Continuando con el plan 5 Libros en 2022, invitamos a la comunidad lectora a disfrutar de una inolvidable novela colombiana, cuya primera versión apareció en el periódico La Ley de Bogotá en 1876, y luego fue publicada como libro en 1888. La historia de Lucía, su protagonista, nos llevará a la Guerra civil colombiana de 1854 y a un contexto de tensiones políticas que llevaron al golpe de Estado del general José María Melo. ¡Déjate sorprender por esta autora y por esta historia!
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El amor y el entusiasmo son dos aceites perfumados de la lámpara de la vida.
~Lamartine
Primera parte
Lucía en Holanda
I
Hacia el norte de Ámsterdam se avanza una lengua de tierra de forma extraña que divide al mar del Norte del golfo de Zuiderzee: aquel terreno más bajo que el mar y circundado por dunas o colinas arenosas está regado por multitud de pequeños canales, que cortan el suelo y forman innumerables islotes. Todas las aguas que allí se recogen van a caer en un gran canal que las utiliza para hacer circular embarcaciones, que viajan constantemente desde el puerto de Ámsterdam hasta la isla de Texel, en donde se estaciona la flota holandesa. Aquellos terrenos siempre húmedos, puesto que han sido laboriosamente arrancados por palmos a las olas del mar, son naturalmente muy feraces y extraordinariamente poblados.
Las orillas de los canales están ornadas con molinos, cortijos y casas de todos tamaños y variadísima arquitectura. Sobre el agua nadan anchos botes en donde moran familias enteras, que viajan constantemente de una a otra población: allí nacen niños y animales domésticos, y se crían y mueren como si estuviesen en tierra firme. Pero es de advertir que es preciso ser holandés, es decir, llevar en las venas agua estancada en lugar de sangre, para sufrir con paciencia semejante vida tan monótona y viajar con aquella lentitud, puesto que pasan uno o dos días recorriendo un trecho que pudiera transitarse descansadamente a pie en pocas horas.
Pero este es el país de la paciencia: hombres, mujeres y niños pasan su existencia sosegada y tranquilamente, y llegan a la senectud sin haberse molestado jamás ni haber tenido nunca el menor afán. Los animales participan de aquella índole pacífica: los perros no se toman la pena de ladrar; los toros no embisten; los caballos tiran lentamente las embarcaciones grandes por las orillas de los canales, sin salir de su paso y sin que los apuren, griten o maltraten, porque tampoco han corcoveado ni se han espantado jamás. Los niños juegan sin alterarse ni hacer ruido; las mujeres meditan apaciblemente en lugar de charlar unas con otras, y los hombres fuman sus largas pipas sin disputar ni reñir. No altercan ni porfían, porque creen que no puede haber en el mundo motivo suficientemente grave que los obligue a acalorarse y dejar de arrojar humo por la boca. Pero no se crea por esto que los holandeses son perezosos: al contrario, viven dedicados al trabajo y llevan a cabo empresas colosales con una paciencia ejemplar. Enseñados a luchar con un enemigo tan tenaz como es el mar, el cual sin cesar amenaza invadir sus tierras, los holandeses se han acostumbrado a vivir en presencia de un peligro constante, bien que silencioso, y se han conformado con sobrellevar callando su suerte y meditar a toda hora con inconsciente solemnidad en una situación tan crítica como es la suya.

Despuntaba la aurora tristemente sobre las bajas tierras de Holanda. A pesar del pleno verano, puesto que era 15 de junio, el sol permanecía oculto, cubierto con una niebla compacta y fría: esta llenaba el horizonte, se arrastraba perezosamente sobre las verdes praderas, arropaba con su denso manto las hileras de sauces (que salpicadas con brillantes gotas de rocío se inclinaban sobre los canales y diques), caprichosamente cobijaba por algunos momentos todo el paisaje; se rasgaba después para dejar descubiertos aquí y allí los altos brazos de los molinos o rojos techos de las quintas y cortijos, volviendo enseguida a desaparecer todo entre el vapor gris.
No obstante lo matinal de la hora, todo ser viviente estaba en movimiento según las costumbres del país, es decir, una actividad sin ruido ni animación. Las puertas y ventanas se abrían unas tras otras, y en ellas aparecían robustas sirvientas armadas con escobas, plumeros y cepillos que deberían servirles para empezar la faena diaria, mientras que otras se dirigían a los aseados establos para ordeñar las vacas y dejarlas libres después en los prados, mugiendo suavemente para llamar a sus crías; la voz maternal del ganado se unía al sonido de las campanas que llevaba cada res atada al cuello, al balido de las blancas ovejas y al destemplado chillido de los patos, gansos y cisnes que nadaban por centenares en los canales divisorios de las heredades.
