Lee aquí las primeras páginas de «Lo que no tiene nombre»


Desde Diario de Paz queremos motivar a nuestra comunidad lectora a leer la octava obra del reto 10 libros en 2021. Sumerjámonos juntos en la historia y en el universo literario de una madre, poeta y escritora antioqueña: Piedad Bonnett. Aquí puedes conocer el plan de lectura del mes de septiembre.


Lo que no tiene nombre

Piedad Bonnett

[…] esta historia tiene que ver realmente con lo que no tiene nombre, con segundos de espanto para los que no hay lenguaje.

PETER HANDKE

Piensas que nunca te va a pasar, imposible que te suceda a ti, que eres la única persona en el mundo a quien jamás ocurrirían esas cosas, y entonces, una por una, empiezan a pasarte todas, igual que le suceden a cualquier otro.

PAUL AUSTER

[…]
hurgo mis sentimientos
estoy viva

BLANCA VARELA

I. Lo irreparable


Buscamos un sitio vacío donde estacionar y lo encontramos a unos cincuenta metros del viejo edificio de cinco pisos que se levanta, digno pero sin gracia, casi al final de la 84 entre 2ª y 3ª, una de esas típicas calles neoyorkinas del Upper East Side, tradicionales y casi siempre apacibles a pesar de los muchos negocios que funcionan en los pisos bajos. Del baúl del carro bajamos dos maletas grandes, livianas porque están vacías. Antes de llegar al portón, y como impulsados por un mismo pensamiento, nos detenemos y miramos hacia arriba, como calculando los cuatro pisos que debemos empezar a subir. Camila abre el portón y aparecen el hall, amplio y sombrío —uno de esos espacios donde cualquier mínimo ruido produce eco—, y las escaleras de granito, las mismas que en el pasado agosto nos parecieron eternas cuando ella, Renata y yo subíamos y bajábamos, entusiastas y acezando, cargadas con toda clase de enseres. Ahora, en cambio, hay algo crispado en nuestro silencio, en la manera a la vez pausada e impaciente con que remontamos los escalones, contra los que tintinea el metal de las ruedas de las maletas.

Pamela nos abre la puerta y nos saluda con abrazos apretados y esa bella sonrisa suya que ni siquiera puede ser opacada por la tristeza. Después de un breve intercambio de palabras, cruzamos la cocina y la salita y entramos lentamente a la habitación. Lo primero que registran mis ojos es la enorme ventana abierta, y luego, la escalera de incendios que da a la calle. Examino todo, brevemente, de un vistazo: la cama, tendida con pulcritud, el escritorio abarrotado de libros, los cuadernos apoderados de la mesa de noche, la chaqueta de cuadros colgada con cuidado en la silla. Durante algunos segundos no decimos nada, no hacemos nada, a pesar de que un turbión de emociones nos agita por dentro. Entonces Camila abre el clóset y vemos los zapatos alineados, los suéteres y las camisetas puestos en orden. Es la habitación de alguien pulcro, riguroso, aseado. Confusos, intercambiando frases cortas que quieren ser eficientes, nos dividimos los espacios a fin de poder hacer la tarea que nos ha traído hasta aquí. Nadie llora: si uno de nosotros se rindiera al llanto arrastraría con su dolor a los demás.

Siento, por un instante, que profanamos con nuestra presencia un espacio íntimo, ajeno; pero también, atrozmente, que estamos en un escenario. Me pregunto qué sucedió aquí en los últimos veinte minutos de vida de Daniel. ¿Acaso sostuvo consigo mismo un último diálogo ansioso, desesperado, dolorido? ¿O tal vez su lucidez fue oscurecida por un ejército de sombras?

