¿Para qué contar la guerra? Experiencias de una periodista colombiana


Investigar y relatar las historias de vida de personas y familias que han sido víctimas del conflicto armado colombiano ha marcado gran parte de la experiencia profesional de la periodista antioqueña Viviana Pineda Hincapié. En este texto, Viviana reflexiona sobre el contexto en el que ha desempeñado el oficio e invita a otros periodistas a seguir contando historias como las que han marcado su camino. Este contenido es una adaptación de la intervención que hizo la autora en el panel inaugural del Diplomado en Periodismo de Conflicto, Paz y Reconciliación de la Universidad Inpahu, el 8 de octubre de 2021. Un contenido del especial Paz en Colombia.


Por Viviana Pineda Hincapié [Bogotá]

Mi primera introducción a estos temas de conflicto, paz y reconciliación los hice mientras estudiaba periodismo en la Universidad de Antioquia, cuando, junto a mi mejor amiga, descubrimos a un grupo de personas –mujeres en su mayoría– que se reunían en el Parque Berrío de Medellín, sostenían pancartas y gritaban: “¡Los queremos vivos, libres y en paz!”. 

Eran los primeros años después del 2000 y estas personas, las Madres de la Candelaria, algunas con familiares secuestrados y otras con familiares desaparecidos, se paraban allí, con dignidad, con dolor, en búsqueda de respuestas.

La guerra estaba viva, más viva de lo que está hoy. Había miles de personas secuestradas por las guerrillas, los grupos paramilitares estaban en su apogeo y las cifras de desaparición forzada estaban disparadas. 

En adelante, el tema volvería a ser frecuente en mi práctica profesional, cuando comencé a ejercer el oficio en la Revista Semana. A medida que los años fueron pasando, el secuestro empezó a volverse paisaje y los familiares de las víctimas seguían en las calles pidiendo un intercambio humanitario. En la revista decidimos entonces producir un especial que indagara en las historias de vida de estas personas, ¿qué había pasado durante esos años que llevaban ausentes? Sus familiares nos contaron de las celebraciones familiares a las que no habían asistido, de los familiares que habían fallecido, de cómo sus niños se estaban convirtiendo en adultos, lejos de sus padres.

En ese ejercicio periodístico tan doloroso –liderado por la hoy comisionada de la verdad Marta Ruiz–, conocí a Gustavo Moncayo, el profesor que años después se volvería famoso por caminar, desde su natal Nariño hasta Bogotá y después por varios países, exigiendo un intercambio humanitario que le devolviera a su hijo, Pablo Emilio, un cabo segundo del Ejército que fue secuestrado por la ex guerrilla de las FARC cuando tenía tan solo 19 años. 

Gustavo Moncayo y su familia durante los años de lucha por el acuerdo humanitario para la liberación de su hijo Pablo Emilio. El cabo (ascendido a sargento) fue liberado el 29 de marzo de 2010, tras 12 años y 3 meses en cautiverio. Fotos: Viviana Pineda Hincapié.

La historia de esta familia no era tan conocida en ese entonces, pero la conversación telefónica con el padre me impactó a tal punto que me llevó a escribir un reportaje sobre él y su familia. Me recibieron en su casa, me hospedaron y me alimentaron durante tres días. Me abrieron sus clósets, me mostraron los uniformes de gala de Pablo Emilio, las cartas que les enviaba, sus dibujos… 

Además me contaron detalles muy íntimos de sus vidas: cómo estaban llenos de deudas por los viajes que Gustavo emprendía en búsqueda de su hijo, cómo las relaciones en la familia se habían vuelto tensas, cómo la mamá se había vuelto malgeniada e irascible, cómo se sentían mal cuando se reían, cómo las hermanas de Pablo ocultaban sus enfermedades para no preocupar más a los padres, cómo no se permitían ser felices, cómo tenían aplazadas todas las celebraciones de la familia, cómo las decisiones de los líderes políticos los volvían añicos y los tiraban en la cama o los dejaban en estado de shock por días enteros. 

Todos los integrantes de la familia se sentían humillados, tanto por la guerrilla que se llevó a su hijo como por los gobiernos que se habían negado a escucharlos e ignoraban su sufrimiento. 

Pero también me contaron que en los primeros años del secuestro, personas inescrupulosas los llamaban a pedirles dinero a cambio de pruebas de supervivencia. Me contaron que la gente los criticaba si los veían felices en algunos momentos, que les decían que su hijo se había vuelto guerrillero y que por eso no había vuelto, que se burlaban de Gustavo y de las cadenas que empezó a portar todos los días en sus manos. 

Comprendí entonces que la crueldad de la guerra no le pertenece solo a los victimarios. 

Doña Emérita en su casa en San Onofre, Sucre.

Otra historia de ausencia sobre la que escribí fue la de doña Emérita, una mujer de los Montes de María, madre de Jairito, un muchacho al que una vecina denunció ante los paramilitares porque se había robado una gallina. El muchacho se llenó de miedo y huyó, pero lo encontraron para luego desaparecerlo, mientras que la supuesta gallina robada apareció semanas después con nuevas crías. En eso se puede convertir un chisme de barrio en medio de una guerra, en medio del conflicto armado.

Años más tarde conocí a la señora Fabiola Lalinde, una dama, una secretaria de los entonces famosos supermercados El Ley en Medellín. A ella le desaparecieron a su hijo Luis Fernando Lalinde, un militante del EPL, una guerrilla que en ese momento tenía una tregua con el Estado. Lo detuvieron, lo torturaron, lo mataron, lo enterraron con otro nombre; lo ejecutaron extrajudicialmente en 1984.

