¿De dónde vienen las historias atrás de las obras literarias? En particular, ¿cómo surgió La casa grande? En este artículo, Felipe Restrepo David comparte algunas respuestas mientras reflexiona sobre el odio como concepto y sentimiento vital reflejado en la literatura. Un contenido de la serie Leer para entender La casa grande del Club de Lectura Virtual.
Por Felipe Restrepo David
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Desde hace muchos años me atrae la curiosa inquietud por la fuente de las historias. Dónde y cómo nacen la idea y el cuerpo de un cuento, de una novela: cómo se enraíza la literatura en la vida del más acá, o del más allá, vaya uno a saber.
Y no tanto me intriga como quien busca la gallina de los huevos de oro; más en el sentido de comprender mi propia vida y la de los demás: cuál es el origen de nuestros relatos, desde los más reales hasta los más fantasiosos.
Por eso me gusta tanto escuchar la manera en que Teresa Manotas, viuda de Álvaro Cepeda Samudio (1926 – 1972), cuenta cómo se fue gestando en su esposo el poderoso relato que es La casa grande.
Cuenta Teresa que Álvaro terminó de escribir La casa grande en 1961, que se publicó en 1962 con el sello editorial de la Revista Mito, que algunos de sus capítulos habían aparecido publicados desde 1958 en varias revistas de Colombia y de Latinoamérica, en especial el primero, titulado “Los soldados”, que el crítico Ángel Rama juzgó como un cuento (y ciertamente puede leerse así, por su magistral y casi perfecta estructura); es decir, que fueron varios los años que le tomó a Cepeda Samudio llegar a la versión final de su novela, y que mientras la escribía a su vez fue mostrando fragmentos y capítulos a amigos y a varios medios impresos; todo lo que quiere decir que La casa grande fue una novela leída al mismo tiempo que se escribía y se corregía, por decirlo así.
Sin embargo, cuenta la misma Teresa que, desde niño, apenas salía del colegio en Ciénaga, Álvaro escuchaba las historias de los más adultos y ancianos. Comenta que, entre todo lo que se hablaba, siempre había una historia que era a la vez repetida y siempre nueva por el dolor que vivía en la memoria: la «masacre de las bananeras», en 1928, un hecho que había dejado una marca de sangre y desolación.
Todo esto me lleva a recordar los orígenes de las historias contenidas en Pedro Páramo (1955) de Juan Rulfo, otra breve novela que siento hermanada a La casa grande: hondos relatos sobre la exclusión social, las relaciones familiares, la posesión y el despojamiento de la tierra, el olvido y la muerte; pero, sobre todo, relatos sobre tradiciones que se perpetúan, incluso, a pesar de aquellos que intentan el cambio, y se entregan a su causa. Una palabra como “atavismo”, y toda su carga mítica y poética, sombría y luminosa, adquiere mucha más complejidad aquí: lo que somos por la historia, la memoria y el pasado que nos constituye; de lo que no podemos huir o de lo que nos cubre, tarde o temprano, como un manto para alivianarnos o hundirnos.
No es que La casa grande sea una novela autobiográfica; es más bien la escritura, y la comprensión histórica y artística, de un autor que se sabía parte de una región, y que con sus formas aprendidas e intuidas, riesgos y limitaciones, narró una memoria común a todos. Como cuando los griegos del siglo v a. de C. asistían a las representaciones de las tragedias, y de argumentos y personajes que hacían parte de su común memoria como pueblo: una misma historia, de Electra y su hermano Orestes que asesinan a su madre Clitemnestra, por ejemplo, era contada por tres autores diferentes, Esquilo, Sófocles y Eurípides, en diversas épocas; los asistentes sabían qué sucedería pero en cada dramaturgo volvía a nacer, y cada uno enfatizaba en tal o cual gesto, en este o ese movimiento o palabra. Y en Álvaro Cepeda Samudio ocurre que el relato de la matanza de las bananeras es atravesado por una historia familiar que es un viaje, intenso y cruel, por las profundidades de una tradición de odio, y, asimismo, de patriarcado y miedo.