Mirando este cuarto austero, donde cada cosa cumplía su función, tenía un sentido, recuerdo los versos de Wislawa Szymborska que durante años leí con mis alumnos y que parecen haber sido escritos para este momento:

No parecía que de esta habitación
[no hubiera salida,
al menos por la puerta,
o que no tuviera alguna perspectiva, al menos
[desde la ventana.
Las gafas para ver a lo lejos estaban en el
[alféizar.
Zumbaba una mosca, o sea que aún vivía.
Seguramente creéis que cuando menos la carta
[algo aclaraba.
Y si yo os dijera que no había ninguna carta.
Tantos de nosotros, amigos, y todos cupimos
en un sobre vacío apoyado en un vaso.

Conoce aquí el plan de lectura para el mes de septiembre de 2021 >>

Reviso uno a uno los libros y los cuadernos. En el fondo de mi corazón suplico por que aparezca un diario, una nota de carácter personal. Pero solo hay trabajos críticos o notas de clase, escritas con letra pequeña, apretada, minuciosa. En su morral encuentro la pequeña tarjeta que le envié hace dos días, acompañada de un billete, y que dice para que te des un gusto. Te quiere, tu ma. Camila abre los cajones de la cómoda y saca camisas y medias. Dentro de un par encuentra un rollito de dólares, metido ahí para preservarlos de un posible intruso. Entonces Rafael, mi marido, nos hace notar lo que acaba de descubrir: cuidadosamente alineados sobre el escritorio están el reloj, la billetera, el iPod, el teléfono móvil. Los ojos se nos llenan de lágrimas.

Cuando salimos, ahora con las maletas cargadas, se abre la puerta del apartamento vecino, y dos ancianas muy ajadas, que evidentemente han estado esperando algún ruido nuestro para salir, nos dan un ramito de flores y una tarjeta, y nos abrazan, conmovidas. En ese momento aparece en el descanso de la escalera una pareja con un niño; se detienen, con timidez. ¿Somos nosotros parientes del estudiante que se mató ayer? También ellos lo sienten mucho. La mujer, una rubia joven, de semblante amable, nos dice que ella estaba allí a la hora de la tragedia y que lo oyó correr. Mi hija Camila se asombra, se adelanta: ¿lo oíste correr?, ¿Dónde estabas? En su piso, el último. Desde ahí oyó un tropel de pasos en el techo. Entonces todo termina de aclararse: la ventana abierta, la escalera de incendios que trepa hasta el techo del edificio.

Daniel murió en Nueva York el sábado 14 de mayo de 2011, a la una y diez de la tarde. Acababa de cumplir veintiocho años y llevaba diez meses estudiando una maestría en la Universidad de Columbia. Renata, mi hija mayor, me dio la noticia por teléfono dos horas después, con cuatro palabras, de las cuales la primera, pronunciada con voz vacilante, consciente del horror que desataría del otro lado, fue, claro está, mamá. Las tres restantes daban cuenta, sin ambages ni mentiras piadosas, del hecho, del dato simple y llano de que alguien infinitamente amado se ha ido para siempre, no volverá a mirarnos ni a sonreírnos.

En estos casos, trágicos y sorpresivos, el lenguaje nos remite a una realidad que la mente no puede comprender. Antes de preguntar a mi hija los detalles, de rendirme a la indagación, mis palabras niegan una y otra vez, en una pequeña rabieta sin sentido. Pero la fuerza de los hechos es incontestable: «Daniel se mató» solo quiere decir eso, sólo señala un suceso irreversible en el tiempo y el espacio, que nadie puede cambiar con una metáfora o con un relato diferente.

Daniel se mató, repito una y otra vez en mi cabeza, y aunque sé que mi lengua jamás podrá dar testimonio de lo que está más allá del lenguaje, hoy vuelvo tercamente a lidiar con las palabras para tratar de bucear en el fondo de su muerte, de sacudir el agua empozada, buscando, no la verdad, que no existe, sino que los rostros que tuvo en vida aparezcan en los reflejos vacilantes de la oscura superficie.