Las poco infladas velas de las embarcaciones aparecían aquí y allí a ras de tierra, como fantásticas sombras se deslizaban pasando por delante y por detrás de los molinos y casas, y enseguida desaparecían entre la niebla como ensueños inverosímiles. Todos los canales estaban cubiertos de embarcaciones: se veían botes tirados por caballos que caminaban pausadamente por la orilla, y sin impacientarse nunca los tripulantes aguardaban a que se fueran llenando las compuertas de los diques para bajar hacia la mar; otros pequeños botes iban manejados con una percha larga y estos avanzaban con mayor prontitud… Entre estos últimos nos fijaremos en la embarcación que guiaba un joven con singular destreza y se adelantaba aceleradamente a través de las enmarañadas plantas de iris silvestre, de florido nenúfar y otros bejucos acuáticos, los cuales tenía que romper con la percha al hundirla en las orillas del canal.
Nuestro viajero contaría poco más o menos unos veinticuatro años de edad; era blanco y rubio, y sus ojos azules y cabello crespo y abundante denotaban su origen en parte holandés, aunque su erguido talle y movimientos elegantes, mano pequeña y nerviosa, y cierta energía y fuego en la mirada, unida a su actividad, no dejaban duda de la mezcla que debería de haber en su sangre con alguna raza meridional.
Después de pasar sin detenerse delante de varias casas que se levantaban a orillas del canal, el viajero se detuvo enfrente de una habitación. La casa era de tres pisos; edificada completamente de ladrillo rojo, y sus paredes parecían un tablero de ajedrez, tan llenas de ventanas estaban, y sobre el tejado se leía con brillantes colores la fecha y el año en que fue concluida. Al frente ostentaba un jardincillo simétrico, con alamedas de árboles cortados iguales todos y de blanqueados troncos para que se pudiesen lavar todos los días; de trecho en trecho se alzaban sobre zócalos de ladrillos vidriosos jarrones de loza con plantas floridas; el suelo estaba perfectamente barrido, y en ninguna parte se veía una hoja seca ni la más leve basura ni mancha, y hasta la grama tenía un color uniformemente verde esmeralda. Algunas gradas de piedra blanca conducían a la puerta principal, la cual estaba coronada con una inscripción en holandés, que decía: «Vreugde en vrede» (Alegría y paz).
Todas las casas de la dicha provincia llevan inscripciones como aquella, que caracterizan las costumbres y cándidas ideas de sus habitantes.
Además del canal común, que era como si dijéramos el camino real, había otro particular que circundaba el terreno y por vía de cerca lo dividía de las heredades vecinas. Nuestro joven ató su bote a la orilla del canal principal y, pasando por un elegante puente, abrió la puerta del jardín y se dirigió a la casa, sin hacer alto en la congregación de gansos y de cisnes que se le habían agregado, marchando detrás de él y formando con sus chillidos una música discordante, lo que significaba que aguardaban con una impaciencia rara en aquel país su pitanza natural. En tanto, el joven se limpiaba cuidadosamente las botas en un instrumento que para el caso se hallaba al pie de las gradas, y al subirlas golpeó fuertemente con el picaporte en la cerrada puerta.
Ante el ruido se presentaron simultáneamente a una ventana del segundo piso dos jóvenes blancas y rosadas, que lo saludaron, y al mismo tiempo le abría la puerta una sirvienta rolliza.
—¡Heer Carlos! —exclamó esta. (Her: señor)
—¿Vengo muy de mañana? —preguntó el joven.
—No —contestó la criada—; ya las señoras están en pie… Entre usted.
—Solo vengo en calidad de correo —repuso él—, y quisiera hablar con la señora.
—Aquí viene la señorita con su prima.
—¡Abre la sala, Brígida! —exclamó una voz desde arriba y aparecieron bajando las escaleras de los pisos altos las dos niñas que hemos visto asomarse a la ventana.
—No puedo entrar —contestó el joven—, ni detenerme…, pero quisiera ver a la señora madre de usted —añadió dirigiéndose a una de las dos niñas, después de saludar a ambas con agradable sonrisa.
—Mi madre está en la lechería… Brígida —añadió—, ve a llamarla.
Esto dijo la más grande de las dos jóvenes: era esta de elevada estatura, blanca, bien carnuda y de fisonomía franca y alegre. La otra era menos rosada, pequeña de cuerpo y delgada; tenía el pelo casi rojo, los ojos pardos y expresivos, la boca grande, la nariz bien formada; pero, aunque no podía llamársela fea, no era hermosa como su prima, la cual parecía una rosa fresca, lozana y llena de vida y amabilidad.
