del género inocente, con ser que el Sevillano es pillastrón, tomatragos, malquerido y peor hablado.

Don Pedro y Doña Rosalía han traído consigo varios esclavos y sendas ejecutorias de nobleza. De tales pergaminos, levantados en Zaragoza y en Sevilla, respectivamente, resulta: la heráldica de ambas familias con todo y pintura; la reseña y descripción de ambos solares, y la constancia fehaciente de que ni gota de sangre morisca o judaica circula por las venas de Caballeros y Alzates. Los dos mamotretos se guardan en una caja muy labrada, con grandes cerraduras y enchapados de plata. Eso es como el Arca de la Alianza.

A Doña María de la Luz, la primogénita de Don Pedro, la casan con Don Vicente, hijo de Don José María. Los nietos van viniendo, por sus pasos contados, y Caballeros y Morenos se vinculan en un mismo compadrazgo.

Como Don Pedro es hombre de buenas agallas, no se atiene a los gajes y granjerías oficiales. Sin largar la vara de autoridad mayor, la depone, por meses, en el sustituto, para habérselas con esos aluviones de San Lorenzo, San Bartolomé y Doñana, apenas medio explotados, y de donde provienen las riquezas de Don Chepe.

En verdad que este es el hombre de las minas. Unas las trabaja por su cuenta; otras las ha cedido a sus dos hijos mayores, a quienes presta auxilios para trabajarlas; las restantes las tiene arrendadas. Asóciase a su compadre Caballero, no sólo por espíritu de compañerismo, sino por probar la combinación de su suerte con la de su asociado, porque los mineros, a semejanza de los tahúres, buscan la resultante de dos o más suertes.

Con próspera o con adversa, por cuadrillas de esclavos, que van trayendo de las Antillas, como Dios, la tradición y la propia experiencia les dan a entender, explotan esos aluviones, durante doce años. Al cabo de ellos se liquida la compañía. Siéntese Don Chepe muy cansado con estos quebraderos de cabeza; su mina de Doñana le da con qué vivir, muy holgado, sin tocar la cata. A más de eso, él tiene la minita de Santa Polonia. Y, si en el pueblo no le juegan demasiado, porque le conocen su suerte loca, a los mineros de Remedios, que allí pernoctan con frecuencia, les gana hasta la camisa. Don Pedro, empecinado y terco, como buen zaragozano, prosigue las labores por su sola cuenta. Cual si la fortuna lo favoreciera a él, exclusivamente, saca en pocos años lo que no sacará en tantos, con su compadre.

Ya, por ese entonces, Don Vicente y Doña Luz les han traído seis vástagos, y la fecundidad no mengua.

Este Don Vicente, siendo alegre y decidor, no es arrebolado e inverecundo como su padre. Quiere a la familia de su mujer más que a la suya propia y, con el tiempo, se va acendrando este cariño hasta convertirse en fanatismo. Y eso que Doña María de la Luz en nada se parece a su madre. Es rubia y fea, y, con esa maternidad sin tregua, ha adquirido una gordura fofa, mucha indolencia y muchísimo capricho. A poco es una verdadera madre de caracol, muy bien comida. Tiene dos negras nodrizas que le amamantan los hijos, con esa sangre africana que tanto robustece.

Se le han ido pegando las palabrotas de su suegro y echa cada parrafada por esa boca, que se afrentan los perejiles. Su mayor encanto es estarse en su silla, entre almohadas, bajo su pabellón de lienzo, con una mochila henchida de plata, jugando al tute o al quinqueño, a la ropilla o al tururo, entre jícaras de chocolate, atracones de longaniza, gruñidos y alegatos. Hombres o mujeres, adultos o pequeños, tienen que sostenerle la perpetua jugadera. Las pocas veces que se ve sin compañía, saca solitarios, porque la baraja es su segunda naturaleza. A las veces combina el juego con alguna otra diversión musical y bailable, en que apenas es espectadora mientras se baraja. No quiere perder ningún paseo; mas, como vive tan impedida por la obesidad y otras causas, tiene que arbitrar Don Vicente uno como palanquín toldado, que cargan cuatro negros, y héteme a Doña María de la Luz, campo arriba y campo abajo, como Virgen en procesión. Por fortuna que Don Vicente toma a broma las genialidades de su mujer.

[Continúa]

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