Tu hijo ha muerto y debes empacar una maleta para viajar hasta donde te espera su cadáver. Y lo haces. Alguien te ayuda, dice un pantalón negro, dice es mejor meter los zapatos en una bolsa. Tres horas hace, tres horas de un tiempo que ya ha empezado a correr hacia su disolución, y tú no te has desmayado, no has caído al suelo de rodillas ni te tambaleas a la orilla del vértigo o la locura. No. Estás, como dicen los manuales sobre el duelo, en estado de shock o embotamiento. Tu dolor, el de los primeros minutos después de la noticia, se ha trocado en fría estupefacción, en pasmo, en una aceptación semejante a la que aparece cuando entramos al quirófano o cuando constatamos que hemos perdido el avión en el que volaríamos a una ciudad lejana. Tú tratas de pensar en medias, en piyamas, en medicinas, y repites en tu cabeza, hacia adentro, las palabras que acabas de oír, deseando que algo físico te saque del estupor, un ataque de llanto, un repentino acceso de fiebre, una convulsión, algo que venga a destruir esta serenidad que se parece tanto a la mentira, a la muerte misma. Te he empacado una bufanda, dice la voz. Perfecto, gracias.


'Lo que no tiene nombre' de Piedad Bonnett | Uniandes
Fuente: Universidad de los Andes

La cotidianidad suele ser ruda. En el aeropuerto, antes de la medianoche, el funcionario de la aerolínea nos recibe con aire de disgusto. ¿Por qué hemos llegado tan tarde al mostrador? Le explicamos que nuestro hijo ha muerto hace unas horas, que viajamos en el último vuelo y en los únicos cupos que hemos podido conseguir con mucha dificultad. El hombre, sin echarnos una mirada, husmea los pasaportes con el mismo gesto desconfiado de tantos en este país, frente a los cuales sus compatriotas siempre somos culpables. Observo sus manos chatas, de uñas mal cortadas, el meñique adornado con un estrepitoso anillo de oro y piedras, los labios apretados, el ceño fruncido que no evidencia ningún cambio después de oír nuestras explicaciones. «Adelante», murmura. Y es todo lo que dice.

Hay que dormir, me digo, porque lo que nos espera es arduo, demoledor. Pero la tarea no es sencilla. Primero, porque el pensamiento no se acalla, zumba dentro de mi cabeza como un cucarrón atrapado en un cucurucho. Segundo, porque convalezco de una operación que me han realizado hace menos de una semana y todavía tengo dolor.

Alguna vez escribí que en el aire «el tiempo se hincha como un paréntesis», y hoy lo constato en estas seis largas horas de vuelo atravesadas de visiones. La sensación, abrumadora, es de extrañeza, de incredulidad: ¿puedo ser yo esa persona que viaja a enterrar a su hijo?

Sí, Piedad. Es un hecho. Sucedió. Y nunca palabras tan precisas me han sonado tan irreales.

Con los pocos elementos de que dispongo reconstruyo imaginariamente las circunstancias, esas que hacen de toda muerte un hecho único, pero más único esta vez, porque Daniel no ha muerto plácidamente en su cama, adormecido por calmantes, como todos soñamos morir, sino que ha saltado desde el techo de un edificio de cinco pisos para ir a estrellarse sobre el asfalto.

Trato de pensar en la lucha que debió librar entre el deseo de acabar y su miedo, y me pregunto si fue un suicidio por impulso, un acto irreflexivo, o por el contrario una acción premeditada, lo que los expertos llaman un «suicidio por balance». ¿Había subido antes hasta el techo a preparar el terreno? ¿En qué pensaba cuando saltó? ¿Qué se siente al caer? ¿Se pierde la conciencia? ¿En las últimas horas pasamos los que lo queríamos por su cabeza? Las preguntas se alzan y mueren al instante, vencidas, derrotadas.

«La verdad es maraña», escribe Javier Marías.


