¿Qué tanto sabes del litoral pacífico nariñense? ¿Escribirías una novela con las experiencias vividas durante un viaje de trabajo? En el Plan lector 2024 de Diario de Paz Colombia, dentro del ciclo Escritoras colombianas, propusimos la lectura de la novela corta El atajo (Himpar editores, 2019), escrita por la poeta tolimense Mery Yolanda Sánchez. En ella, la autora se ocupa de las imágenes, memorias y reflexiones que provocaron su recorrido por una serie de poblados en la costa de Nariño, adonde fue a impulsar un proyecto de promoción de lectura. Entre la narración y la poesía, esta historia nos moviliza –sobre todo emocionalmente– a una región colombiana de la que en general sabemos muy poco. Te invitamos a leer a continuación el comienzo de esta obra y a leer aquí la reseña: Promoción de lectura, miedo y resignación en el Pacífico colombiano 🤓📚👌🏽.
El atajo
(Fragmento inicial)
Por Mery Yolanda Sánchez
Muchas sombras pesan. La sangre tirada
en las calles habla y toma forma de país.
Las detonaciones que nadie escucha
siguen conmigo y, en el comedor, bocas
abiertas reciben el eco de la confusión.
Me tomo el derecho a tener memoria.
UNO
La pintura se acerca movida por una débil neblina. Pesa el lado derecho. Me pregunto por qué esta obra de arte, una mano abierta sobre pared, está en la alcaldía de Magüi-Payán. Las sábanas oprimen. Intento descubrir el espacio donde amanezco. Un timbre y logro salir. Estoy en Bogotá, en mi casa. Mis pocas razones se juntan con la ropa que me señala desde el piso. Trato de tomar el auricular. Mi esencia se ha desprendido del cuerpo. Debo reacomodarme para lograr un movimiento preciso. Primero las manos, las piernas y esto que cuelga es mi cabeza. Lo que está a mi lado es la mesa, que no alcanzo para responder el llamado. El sonido del teléfono se va lento, entro en un cajón de lluvias rojizas.
Me sumerjo, corro el telón, gritan en el interior. Tomo un ser miniatura: denso, opaco, escurre su baba. Lo lanzo y mis dedos se doblan sin armazón. Sacudo el cabello que ronca en mi espalda. Manos ancianas con pecas intentan mi mejilla izquierda. Se pierden. Las busco.
El Charco, primer paso
Su aspecto es impecable. Se levanta, camina, mide cada paso en el doblez de sus rodillas. Inicia su ritual de lamentos apoyado en sus codos sobre la mesa. Levanta su cabeza en un esfuerzo por reflexionar acerca de lo que hablo. De ese discurso que me condena al litoral en una labor que a sus pobladores poco importa.
Voy a una tienda. Bebo tres botellas de agua y son un dineral. Primera advertencia: No encontrará agua potable.
La cafetería es atendida por una mujer con una extraña prótesis, tal vez construida por un herrero o un remontador de calzado. Su zapato ortopédico se apoya en una barra forrada con neumático. Algo quedó de la rodilla que lleva los pasos de la joven orgullosa de usar minifalda. Su seguridad me alegra.
Vuelvo con el hombre que ha perdido su cabello de tanto esperar sorpresas en un pueblo silenciado por la humedad y las constantes lluvias. Algún día, quizás altivo, perseguido, enamorado. Ahora atiende una biblioteca en recompensa por haber gritado un nombre en la última campaña política: Mire, eso de la lectura aquí no es posible, y pasa el peine por su cabeza. Valdría la pena intentarlo, convoquemos a una reunión. Invitemos al alcalde, los maestros, los estudiantes. Aquí solo vienen…
Irrumpen varios niños para buscar tareas de geografía, historia… Algunos adultos entran y prenden el televisor. Uno de ellos: ¡Hoy juega…! Vuelva mañana, vaya al hotel que le dije, es seguro.
Las cuatro de la tarde. Tomo mi morral y ocupo un banco del parque. Están conmigo niños que insisten en preguntar si soy de la Cruz Roja o de alguna misión religiosa. Sonrío con una respuesta negativa. Soy una página en blanco.
La joven de la cafetería sale al andén. Se mueve al ritmo de las músicas que vienen de los cuatro brazos del parque. Toma un refresco. Deja el local sin visitantes y atraviesa el vacío. Tararea un vallenato, danza con su faldita estampada. Cae ese delgado cuerpo, o lo poco que ha quedado de él, se me antoja marioneta. Me gusta su dignidad. Se goza su propia invalidez o es afortunada en la altivez que da la ingenuidad.
Señor, présteme un rastro, una huella, un segundo de equilibrio. Sí, señor, usted piensa como racista y cree que yo lo soy. Convénzase, soy de color pálido, mire mi rostro, es el amarillo del miedo, de la impotencia. Esa mezcla de cansancio y dolor molesta en mi carne y escarba en los huesos de la pierna derecha. Ese suplicio nunca se va a perdonar, siempre será un grito, un reclamo. Sí, usted, que mira con odio, deme la salida, no importa pasar por un laberinto, por sus torturas. Quiero seguir en mis dos pies; están agotados, nunca habían estado tanto tiempo entre botas pantaneras. Sí, las mismas que usan en la zona. En las noches no hacen ruido, pero se llevan los últimos gestos de los niños y arrastran historias que ni siquiera se pueden recordar. Sí, no se puede nombrar nada, ni siquiera de parte de quién vengo. Sí, usted no tiene la culpa; yo tampoco. Vengo de parte del diablo, del ángel o quizá vengo de mi necesidad, de mi otra cara: la de servir. Yo no pedí venir a este lugar. Alguien me concedió esta sagrada ruta por otra verdad, esa que algunos creen ver cuando almuerzan y glorifican con un vino seco.