—¿Qué se ofrecía a usted con mi tía tan de mañana? —preguntó la más pequeña.
—Traigo unas cartas para ella que me dieron en Ámsterdam.
—Esas deben ser para mí —repuso la joven alargando la mano para recibirlas.
El llamado Carlos la miró con vacilación, pero no se las dio.
—Démelas usted, señor Van Verpoon, pues mi tía no tiene secretos para nosotras; y además toda carta que llega de Ámsterdam es de América, es decir, de mis padres…
—No me crea usted incivil —contestó el joven, algo turbado—, pero como me encargaron que entregara estos papeles a la señora Zest en propia mano…
—¡Esto es muy extraño! —exclamó la niña palideciendo—. ¿Será alguna mala noticia?… Suplico a usted me confíe las cartas para llevarlas a mi tía, que puede tardar…
—Pero ella debe abrirlas…
—Aseguro a usted que no las miraré…, ¡le suplico a usted!…, démelas pronto.
Carlos tuvo que rendirse.
—¡Dios mío! —exclamó la niña—; ¡una viene enlutada! Y, sin aguardar más, salió precipitadamente del vestíbulo. —Señorita Rieken —dijo entonces el joven deteniendo a la otra niña, que quería acompañar a su prima—, óigame usted…, ¡siento tanto no haber podido desempeñar mejor mi comisión! Su prima de usted no debía de haber recibido esa carta.
—¿Qué sucede, por Dios?
—Una mala noticia, según entiendo, para la señorita Lucía: ¡parece que su madre ha muerto!…
—¿Su madre?…, mi querida tía… ¡Pobre Lucía! —exclamó la niña con hondo sentimiento—. Adiós, señor Van Verpoon —añadió conmovida—, es preciso que vaya a buscar a mamá, que también quería muchísimo a su hermana, y a acompañar a mi prima…, ¡pobrecita!
Y al decir esto se alejó aceleradamente, mientras que el joven se dirigía hacia el jardín, y atravesándolo llegaba al puente; allí se detuvo para mirar hacia la casa, en cuya puerta se leía como una amarga ironía: «Alegría y paz».
En la orilla del canal encontró a Brígida, la sirvienta, que echaba de comer a los gansos y cisnes, los cuales la rodeaban con ruidosísima algazara.
—Brígida —le dijo—, sus amas han recibido una mala noticia; tal vez la necesiten a usted…
—¡Una mala noticia! —repitió la mofletuda holandesa sin afanarse sin embargo, ni moverse del sitio.
—Sí, y repito, pueden necesitarla adentro.
—¿Y cuál será la noticia? —preguntó otra vez la criada con la misma cachaza.
—Como sé que usted ha sido la nodriza de las niñas, y aun de sus madres, pueda ser que le interese…
—Todo lo que les toque a ellas es como si fuera mío… —repuso ella con menos flema.
—Pues bien, la madre de la señorita Lucía, la señora Harris, ha muerto.
—¡La hermana de la señora! —exclamó Brígida, y conmovida dejó caer entre el canal todos los granos que llevaba recogidos en el delanta—. ¡Pobrecita de mi Johanna! —añadió limpiándose las lágrimas que acudieron a sus ojos—; dicen que fue muy desgraciada con ese extranjero con quien se casó… Pero dígame usted, señor, ¿cómo sucedió esa desgracia?…
—¡Brígida, Brígida! —gritó una voz adentro.
La criada echó a correr hacia la casa, o, al menos si no corría en realidad, ella pensó que volaba; en breve entró al vestíbulo, cuya puerta había permanecido abierta.
Entretanto Carlos pasó el puente, desató su barca y al saltar a ella volvió los ojos hacia la casa que acababa de dejar, diciendo casi en alta voz:
—A todos llega la hora de sufrir, ¿por qué he de quejarme de mi suerte?
Pocos momentos después, Carlos arribaba frente a la vecina quinta: una alquería poco más o menos igual a la que acababa de dejar, solo que en la puerta no había inscripción ninguna, ni en las queseras se confeccionaban los exquisitos quesos que daban fama en los contornos a los trabajados por la señora Zest.
Un sirviente en mangas de camisa se paseaba por el jardín arrancando con impaciencia las hojas secas y podando las ramas de los árboles que sobresalían a las demás. Apenas vio acercarse a su amo cuando corrió a su encuentro, le ayudó a saltar a tierra, ató la barca a la orilla, sacó algunos líos que encontró en el fondo de la embarcación; y todo lo hizo con una animación y agilidad que probaban que aquel hombre no era natural del país.