Ahí arriba, en medio de la oscuridad de la noche, me asaltan implacables las imágenes. Imágenes de vida, imágenes de muerte. Y revivo el nacimiento de Daniel entre el agua, la luz tenue de la sala de partos, la música, el pequeño cuerpo todavía atado al cordón umbilical colocado cuidadosamente sobre mi pecho para que pudiera acariciarlo y besar su cabeza aún embadurnada: toda una escenografía con aire de nueva era, un poco sentimental, un poco cursi, planeada para que su ingreso a este mundo fuera un tránsito dulce; y pienso en tanta ternura y tanto cuidado derrotados por las sombras desquiciadas del miedo y de la muerte.


Cuando estamos en su cuarto, y mientras los demás se ocupan de revisar su ropa y sus objetos, yo apilo los libros en la maleta. De repente, como si el azar encerrara sus claves, mis ojos se detienen en la portada de uno de Jenny Saville, una de las artistas favoritas de Daniel, que reproduce Reverse, una pintura que muestra un rostro joven, hinchado, apoyado de costado sobre una superficie brillante que devuelve parcialmente su reflejo. Las pinceladas sugieren que hay sangre en él, y también en la boca, que se entreabre en un gesto grotesco. Sus ojos abiertos están atrozmente vacíos.


También encuentro el dossier de dibujos y pinturas que Daniel hizo con meticulosidad durante toda su carrera y lo ojeo ahora de una manera distinta, buscando revelaciones. Veo un estudio de mujer, una muñeca a la vez pavorosa y obscena, varios autorretratos del 2001, perturbadores, dolorosos; veo el registro de óleos con motivos abstractos, de grabados, carboncillos, acrílicos… Me impresionan su contención, su fuerza comunicativa, el filoso límite entre la emotividad de los temas y el rigor de la técnica.

A los dieciocho años Daniel entró a estudiar Arte. Desde hacía ya bastante tiempo que el dibujo y la pintura eran su pasión, y por eso durante su bachillerato tomó clases con un maestro y asistió durante dos veranos a estudiar en The Art Students League de Nueva York.

Alguna vez, a su regreso de uno de esos cursos, nos contó, entre burlón y ufano, que muchos de sus compañeros, todos mayores que él, lo rodeaban a menudo mientras pintaba, admirados de su destreza. Aunque él mismo no acababa de creer en su talento, cuando ingresó a la Facultad de Artes lucía muy entusiasmado. El primer día de clases, sin embargo, llegó con una sonrisa irónica en los labios: uno de sus maestros, tal vez el de Historia del Arte, les había dicho, en forma teatral, la frase devastadora que iba a oír incesantemente durante sus cuatro años de carrera universitaria: «Muchachos, olvídense de la pintura. La pintura ha muerto».

«La vida es física.» Siempre me gustó ese verso de Watanabe. Y también este de Blanca Varela: «[…] es la gana del alma/ que es el cuerpo». A pocas horas de su muerte lo que me empieza a hacer falta hasta la desesperación son las manos de Daniel, las mejillas por las que pasaba el dorso de mi mano cuando lo veía triste, la frente que besé tantas veces cuando era niño, la espalda morena de tanto sol. Su singularidad. Su modo de reír, de caminar, de vestirse. Su olor. Una idea absurda me persigue: jamás el universo producirá otro Daniel.

Siempre vendrá quien me diga que nos queda la memoria, que nuestro hijo vive de una manera distinta dentro de nosotros, que nos consolemos con los recuerdos felices, que dejó una obra… Pero la verdadera vida es física, y lo que la muerte se lleva es un cuerpo y un rostro irrepetibles: el alma que es el cuerpo.