El dolor en la rodilla continúa. Sostenerme en la derecha es imposible. Algo delgado y risueño entra en mi oído izquierdo, juega a las cosquillas, zumba; su amargo baja hasta el estómago.
En la cama me encojo. Busco el vientre de mi madre. De una madre que no se asoma por ninguna parte. Me quiero otra vez germen, detrás de esta claridad. Me armonizo y soy capaz de morderme el dedo gordo del pie. Sabe mal. Una multiplicidad de imágenes en mis ojos. Afuera hay música pero hoy estorba. Hay gritos de los que se embriagan para poder decir en voz alta su Padre Nuestro. Así practican su religión. Ululan borrachos, quieren olvidar la realidad. Es mejor borrar, ignorar. Pensar en salidas es complicado. Y se estrellan botellas, se estrujan tetas y los culos de las mujeres se chocan contra las paredes, ceñiros por manos que buscan sexo en vírgenes negras.
Dos días del recorrido y la pierna insiste en enseñarme cómo poner una palabra seguida de otra en el puente de las sombras. Cuánto silencio se ha amontonado en mi cabello. Qué desazón al tacto con el barro que piso. Cómo decidir cuál de las trochas es la mejor, si estoy en el centro de una historia que desconozco.
Es inútil, pruebo con el funcionario una, dos y tres estrategias. La carne es dura y costosa. Preguntan quién soy y aplico el libreto. Cuando las miradas me persiguen, repito el pedido de siempre, un coco, por favor.
Soy las manecillas de un reloj que busca su eje para no quedar en el giro involuntario del aire. Camino en el tiempo del espanto. Tropiezo con saltimbanquis de tres piernas que levantan banderas. Algo vacila en mis ojos, fragmenta cuerpos que marchan con el pecho abierto. Sube y baja el termómetro que mira inclemente. Dudo si soy yo quien se levanta. Salgo, murmuro incoherencias. Abro los brazos y ahora soy una cruz clavada en la puerta. En el patio de atrás silban los niños muertos en la hora de la madre. Escupo y una y mil veces hasta quedar sin saliva. Encuentro mi pasado restregándose en mi espalda. Ella aparece ojerosa como en otras épocas, se acomoda en mis axilas, en los más mínimos gestos de mi rostro. Trae en el movimiento de sus nalgas las canciones de infancia que no pude aprender. Aparece en los diarios. Sus dientes esperan las presas para su vientre. Las ansias se confabulan con el grito, pequeños pormenores en el contenido de lo pesado y amargo de una equivocación. Arrastra los niños y pronto regresará por mí. Ella está atenta; sé que en adelante será mi compañía más leal. Mientras tanto, una gata asustada espera que yo salte como su gato y vomite, que la corretee por los tejados para divertirnos en el clímax del dolor. Firme, como las gatas, en tiernos gemidos que alzan los techos de las casas.
DOS
Sandra me propone la tutoría, ella no puede viajar. Me aturde la situación económica y acepto. Sí, abandonar una silueta en el techo de mi habitación que al intentar borrarla se acentuó más.
El último día del curso de inducción, ya iniciados los trámites contractuales, recibimos el listado de los municipios que debíamos atender.
Ángela dijo: ¿Sabe lo que le correspondió? Sí, el litoral de Nariño, bajó la cabeza. Allá hay guerrilla, paramilitares y malaria.
Ya no podía dar marcha atrás. Una mujer de ojos claros, que se apretaba los pantalones más arriba de su cintura para no perder el meridiano dijo: No estamos muy seguros de la ruta, usted mire y nos cuenta.
No había nada por revisar, eran las diez poblaciones con bibliotecas públicas en la costa del Pacífico nariñense. Por distantes entre sí, debía visitarlas en su totalidad. No tenía alternativa.
Escogí cuentos clásicos, imaginé los recorridos de Alicia para cruzar espejos de papel. Encontraría seguidores de Pinocho y Caperucita Roja. No podía desalentarlos. Además, era precioso detener a Mambrú.
Busqué la vacuna contra la malaria y no la encontré. Fui a la primera dosis contra el tétano. Con el pinchazo que evitaría la fiembre amarilla inicié el viaje.
[Continúa…]
Sobre la autora:
Mery Yolanda Sánchez nació en El Guamo, Tolima, en 1956. Ha publicado sobre todo poesía, con títulos como La ciudad que me habita (1989), Ritual para las noches (1997), Dios Sobra, estorba (2006), la antología Un día maíz (2010), Gradaciones y la selección de poemas Rostro de tierra (2011). El Fondo de Cultura Económica publicó en 2024 su Poesía completa.
El atajo es una novela breve, de 100 páginas. Ocupó el segundo lugar en el Premio nacional de novela corta de la Universidad Javeriana, en 2012. La más reciente edición es de Himpar Editores (2019).

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