Los militares negaron y ocultaron el hecho. Tal vez pensaron que a nadie le importaría la muerte de un guerrillero, pero no, Luis Fernando Lalinde fue el primer desaparecido forzado reconocido en Colombia por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Luis Fernando Lalinde le demostró al país que en Colombia sí había desaparición forzada. Hoy sabemos que superamos con creces los números de desaparecidos de las crueles dictaduras de los países del Cono Sur. 

La historia de la búsqueda del hijo de doña Fabiola Lalinde está relatada en el documental Operación Cirirí.

Doña Fabiola no solo logró que se reconociera este delito, también logró recuperar los restos de su hijo y darle unas exequias dignas, y logró que los máximos jefes de las fuerzas militares de Colombia le pidieran perdón. Todo esto lo logró doña Fabiola “con sangre”, yendo hasta las últimas instancias.

En medio de esta búsqueda perdió su hogar en un barrio acomodado de Medellín: le hicieron un montaje, le metieron cocaína en su casa para luego llevarla a la cárcel acusada de narcotráfico; otro de sus hijos tuvo que exiliarse. Todo esto para enseñarnos que en Colombia nadie debe ser torturado, que cualquier persona detenida tiene derecho a un juicio justo, que pensar diferente no puede acarrear una pena de muerte, que en Colombia, de hecho, no es legal la pena de muerte.

Parecen cosas tan simples, tan lógicas ¿no?, pero hay muchísima gente en este país que no las tiene claras. La guerra se metió tanto en nuestras vidas que toleramos que hoy, durante las manifestaciones contra el Gobierno, a los jóvenes les estén sacando los ojos, que no estén volviendo a sus casas.

Hace unos años conté también la historia de B, una joven que tres días después de que las FARC se tomaran su pueblo –Granada, Antioquia–, y lo dejaran parcialmente destruido, se casó en medio de las ruinas. Era el año 2000 y su gesto fue inmortalizado por un famoso fotoperiodista, y destacado como un acto de resistencia en medio de la guerra. 

Conté la historia de B. quince años después de haber sucedido, y durante nuestras conversaciones me narró lo que había pasado con ella después de aquella fotografía: pese a lo valiente que fue el día de su matrimonio y a conseguir salir adelante en medio de la desesperanza, la guerra la alcanzaría en varias ocasiones. 

Me contó que le había tocado ver cómo bajaban a muchachos de los buses para asesinarlos delante de su familia y cómo había tenido que irse desplazada a la ciudad de Cali, después de que amenazaran a su esposo por no unirse a ninguno de los bandos enfrentados. También me narró un episodio en el que hombres armados se metieron a su casa y la presionaron con un fusil para que se desnudara frente a ellos. 

El reportaje que escribí salió publicado en varios medios de comunicación y, al poco tiempo, ella misma me llamó para pedirme que no lo publicaran más. Los vecinos del pueblo lo habían leído y le decían a su esposo que los armados se habían acostado con ella. En lugar de solidarizarse frente a lo que le había sucedido, la culparon y hasta la amenazaron por haber contado lo que vivió en la guerra. 

¿No estamos listos para hablar de violencia sexual? ¿Nos cuesta tanto sentir empatía por los daños que enfrentan las víctimas?

Esta historia es una herida de reportera que todavía cargo. Me gustaría decir que resistimos y que no nos callamos, que triunfó la verdad, pero no fue así. Nos dio miedo y bajamos el reportaje de Internet. Ningún reportaje vale la vida de una persona. 

Ahora estamos construyendo la paz, y cada vez me parece un propósito más difícil, pero también más necesario. Frecuentemente asisto a eventos en los que las organizaciones de víctimas entregan sus informes con relatos de lo que vivieron en la guerra a las entidades que se crearon en el Acuerdo de Paz, al Sistema Integral para la Paz. 

Allí escucho relatos como los de una organización de personas LGBT en el norte del Cauca, que cuentan cómo los actores armados los agredían para “corregirlos”, para volverlos “normales”. Escucho a los familiares de las víctimas de los mal llamados falsos positivos pidiendo que se reivindique el buen nombre de sus seres queridos, para que sus vecinos por fin les crean que no eran delincuentes. 

Somos una sociedad traumada por la guerra. Nuestras heridas están frescas y hasta que no las atendamos no podremos avanzar hacia una sociedad más justa, más empática, menos severa. 

El conflicto armado exacerbó nuestros prejuicios y nos volvió crueles. Vivimos a la defensiva y nos cuesta quitarnos esa piel de animal dispuesto a comerse al otro con tal de no ser comido. 

De allí que sea necesario contar la historia de muchos Gustavos, de muchas Eméritas y de muchas Fabiolas. Contar lo que pasó para sanarnos, contar lo que pasó para aprender, para mejorar, para resolver estos asuntos que tenemos pendientes, para que no se repitan. 

Y en esa línea, quisiera cerrar con una frase de mi maestra de periodismo en la Universidad de Antioquia, Patricia Nieto: 

“Quiero contar las historias del sufrimiento de la manera más bella que me sea posible para que, en la oscuridad, la humanidad descubra luz”. 

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Escrito por

Periodista de la Universidad de Antioquia, con maestría en Antropología Social y Cultural de la Universidad de Lovaina, Bélgica. Ha investigado temas de conflicto armado para diferentes medios de comunicación de Colombia, como El Mundo de Medellín, El Tiempo y las revistas Semana y Gente. También ha acompañado desde las comunicaciones procesos de construcción de memoria histórica y de reivindicación de las víctimas de conflicto armado colombiano, en entidades públicas como el Centro Nacional de Memoria Histórica y la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP).

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