Algunas horas después de su muerte mis hijas me llamaron para consultarme si autorizaba la donación de sus órganos. Por un momento me estremeció el recuerdo de su cuerpo de deportista, la belleza que, real o no, me hacía mirar a mi hijo con secreto orgullo y encantamiento, y susurré un no desesperado. Me hicieron ver que sería un gesto mezquino, que un ser deseoso de vivir podría salvarse con su corazón, con sus pulmones. Entonces asentí, y sentada al borde de la cama me dispuse a oír a la persona encargada de tomar mi declaración. Del otro lado la que hablaba era una mujer y su tono era dulce y firme a la vez. Siempre pasa que una voz crea un rostro imaginario, y yo pensé en una cara morena, la de una mujer gruesa de ojos grandes y compasivos. A continuación escuché serenamente sus condolencias, las formalidades de la ley, sus agradecimientos anticipados y, luego, una lista impensada de órganos, que iban mucho más allá de su corazón, sus riñones, sus ojos.

—La piel de la espalda.
—Sí.
—Los huesos de las piernas.
—Sí.
Y Daniel, mi hijo entrañable, el muchacho de labios carnosos y piel bronceada, se fue deshaciendo con cada palabra mía. La vida es física.


Nos dicen que debemos esperar al menos tres días antes de que entreguen el cuerpo a la funeraria, de modo que llenamos las horas vacías de las más distintas maneras, mientras tengo un pensamiento aterrador: ahora, en manos de los forenses, su cuerpo no es ya su cuerpo sino un frío objeto lleno de disecciones. Y pienso agradecida en Adam, el esposo de Renata, la última persona de la familia que vio con vida a Daniel y que tuvo el valor de ahorrarles a mis hijas el impacto del reconocimiento. El precio es que ahora debe cargar para siempre con la imagen de su cara desfigurada por la muerte.

Desde la cocina de la casa de Renata, donde nos sentamos cada mañana a beber nuestro café, vemos pasar los automóviles por la autopista, veloces y silenciosos, como en una película muda. Una bruma lechosa que ha descendido a ras de suelo se extiende como una gasa que distorsiona la vista del puente y los árboles lejanos. Llueve, llueve, llueve. El tiempo parece ahora definitivamente estancado.

Como un día antes de la muerte de Daniel me han otorgado un premio literario, mi teléfono no cesa de recibir mensajes, que yo contesto uno a uno, a veces solo con breves palabras de agradecimiento, casi siempre anunciando la terrible noticia. Vuelven a llegar correos, esta vez de condolencias. En ellos la desazón de la muerte intenta cuajar en palabras, pero casi todos se quejan de lo inoperantes que estas resultan, de lo cortas que se quedan.

Nos reconfortan, sin embargo, esos saludos lejanos, los abrazos que traen siempre incluidos. Y ese cariñoso parloteo de los amigos nos proporciona también una cierta dosis de aturdimiento, el necesario para no hundirnos en la desesperación. Durante horas, sentado cada uno en un lugar distinto de la sala de la casa, ensimismados en los computadores y en los teléfonos, por momentos parecemos representar una obra del absurdo.

En el muro de Daniel en Facebook mis hijas han colgado la lacónica noticia anunciando que se ha quitado la vida voluntariamente. La respuesta, masiva y estruendosa, dolorida y sentimental, es muy distinta a la de los correos personales. En vano me digo que no podemos eludir ya el frenesí multiplicado de las redes, que hay verdad en la tristeza que destilan todos aquellos mensajes; y sin embargo, siento en aquellas oleadas emotivas algo que se parece al impudor.

Siguiendo una vieja costumbre norteamericana, los amigos de Renata han traído comida hecha por ellos en sus casas. Llegan hasta la puerta, discretamente, y se retiran de inmediato, para no perturbar la intimidad familiar. La nevera se va llenando de platos: hay tacos, comida hindú, pasta. Velan con esta ofrenda por nuestra supervivencia, para que las tareas domésticas no agobien más nuestros cuerpos, apaleados ya por la tristeza. Y de pronto nos vemos paladeando un helado de chocolate, elogiando una salsa, un pan tierno, un pescado. Estamos vivos.