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La humanidad, desde antiguos y milenarios textos como el Poema de Gilgamesh, el Mahábharata y la Biblia ha recreado, incansablemente, relatos de odio dentro de sus epopeyas y mitologías de totalidad. Digamos mejor que los ha recreado porque los ha generado, vivido, necesitado y pensado, en la medida en que estos mismos relatos significan libertad o cadena, según sean asumidos y reiterados; relatos que son como aquel verso de Wislawa Szymborska, del poema “Autotomía”: “El abismo no nos escinde. Nos rodea.”; solo es cambiar “abismo” por relato de odio, pues, quiérase o no, somos y no somos esos relatos y abismos: no son realidades extrañas, que les pasan a los “otros”. Por eso relaciono, también, y no soy el primero, a La casa grande con Pedro Páramo: narrativas familiares –y telúricas– de odios atávicos, sobre hijos que desprecian a sus padres, padres que cultivan rencores, pueblos que se someten, hermanos que se matan o se salvan o se aman. En la literatura colombiana, desde el siglo xix hasta el xxi, La casa grande es una de las novelas fundamentales sobre odio, patriarcado, miedo; recuerdo, en los últimos años, la novela Temporal (2013) de Tomás González.
¿Pero qué es el odio? No lo sé muy bien, creo que se trata de una de las actitudes, creencias, experiencias y emociones tan complejas como el deseo, el poder, la destrucción, la creación artística. Podría decir que La casa grande me seduce cada vez que la leo porque me apabulla y fascina el relato de la familia protagonista: los muchos secretos que se protegen y se entierran, y que el autor y sus técnicas narrativas (los diálogos, las descripciones, los monólogos, el fragmento, la inclusión de textos extraliterarios) revelan u oscurecen todavía más; el rencor, desprecio y repudio del personaje del Padre por aquello que sale de su control y autoridad, y la manera en que resuelve, a sus ojos totalitarios y sentir abarcador, esa imperdonable desobediencia y rebeldía… Cómo los otros personajes (hijos, hermanos, soldados) sobreviven, ya sea porque se enceguecen para no enfrentar más la realidad, y muy por el borde caminan entre la locura, el hambre y la soledad; ya sea porque se adentran mucho más en realidad hasta inundarlos, y convertirse ellos mismos en el abismo (el de Zsymborska), cuidadores de sus tradiciones atávicas de rabia, soberbia y jerarquía.
Y me apabulla y fascina por lo que representa en esta novela el odio como pasión, y todas sus proyecciones y materializaciones sociales, morales, culturales, bélicos, sexuales, y, cómo negarlo, como fuerza creadora. Esos personajes de La casa grande aman con odio enconado, constante y ardiente. El odio es su hambre y alimento, su tortura y vértigo y, al mismo tiempo, lo que impulsa y anima (de anima, alma), lo que mueve y estabiliza: ese es uno de los motores dramáticos de la novela, si no el más. Dice “El Hermano”, en el capítulo que da rienda suelta a su voz: “el odio que no entendíamos y sobre el cual se fundó la continuidad de la familia”.
Y digo odio como pasión porque sus personajes –en especial la familia que habita la casa grande–, se encienden con él; es la llama que los guía, y los mantiene atentos y despiertos, vigilantes ante sí mismos y los demás. A veces pareciera que lo necesitaran para justificarse, en tanto lo enraízan o lo rehúyen. Para que los viva o los muera. Me admira la escritura plural y polifónica de La casa grande, y los retratos familiares que logra Álvaro Cepeda Samudio, porque sin moralismos ni reduccionismos, y gracias a un oficio inteligente y sensible (madurado entre la literatura, el periodismo y el cine), eleva el odio hasta sacarle su sustancia narrativa para develar algunos de sus rostros más tenebrosos y creadores. Al fin y al cabo, como dice otra vez «El Hermano», se trata de la fascinación de lo que no se puede entender porque permanece incierto y esquivo, y muy vivo, porque aunque eso incomprensible envejezca con la distancia de los años también se renueva con la memoria que se empeña en permanecer.
En portada: las fotografías de este collage son tomadas de la obra de Leo Matiz. Ilustración: Andrés Caicedo Hernández.
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