—¡Ah!, mi querido amo —dijo acercándose al joven, y hablando en lengua francesa—, ¿nos trae usted alguna noticia?
—Nada de nuevo —contestó Carlos—: siempre la incertidumbre… ¿Mi madre?
—Lo ha estado aguardando…, y, como es usted siempre tan puntual, temimos que le hubiera ocurrido alguna novedad.
—Me fue preciso detenerme algunos momentos en la casa vecina… Pero no me has dicho si mi madre ha vuelto a sentir algún trastorno en estos días, desde mi partida…
—Como madama la…
—Silencio…, ¿cómo olvidas mi recomendación? —Quería decir que, como la señora Van Verpoon no se queja nunca, no sé si ha sufrido algo…, pero Josefina dice que pasa las noches en vela.
—¡La incertidumbre la matará al fin! —exclamó Carlos con doloroso acento.
Momentos después penetraba en un pequeño aposento, lujosamente amueblado y adornado con ricas alfombras turcas, pesados cortinajes de seda, espejos, bellos cuadros de pintura y otras prendas de buen gusto.
Recostada entre almohadones y sobre muelle diván, rebujada en un chal de la India, yacía una dama, aparentemente muy anciana, aunque no lo era en realidad, pues las penas la habían envejecido antes de tiempo, y las enfermedades la marchitaron prematuramente; sus males físicos y morales provenían de aquellas aflicciones hondas y constantes que solo se sienten en la edad madura, y cuando ya no quedan en el corazón ilusiones que puedan consolar.
—¡Carlos! —exclamó la señora levantándose para abrazar tiernamente a su hijo—, ¿qué me traes de nuevo? —añadió—. Esta carta.
—¿De quién es?… Será de…
—No, madre mía, no se alucine usted: yo, por mi parte…
—¿Qué?…
—He perdido las esperanzas.
—¡No digas eso, no lo digas! —exclamó ella con una energía nerviosa que hacía contraste con la singular fragilidad de su cuerpo extenuado.
—Repito —repuso él—, he perdido las esperanzas; sería crueldad, por cierto, alimentárselas, madre mía, cuando no las hay.
—¡Pues yo repito —contestó ella— que yo no perderé nunca la confianza en la misericordia de Dios! ¡Una madre espera siempre, espera hasta morir!
Se incorporó; con temblorosas manos trató de romper el sobre de la carta, pero su misma impaciencia le impedía hacerlo, así que se la dio a Carlos para que la abriese.
—Ahora léemela —dijo ella. Él le obedeció.
La carta decía lo siguiente:
«Distinguida señora nuestra:
»La mercancía que usted nos pide está sumamente escasa en Francia; por consiguiente no podemos darle una contestación satisfactoria. Nuestros corresponsales en otras ciudades nos aseguran que será inoficioso el tratar de continuar sus indagaciones acerca de un artículo que no se halla en ninguna parte del mundo.
»De usted atentos servidores,
»Bertrand y Cía »
—¡Siempre la misma contestación! —dijo la señora con impaciencia.
—Probablemente —repuso Carlos— nos lo explicarán con mayor claridad en el resto de la carta.
Al decir esto tocó una campanilla. Se presentó el sirviente que ya vimos en el jardín.
—Tráeme un braserillo con lumbre —le dijo.
Un momento después, cuando quedaron solos madre e hijo, Carlos calentó el papel delante del fuego y la carta apareció escrita por tres lados. La señora se apoderó de ella y, acercándose a una ventana, la leyó en silencio; se la entregó enseguida a su hijo y, prorrumpiendo en amargo llanto, dijo entre sollozos:
—¡Yo también pierdo ya la esperanza de hallarlo!… ¡Moriré de dolor sin haberlo vuelto a ver! ¡Oh, Carlos, Carlos! ¿Por qué me trajiste esa carta?…, antes de leerla tenía confianza… Mejor hubiera sido que te quedaras en Ámsterdam…
—¿Y tengo yo la culpa, madre mía, si las noticias son malas?
—Es verdad —contestó ella—, ¡pero bien sabes que el dolor es siempre injusto! ¡Dios mío, Dios mío! —exclamó enseguida arrojándose sobre los cojines del sofá y entregándose a todos los ímpetus de una ciega desesperación, sin escuchar la voz de su hijo ni atender a sus tiernas expresiones de cariño.
[Continúa…]

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