Acordamos desde el primer momento que no haremos rito religioso y que no se ocultará la circunstancia de la muerte, ni tampoco la enfermedad que precipitó el suicidio. Sus amigos, nuestra familia, las mujeres que lo quisieron, necesitan una explicación de esta tragedia brutal, intempestiva, aparentemente absurda, y sin duda agradecerán la verdad desnuda. También optamos por la cremación y decidimos no repatriar las cenizas. La forma natural y sin conflictos en que vamos tomando todas estas decisiones me evidencia que existen unos horizontes vitales compartidos en familia. La desaparición de uno de nosotros ha posibilitado este descubrimiento.

Compruebo también, a través de nuestras conversaciones, que estamos libres de fetichismos, de supersticiones, de falsos sentimentalismos, y que, para bien y para mal, vemos la muerte no como una culminación y un tránsito hacia otro lugar, sino de esa forma a la vez descarnada y sin consuelo a la que la ha reducido la historia moderna: un hecho simple, natural, tan aleatorio como la vida misma. Lo único que podemos hacer ahora para sacarla de su condición de acto animal es recurrir a un ritual de despedida suficientemente hermoso, que tenga que ver con el mismo Daniel y con aquello en lo que nosotros creemos. Y a eso nos disponemos.


Nos anuncian que el momento ha llegado, que el cuerpo está ya en la funeraria, ubicada en el bello parque cementerio de Green-Wood, y que se acerca la hora de la cremación.

Ha estado lloviendo sin descanso, pero cuando mi marido, mis hijas, mis yernos y yo llegamos al parque cementerio, el paisaje se ilumina de repente, aunque con un sol tan tenue que su efecto es melancólico. No hay tumbas visibles. Y aunque los altos cipreses, las colinas, los caminos, parecieran estar ahí para hablar de serenidad y de paz, lo único que veo en la naturaleza es su profunda indiferencia. Su orden sin propósito, su belleza sin objetivo, se me antojan crueles. ¿No fue esa misma naturaleza la que destruyó la vida de Daniel, esa vida a la que él buscó de tantas maneras darle sentido?

Somos, mientras caminamos en medio de los árboles que destilan todavía gotas de lluvia, seis seres desolados y temblorosos. A pesar de la intimidad del acto nos hemos vestido de negro. Nos recibe un hombre impecable, discreto, que actúa con delicadeza pero sin alambicamientos. El edificio de mediados del siglo XIX tiene un vestíbulo amplio y pequeñas salitas amobladas, en una de las cuales esperamos en silencio. Yo tiemblo, traspasada por la emoción, porque siento ya la cercanía del cadáver de Daniel, su presencia. ¡Como si en el cuerpo que imagino hubiera todavía un latir de vida!

De nuevo, en medio de la tragedia, aparece lo irrisorio, lo grotesco: el día de mi llegada una periodista de una conocida revista me llamó para entrevistarme. Le expliqué delicadamente lo que me había traído a Nueva York, pero no parecía oírme. Repetía a gritos su solicitud. Colgué, ofuscada. Al día siguiente la escena se repitió de manera idéntica. Como en una comedia, la llamada se da ahora una tercera vez, y contesto, equivocándome, pensando que se trata de los abuelos. Es la misma mujer. Me impaciento. Le digo que no insista, que mi hijo ha muerto, que salimos para la cremación. La mujer cuelga, después de unos segundos de desconcertado silencio.

Entramos con pasos sigilosos al auditorio, acompañados por la música, y nos sentamos frente a una mesa, una especie de altar cubierto por un sencillo mantel blanco. No hay sollozos, ni lamentos: las lágrimas simplemente corren, silenciosas. El dueño de la funeraria nos pregunta si deseamos que entone un rezo, pues los hay disponibles para todos los credos. Con amabilidad decimos que no. Después de unos minutos, sin saber yo misma cómo, rompo repentinamente el silencio y evoco en voz alta el momento en que Daniel entraba a la casa, subía las escaleras, y yo le sonreía desde mi escritorio mientras escrutaba su cara en busca de signos de felicidad o de desdicha. Quiero compartir mi sensación de que nuestra angustia ha cesado, pero también la suya. Y ahí me detengo, porque decir que ya descansó sería incurrir en un burdo lugar común y en una ingenuidad que no se ajusta a la realidad. Esta es mucho más cruel: Daniel no descansa porque no es. Lo que hacíamos corresponder con ese nombre se ha disuelto, ya no puede experimentar nada.

Mientras abandonamos la sala, mi marido pregunta, con voz ahogada, dónde está Dani. Mi hija Renata señala el pequeño altar blanco, el mantel que lo cobija. Comprendo que hemos estado sentados frente a sus restos, que reposan en una caja que no es de madera, sino de un material dispuesto para el fuego. (¡Daniel en una caja de cartón!, se dolerá Camila en medio del llanto, meses después, al recordar.) En contravía de lo que he sentido hace unos minutos, me digo, estremecida, que eso no es ya mi hijo.

Con el placer tratamos a menudo de conjurar la muerte. Después de la ceremonia vamos a un restaurante, pedimos un coctel de entrada y múltiples platos para compartir. Hablamos de Daniel, revisamos su vida, traemos a la memoria pequeñas anécdotas, algunas de las cuales nos divierten mientras que otras nos producen un sereno dolor. Nos reímos de aquel primer día de clase en que, despistada como soy, lo llevé de pantalón corto porque no tenía claro que el uniforme cambiaba, haciéndolo avergonzar delante de sus compañeros. Y del día en que se cayó sobre el pesebre de la abuela, arrasando con casas y ovejas y pastores. Pero también evocamos con pesar sus momentos de confusión y desesperanza.

De nuevo la lluvia cae afuera, esta vez con fuerza, pero ahora nos sentimos protegidos y momentáneamente aliviados en aquel lugar acogedor. Pienso que a Daniel le gustaría estar aquí; que después de tantos meses comiendo comida congelada y hamburguesas baratas se relamería de gusto frente a unas costillas de cordero o un buen trozo de salmón. Que, si pudiera vernos, se extrañaría de su ausencia, no podría creer en su muerte. ¡Cómo iba a morirse alguien que estaba tan vivo! ¡Cómo iba a morirse él, que adoraba Nueva York, y el parque con sol y los conciertos y las mujeres bonitas! Y menos en esas circunstancias violentas, él, que alguna vez le dijo a su novia que en caso de sufrimiento el suicidio era una alternativa posible, pero siempre que fuera dulce, sin sangre, mero alivio.

Al día siguiente de la tragedia, Renata se dio cuenta de que en su carro había un par de guantes negros de cuero, y después de preguntarse, extrañada, quién habría podido dejarlos allí, comprendió que eran los del sargento Joffrey, la persona que, con toda efectividad, apenas unos minutos después de que la ambulancia se llevara el cuerpo de Daniel, les facilitó a ella y a su hermana entrar en la calle acordonada, subir al apartamento, comprobar que la ventana estaba abierta y que dentro del cuarto no había nadie. Debió olvidarlos sobre el asiento cuando la ayudaba a estacionar, ya que ella y su hermana, aturdidas por lo que ya daban como un hecho, no estaban en total dominio de sí mismas. Desde ese día hemos estado tratando de acercarnos a la comisaría para devolverlos, sin lograrlo. Ahora, por fin podemos hacer una parada en el lugar, encontrar al sargento Joffrey, darle los guantes y expresarle las gracias otra vez.

Los guantes del sargento Joffrey me hablan de la vida en sus pequeñas cosas. A esa vida en minúsculas, sin embargo, la ronda siempre, como una amenaza, un hecho mayúsculo. Y es así como todos vivimos, a partir de cierta edad, temiendo la llamada nocturna. Hace ya muchos años, cuando Daniel era todavía un niño, escribí un poema titulado «La noticia». En él hablo de cómo por la ventana abierta, en un día o una noche cualquiera, la ola entra alocada, dando tumbos, la ola con su paréntesis vacío para siempre que viene a recordarnos que vivir era esto, que hacia ese lugar desde siempre veníamos.

A ese lugar acabo de llegar, a mis sesenta años recién cumplidos. Y Daniel es mi paréntesis vacío.

Al final de la tarde, Miranda, que no cumple todavía cuatro años, nos distrae de nuestra tristeza. Jugamos a que defina objetos que nombramos en español, y lo hace de manera ingeniosa, buscando las palabras en su cerebro con concentración inusitada y resultados graciosísimos. Más tarde, con sus pinturas para Halloween, pinta paisajes en la panza gigante de Camila, que tiene seis meses de embarazo. Apenas se duerme, emprendemos una tarea que ya no da espera: desde el primer día las maletas que llenamos en el cuarto de Daniel han estado allí, arrumbadas en un rincón, esperando ser abiertas. No es algo que queramos hacer, pero sabemos que no tenemos otra opción, que no podemos cargar a Renata con el legado de las valijas repletas. Nos sentamos, pues, en círculo, como en la Navidad anterior, cuando estuvimos aquí del mismo modo, felices y expectantes, viendo a la pequeña Miranda abrir los regalos que habíamos puesto alrededor del árbol. Aquella vez Daniel me regaló una manta afelpada para poner sobre mis piernas mientras trabajo.

Vamos sacando una a una las prendas, los objetos. Allí está la camiseta con la cara de Bacon, que le compré en Madrid. Los zapatos negros de cordones rojos que recibió con una sonrisa pero que siempre sospeché que no le gustaron. Los guantes grises, sus preferidos, uno de ellos roto. La chaqueta de pana amarilla, las pantuflas tejidas, los Dr. Martens negros, muy viejos, los pantalones de cuadros que se ponía entre casa. Hay bromas, silencios, lágrimas. De alguna prenda me llega de pronto su olor, la mezcla de algún perfume con el de la transpiración animal de un hombre muy joven. Quisiera hundir mi cara en esas ropas, llorar a gritos, pero me quedo quieta, en silencio, sintiendo palpitaciones en la boca del estómago. Mis yernos y mi marido se quedan con un bonito suéter color trigo, con el gorro, los abrigos de invierno y la chaqueta de cuero. Mis hijas se reparten la caja con óleos y pinceles, los libros, los pequeños objetos inútiles, las camisetas. Yo reservo para mí una bufanda y dos o tres cosas más, las más conocidas, las más viejas, las más usadas. Las que huelan a él. ¿Qué voy a hacer con ellas? No sé, solo quiero tenerlas. Todo lo demás, lo achacoso, lo que queda grande o estrecho será donado al día siguiente a una institución de caridad.

Cuando acabamos la repartición todos estamos exhaustos. Unos toman whisky, otros pastillas para dormir. Ya en la cama mi marido y yo nos adivinamos despiertos aunque estemos quietos y silenciosos. Tal vez él, como yo, les tema a las imágenes del sueño. Tanto como tememos a las de la vigilia. Nunca hace frío en los confortables apartamentos neoyorkinos, pero afuera llueve, llueve, llueve. Y también adentro.


Fuente: paperblog.com

[Continúa]


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2 comentarios sobre “Lee aquí las primeras páginas de «Lo que no tiene nombre»

  1. Un libro maravilloso. Éste es un tipo de texto que nos recuerda el maravilloso y verdadero valor de la literatura: palabras que evocan, sentimientos que sacuden realidades y vivencias que nos ayudan a aprender de la vida pero sobre todo, a ser más empáticos. Hace mucho tiempo los grandes «literatos» de las academias lograron aplacar la llama de mi amor por las letras con su arrogancia, sus imágenes y su lenguaje encriptado; pero qué bueno que iniciativas como Diario de Paz y libros como «Lo que no tiene nombre» hayan logrado recordarme que donde hubo fuego cenizas quedan (Ahí perdonarán el cliché y lugar común).

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